lunes, 12 de febrero de 2018

Lentejero resucitado



-Coño, Juan. Me alegro de verte.
El saludo de José Luis encierra mucho más que una fórmula social. Lo dirige a alguien a quien se encuentra después de que le aseguraran que había muerto. Lo creyó, lo asumió y le dolió. De ahí la alegría al comprobar que no era cierto.
Juan y José Luis son lentejeros, es decir, miembros de una comunidad amplia y heterogénea, aproximadamente artística, que se junta todos los martes en un bar de la calle Limón, el Río Miño. Con la disculpa de comer lentejas, piden cualquier otra cosa, se ven, conversan y pasan el rato. Así llevan muchos años, viéndose cada segundo día de la semana. En el grupo hay chicos y chicas, muchos entrados en años, actores, actrices, directores de cine, directoras, escritores, periodistas, abogados, abogadas, jubilados, técnicos, montadoras, poetas, desocupados, empresarios, empleadas, aspirantes, profesoras, médicos. Comparten un wasap que sirve para convocarse y reconocerse, aunque a veces suena en la madrugada con parrafadas muy largas y chistes viejos.
Muchos van y vienen, pero el número de los fijos es grande, tanto que en ocasiones se desborda la convocatoria y el salón del restaurante. Últimamente, casi siempre. A los postres hay estreno mundial, como dice el gran Julio Diamante. Eso significa que él improvisa un solo de trompeta, o de clarinete, o de saxo -todo entre labios y boca, con un swing increíble- o se inventa una canción o un villancico, siempre con verso republicano e intencionado. Y todo termina con una suerte de himno que todos corean. Pero además del maestro, puede haber un monólogo de Javier, o una copla de Adela, o de Carmen o de Charo. O la actuación sorpresa de un invitado. Hay tanto arte como ganas de juntarse en esa tertulia que no es tal.


Tras el menú y los chupitos, y las actuaciones programadas o espontáneas, echan cuentas a ver a cuanto tocan: siempre sale a 12 euros. La mayoría vuelve a sus quehaceres, pero hay un grupo que suele seguir. Se van una calle más allá, al Bar sin nombre. Y siguen riendo. Pero además organizan paellas republicanas, escapadas gastronómicas o van juntos a estrenos y presentaciones de lentejeros. Todo por seguir juntándose. Por continuar riendo.
En el barrio saben que los martes el Río Miño se llena de una amplia banda de artistas o algo así. Los ven llegar e irse, reconocen a algunas caras de la tele. Comentan y a lo que se ha visto, inventan. La pasada semana un vecino le dijo a uno de los camareros que se había muerto uno del grupo. Aunque no indicó cómo se había enterado, ni circunstancias, ni detalles, sí aportó algunos datos identificadores.
-Uno que es alto y se llama Juan.
Altos hay muchos, y Juanes, también. Pero en ese grupo, no. El camarero informó enseguida y se armó un revuelo importante en el colectivo. Los datos eran mínimos, pero no cabían dudas. Ahí, a la hora de confirmar, se produjo el dolor y el conflicto. Muchos tienen su teléfono y su dirección, pero nada más. Cómo comprobar, con quién comunicarse ¿llamándolo a él? ¿a su propio móvil por si un familiar contestaba?
Nadie quería encargarse, no era una llamada fácil de hacer. Pero había que hacerlo, eso o algo. Al final fue Adela la que se atrevió, la que se decidió. Marcó el número varias veces y nadie contestaba, lo que indicaba lo peor. Siguió marcando.
Finalmente contestó el propio Juan. Oír su voz inconfundible, supuso para la lentejera un susto y un alivio. Con ambas sensaciones al mismo tiempo, apenas acertó a balbucear una explicación coherente: improvisó que se había equivocado, que pretendía hablar con Juana y había marcado sin querer el número de Juan.
La noticia corrió en sentido contrario y reconfortó. Era mentira lo que anunció el cliente del bar. El consuelo que produjo la buena nueva tapó la ‘fake news’ que había dejado helados a los lentejeros.
De ahí que José Luis, entre el humor negro que suele gastar y la retranca charra, se alegrara de ver a Juan. Alguno ya está pensando que esa historia de la falsa noticia merece un cuento. O una película.


jueves, 11 de enero de 2018

Sobre periodismo y el triste cierre de Tiempo e Interviú


Esta es la bonita historia de dos semanarios que fueron protagonistas en el periodismo español de los últimos cuarenta años. Nacieron en buen momento, crecieron mucho, se llenaron de buenos periodistas, hicieron buen periodismo de investigación (a veces también lo hicieron malo), y acaban de morir porque se han ido haciendo pequeños, insignificantes ya, se llenaron de pérdidas y dejaron de ser rentables para sus dueños.
Hubo un tiempo en que sí que fueron rentables. La década de los ochenta y de los noventa se entenderán sólo leyéndolos. Las hemerotecas son testigos de sus méritos, de las historias que publicaron, de los personajes que se asomaron a sus páginas. Por ellas, por las páginas de Tiempo y de Interviú, se podrá conocer cómo era este país y qué le pasó.
Llegué a Tiempo joven, aprendí de los que estaban y disfruté del periodismo. Conté historias que pude investigar, propuse  ideas que pude desarrollar, hice, creo,  buenas entrevistas a gente increíble: Gabriel García Márquez, Felipe Alfau, Paul Bowles, Salman Rusdie, Oriana Fallaci, Juan Carlos onetti, Jose Saramago, Nadine Gordimer, Vargas Llosa, Michael Ende, Ken Follet. La lista es interminable, fueron años felices.


