Llegar un sábado a Oporto
ha sido una elección casual, pero ha multiplicado la sensación de una ciudad en
continua fiesta, atestada. Una postal al otro lado del rio con sus casas de
colores, superpuestas. Pero eso fue por
la tarde, cuando cruzamos el puente de hierro, para llegar a la concentración inaudita
de personas esperando la puesta de sol. Una marabunta armada de móviles y
bebiendo cerveza en Casi da ribeira de Gaia. Antes tuvimos que estudiar el
sistema de metro, las cinco líneas, amarilla, roja, morada, verde y azul.
Bajamos en la estación anterior a Sao Bento y tomamos la línea azul hasta
Bolhao, que era donde estaba el alojamiento buscado, en la Rua do Alegria. No
fue fácil buscar alojamiento, o estaba lejos o era caro. El apartamento es de
esos turísticos. Por la web, y por el correo electrónico dan unos códigos de
confirmación, pero luego llega un tío a la puerta, abre, explica cómo funcionan
las cosas de la cocina, del dormitorio y del salón y de los balcones y se va.
Indicando antes que cuando nos vayamos, hemos apalabrado tres días, dejemos la
llave en un buzón de un garaje vecino.
Por la rua da Firmeza
dejábamos la de la Alegría para bajar hacia el rio por la Rua santa Caterina.
Ahí en santa Caterina tome el primer pastel de nata de los muchos que deguste
en Oporto, en la mantegaria fabrica de pasteis de nata. No solo era cada mañana
desayunando, cada ida y venida al alojamiento era una tentación. Una calle
comercial y tranquila que va llevando progresivamente hacia el alboroto, hasta
la estación de Sao Bento, por las riberas, bajando en pronunciada cuesta hasta
el rio. Fue casual elegir esa dirección, pero a veces la suerte se apunta y
proporciona la cercanía de un lugar tan señalado como el mercado del Bolhao. Un
alarde de colores y olores y diseños en un espacio inmenso construido a base de
hormigón, hierros y maderas. Ordenado por áreas, los embutidos, las carnes, los
pescados, las frutas, las verduras, las flores, los dulces, los vinos. Un
mercado antiguo que, en esta ciudad, como casi todo se vuelve moderno por el
tirón de los visitantes y el espíritu comercial de los habitantes.
Oporto tiene un barrio
que es patrimonio de la humanidad y es una postal mirándolo desde la otra
orilla, la Ribeira. Los edificios de colores, superpuestos, mirando al Douro
parece más composición apiñada de un pintor meticuloso que trazado urbanístico.
Desde la orilla izquierda se deslumbra con la forma, intercalación y colores de
las casas de enfrente. Se recorre el borde del rio pasando entre las grandes
bodegas que ofrecen visita turística y se pasa entre las pobladas terrazas
atestadas también. Una multitud se ha congregado en lo alto de Gaia, en el
jardín do Morro, para despedir el ultimo rayo de sol en un ocaso musical. Desde
lo alto vuelven al puente de hierro, se acercan para mirar desde más alto a la iglesia
de San Francisco o bajan al antiguo mercado, una suerte de comedor popular. En
los puestos se piden las enormes croquetas de bacallao, los triángulos de queso
y se comparte mesa para degustarlas.
Las guías de Oporto dicen
que visitar, donde comer, donde dormir, que ver. Muy útiles pero el lugar es
tan singular, tan atractivo, lo mejor es encontrarse con las cosas, con los
sitios y descubrir asombros, aunque a veces estén fuera de las guías o se
compruebe que ya estaba contado. Caminando sin rumbo y sin buscar, solo
asombrándonos, por la avenida Diogo Leite, que continua por la avenida Ramos
Pinto, te encuentras de pronto con un concurrido y curioso el Mercado
Beira-Río. Un antiguo mercado restaurado, convertido en locales que venden
comida y hay bancos para tomarla. Buen sitio para pedir los buñuelos de bacallao,
los triángulos de queso o la franceshina. Exquisitos en ese ambiente popular.
El invento portugués con nombre francés que parece tan elemental, un humilde
sándwich de pan de molde de varios pisos, un filete de magro de ternera,
salchichas, jamón y mucho queso fundido por encima, todo ello bañado en una
salsa más o menos picante. Y muchas patatas fritas, un huevo encima. Así que es
un plato desengañado, consistente y en parte innovador, un recurso.
Un espacio muy frecuentado, por turistas sobre todo, moderno, bien organizado en medio del aparente caos de puestos diferentes y productos distintos, carnívoros, veganos, mezclados, dulces, salados. Dinámico, cada cliente pidiendo lo suyo, pagando, cogiendo la bandejas y buscando en que hueco y sentarse para comer. Lo más probables que las mesas y las sillas estén ocupadas, pero pronto se desocupan y queda la posibilidad de compartir cena con otros viajeros. Típico sitio de Vila Nova de Gaia que no se debe perder, dirían las guías turísticas, pero es cierto que este almacén reconvertido al otro lado del rio, con la eficacia añadida de la comida rápida y rica. Y los precios más justados que al otro lado del Duero.