Pero, aparte de lo personal, hay que decir que esos dos semanarios hicieron periodismo, formaron periodistas y fueron vigilantes de la democracia. Cuarenta años dieron lugar a muchas cosas. A soñar, a mandar, a temer y a caer. Ambos medios soñaron con ser grandes. Sus referentes eran la revista tocaya, Time, pero también el New York Times, el New Yorker, y Le Monde, y La Republica.
Algunos de sus directores se atrevieron a pensarlo y muchos de sus reporteros lo creyeron. Se pusieron a ello entregados al periodismo, a la búsqueda de la verdad, a la buena escritura, empeñados en intentar caminos diferentes, en mirar más allá de la evidencia, en descubrir.
Los lectores, agradecidos, acudían cada semana a los kioscos en busca de las historias que les contaban, con pasión y honestidad, Tiempo e Interviú. El negocio parecía funcionar, había lectores, periodistas, un empresario audaz y cosas que contar. Aumentaron las tiradas, fluía la publicidad, se pagaban buenos sueldos. Trabajar allí era un honor y una envidia para los compañeros de profesión.
¿Cómo es que rompió ese bonito cuento.?Lo de Tiempo e Interviú es la crónica de una muerte anunciada. O cómo la crisis, o lo que sea, fue adelgazando hasta la anorexia a unas cabeceras saludables.
Dicen que las nuevas tecnologías cambiaron el periodismo y que los medios no encontraron el modelo de negocio que se ajustara a los nuevos tiempos. Así han cerrado cientos de periódicos y se han ido a la calle miles de periodistas. Pero, ¿todo por la crisis? ¿Por no encontrar el negocio? ¿Por el escaso dinero de la publicidad? ¿Por los grandes buscadores que se han quedado con el pastel? ¿Y el periodismo?
Esas revistas, como otras, tuvieron miedo y abandonaron el periodismo. Quedaron en manos de gestores, administradores, consejeros, gerentes, expertos en márquetin que intuyeron que venían tiempos duros.  Como visionarios males, decidieron que aquello se arreglaba dejando de lado al periodismo. Ellos decidían qué poner en las portadas, qué investigar, qué contar. Y tales decisiones iban encaminadas a no molestar, no incomodar, a quienes repartían la publicidad, fuera unos grandes almacenes, un banco o un gobierno. No incomodar.
También usaron su lógica, su única ley: si se reducen gastos, se pierde  menos. ¿Que a cambio baja la calidad, perdemos independencia, vivimos con miedo…? eso a los gestores cortoplacistas les da igual. Se encomendaron a los recortes, redujeron plantillas y prescindieron de los reporteros más caros, de los más inconformistas. Aplicaban un entendimiento aplastante: con el sueldo de uno podían tener cuatro becarios. Claro, como la crisis no escampaba, el siguiente paso fue no pagar y seguir recortando de donde ya era casi imposible.


La crisis se ha dejado por el camino muchas vidas rotas, mucho dolor, muchos derechos adquiridos, tanto en el periodismo como en la propia sociedad.
De modo que la bonita historia del Tiempo e Interviú, después de cuarenta años, se acaba porque se fueron haciendo cargo de ellos unos gestores mediocres que se dedicaron a  recortar, a querer complacer a los dueños del sistema  y a matar el periodismo. Pero también fuimos responsables los periodistas, por dejarnos, por aceptar, por no exigir.
Cuando aparecía una nube de crisis en esas revistas, recuerdo que a alguna de esas lumbreras se le ocurría cambiar el diseño, lavarle la cara. No hacerlo mejor, no arreglar lo que no funciona, no contar mejores historias, no investigar más. No: Cambio de cara. Y esos gestores incluso se pusieron a competir con la televisión: como la gente no lee, cavilaron, no le demos lectura, publiquemos fotos grandes, poco texto, y regalemos a los compradores de la revista un DVD, un disco, una película, una muestra de colonia.
Aquellos recortes, aquellas concesiones, aquel abandono del periodismo, aquellos miedos, aquella entrega al poder, aquellos intentos de regalar cosas en lugar de contar historias, trajeron estos lodos. Lloramos el cierre de Tiempo e Interviú. Como el de tantos medios que no supo defender el periodismo.