Cruzar el puente Don Luis
I, recorrerlo, bajo o sobre el inmenso arco de hierro. Un símbolo, con las dos
alturas, de vértigo, atestadas, en función hormiguero. Entre las dos, ayuda el
funicular dos Guindaes, paralelo a la muralla. Otro atractivo turístico y un
descanso ante tanto desnivel que provoca subidas y bajadas continuadas.
Acercarse a la librería
Lello, el apellido de los dos hermanos, Jose y Antonio, para comprobar las
colas que se forman a su puerta, la multitud agolpada en sus alrededores. Más
de cien años con una vista interior impresionante con cientos de miles de
visitantes dispuestos a guardar cola a comprar la entrada por internet con el
convencimiento de se trata del extraordinario lugar que aparece en la películas
de Harry Potter. Le da igual que se trate de una leyenda, incluso les vale con
que la autora de las novelas, J.K Rowling viviera durante algunos años en
Oporto y que quizá se inspirara en el lugar para describir el callejón Diagon.
Dicen que hay estanterías imposibles, escaleras que se bifurcan, también muchos
libros que quizá no se venden, pero da lo mismo porque el negocio está en las
entradas.
Pasamos por la Rua das
Carmelitas, vimos el edificio blanco, pero ya llevábamos decidido no entrar y
cambiar su visita imprescindible por la de la Torre dos Clérigos. Otro símbolo
de la ciudad, una torre barroca en lo alto del barrio histórico, el cerro de
los Ahorcados se llamaba. que se alza sobre todas las construcciones de modo
que se ve desde cualquier parte. Una referencia dice que era para las
embarcaciones que llegaban o salían o cruzaban. Sus ochenta metros parece que
fueron financiados por la Hermandad de los clérigos Pobres.
Iglesias, mercados,
cuestas, bares, restaurantes, las propuestas callejeras son incalculables, cada
una de ellas mostrada en las guías como algo que ningún viajero puede perderse.
Así que son necesarios varios días para empezar a conocer Oporto. Aunque
resulte imposible, los paseos rompepiernas y el hecho de habernos alojado en un
sitio cerca pues ayuda a dejarse llevar y encontrar en ese deambular sin rumbo
que a veces te lleva donde va todo el mundo, pero da la sensación de que es un
descubrimiento propio, producto de la intuición, de la curiosidad de las ganas
de mirar. Pasa con los sitios, pero también con los nombres. Como con la Capela
das Almas, por el nombre y por la fachada y la pared lateral de azulejos
blancos y azules, ya merece visita. Una iglesia forrada de cerámica, de abajo a
arriba, hasta las campanas, parece que más de 15.000 azulejos revisten las
paredes.
Compiten con los de la
estación de Sao Bento, aquí más de 20.000 composiciones en blanco y azul, dibujadas en
la cerámica para contar la historia de Portugal, sus hitos, sus tesoros, sus
guerras, sus aventuras marinas, desembarcos, coronaciones. Una escena
campestre, rural y un juramento que podría pertenecer a una grabación de Juego
de Tronos. Por ahí por esa estación de tren singular se llega a Oporto y se
sale y se pasa, de manera que está atestada, de viajeros. Muchos tirando de un
troley, otros fotografiándola y aficionados al dibujo o estudiantes de bellas
artes que se sientan en el suelo a plasmar en sus cuadernos esa belleza rara y
antigua. . .
El tesoro de los azulejos
se repite en muchos rincones de la ciudad del Douro, pero resplandecen con sus
escenas de la Metamorfosis de Ovidio en el claustro de la catedral. Está reina
desde el sitio más elevado de la ciudad con su aspecto sobrio, más de fortaleza
que de lugar de culto para mostrar unas vistas espectaculares. Probablemente el
mejor mirador, una esplanada grande desde la que ver, por un lado, el Duero,
Vila ova de Gaia y su ribera sembrada de bodegas, y por el otro el casco
antiguo con sus viejos edificios y sus fachadas de colores. Y si es la hora
pues una no menos impresionante puesta de sol. Tuvimos la suerte de visitar la catedral
al tiempo que se celebraba una boda. Así que novia, novio, padrinos e invitados
se llevaron tantas fotos como la propia catedral
Se puede elegir
cualquiera de las bodegas, unas tienen más años y más leyenda y más publicidad
que otras. Pero todas ofrecen una cumplida historia del vino dulce y de la
empresa familiar en cuestión, unas construcciones, unas cubas centenarias, unos
espacios profundos y oscuros. Un precio que no es módico, 19 euros por cabeza,
que incluye el paseo la explicación de una chica colombiana vestida con la
típica capa negra y el sombrero de la bodega, y una degustación de tres vinos
colocados en orden de graduación. En el grupo están unos amigos que celebran
despedida de soltero y lucen pelucas amarillas para hacer recorrido y la
probatura de los vinos en unos bancos de maderas colocados al final del
itinerario, junto a la tienda de recuerdos turísticos donde se pueden comprar
lo degustado.
El final del Duero es el
Atlántico y en el caso de Oporto se adentran uno en el otro. Desde el centro,
junto a la estación se puede tomar el autobús 500 y recorre la orilla derecha
hasta confundirse en playa, ya en Matosinhos. Una curiosa mezcolanza de
surferos, familias y turistas en un mar que ya no es rio y no acaba de ser
océano.