viernes, 28 de junio de 2024

18. Oporto

 

Llegar un sábado a Oporto ha sido una elección casual, pero ha multiplicado la sensación de una ciudad en continua fiesta, atestada. Una postal al otro lado del rio con sus casas de colores, superpuestas.  Pero eso fue por la tarde, cuando cruzamos el puente de hierro, para llegar a la concentración inaudita de personas esperando la puesta de sol. Una marabunta armada de móviles y bebiendo cerveza en Casi da ribeira de Gaia. Antes tuvimos que estudiar el sistema de metro, las cinco líneas, amarilla, roja, morada, verde y azul. Bajamos en la estación anterior a Sao Bento y tomamos la línea azul hasta Bolhao, que era donde estaba el alojamiento buscado, en la Rua do Alegria. No fue fácil buscar alojamiento, o estaba lejos o era caro. El apartamento es de esos turísticos. Por la web, y por el correo electrónico dan unos códigos de confirmación, pero luego llega un tío a la puerta, abre, explica cómo funcionan las cosas de la cocina, del dormitorio y del salón y de los balcones y se va. Indicando antes que cuando nos vayamos, hemos apalabrado tres días, dejemos la llave en un buzón de un garaje vecino.



Por la rua da Firmeza dejábamos la de la Alegría para bajar hacia el rio por la Rua santa Caterina. Ahí en santa Caterina tome el primer pastel de nata de los muchos que deguste en Oporto, en la mantegaria fabrica de pasteis de nata. No solo era cada mañana desayunando, cada ida y venida al alojamiento era una tentación. Una calle comercial y tranquila que va llevando progresivamente hacia el alboroto, hasta la estación de Sao Bento, por las riberas, bajando en pronunciada cuesta hasta el rio. Fue casual elegir esa dirección, pero a veces la suerte se apunta y proporciona la cercanía de un lugar tan señalado como el mercado del Bolhao. Un alarde de colores y olores y diseños en un espacio inmenso construido a base de hormigón, hierros y maderas. Ordenado por áreas, los embutidos, las carnes, los pescados, las frutas, las verduras, las flores, los dulces, los vinos. Un mercado antiguo que, en esta ciudad, como casi todo se vuelve moderno por el tirón de los visitantes y el espíritu comercial de los habitantes.



Oporto tiene un barrio que es patrimonio de la humanidad y es una postal mirándolo desde la otra orilla, la Ribeira. Los edificios de colores, superpuestos, mirando al Douro parece más composición apiñada de un pintor meticuloso que trazado urbanístico. Desde la orilla izquierda se deslumbra con la forma, intercalación y colores de las casas de enfrente. Se recorre el borde del rio pasando entre las grandes bodegas que ofrecen visita turística y se pasa entre las pobladas terrazas atestadas también. Una multitud se ha congregado en lo alto de Gaia, en el jardín do Morro, para despedir el ultimo rayo de sol en un ocaso musical. Desde lo alto vuelven al puente de hierro, se acercan para mirar desde más alto a la iglesia de San Francisco o bajan al antiguo mercado, una suerte de comedor popular. En los puestos se piden las enormes croquetas de bacallao, los triángulos de queso y se comparte mesa para degustarlas.



Las guías de Oporto dicen que visitar, donde comer, donde dormir, que ver. Muy útiles pero el lugar es tan singular, tan atractivo, lo mejor es encontrarse con las cosas, con los sitios y descubrir asombros, aunque a veces estén fuera de las guías o se compruebe que ya estaba contado. Caminando sin rumbo y sin buscar, solo asombrándonos, por la avenida Diogo Leite, que continua por la avenida Ramos Pinto, te encuentras de pronto con un concurrido y curioso el Mercado Beira-Río. Un antiguo mercado restaurado, convertido en locales que venden comida y hay bancos para tomarla. Buen sitio para pedir los buñuelos de bacallao, los triángulos de queso o la franceshina. Exquisitos en ese ambiente popular. El invento portugués con nombre francés que parece tan elemental, un humilde sándwich de pan de molde de varios pisos, un filete de magro de ternera, salchichas, jamón y mucho queso fundido por encima, todo ello bañado en una salsa más o menos picante. Y muchas patatas fritas, un huevo encima. Así que es un plato desengañado, consistente y en parte innovador, un recurso.



Un espacio muy frecuentado, por turistas sobre todo, moderno, bien organizado en medio del aparente caos de puestos diferentes y productos distintos, carnívoros, veganos, mezclados, dulces, salados. Dinámico, cada cliente pidiendo lo suyo, pagando, cogiendo la bandejas y buscando en que hueco y sentarse para comer. Lo más probables que las mesas y las sillas estén ocupadas, pero pronto se desocupan y queda la posibilidad de compartir cena con otros viajeros. Típico sitio de Vila Nova de Gaia que no se debe perder, dirían las guías turísticas, pero es cierto que este almacén reconvertido al otro lado del rio, con la eficacia añadida de la comida rápida y rica. Y los precios más justados que al otro lado del Duero.

Cruzar el puente Don Luis I, recorrerlo, bajo o sobre el inmenso arco de hierro. Un símbolo, con las dos alturas, de vértigo, atestadas, en función hormiguero. Entre las dos, ayuda el funicular dos Guindaes, paralelo a la muralla. Otro atractivo turístico y un descanso ante tanto desnivel que provoca subidas y bajadas continuadas.

Acercarse a la librería Lello, el apellido de los dos hermanos, Jose y Antonio, para comprobar las colas que se forman a su puerta, la multitud agolpada en sus alrededores. Más de cien años con una vista interior impresionante con cientos de miles de visitantes dispuestos a guardar cola a comprar la entrada por internet con el convencimiento de se trata del extraordinario lugar que aparece en la películas de Harry Potter. Le da igual que se trate de una leyenda, incluso les vale con que la autora de las novelas, J.K Rowling viviera durante algunos años en Oporto y que quizá se inspirara en el lugar para describir el callejón Diagon. Dicen que hay estanterías imposibles, escaleras que se bifurcan, también muchos libros que quizá no se venden, pero da lo mismo porque el negocio está en las entradas.

Pasamos por la Rua das Carmelitas, vimos el edificio blanco, pero ya llevábamos decidido no entrar y cambiar su visita imprescindible por la de la Torre dos Clérigos. Otro símbolo de la ciudad, una torre barroca en lo alto del barrio histórico, el cerro de los Ahorcados se llamaba. que se alza sobre todas las construcciones de modo que se ve desde cualquier parte. Una referencia dice que era para las embarcaciones que llegaban o salían o cruzaban. Sus ochenta metros parece que fueron financiados por la Hermandad de los clérigos Pobres.



Iglesias, mercados, cuestas, bares, restaurantes, las propuestas callejeras son incalculables, cada una de ellas mostrada en las guías como algo que ningún viajero puede perderse. Así que son necesarios varios días para empezar a conocer Oporto. Aunque resulte imposible, los paseos rompepiernas y el hecho de habernos alojado en un sitio cerca pues ayuda a dejarse llevar y encontrar en ese deambular sin rumbo que a veces te lleva donde va todo el mundo, pero da la sensación de que es un descubrimiento propio, producto de la intuición, de la curiosidad de las ganas de mirar. Pasa con los sitios, pero también con los nombres. Como con la Capela das Almas, por el nombre y por la fachada y la pared lateral de azulejos blancos y azules, ya merece visita. Una iglesia forrada de cerámica, de abajo a arriba, hasta las campanas, parece que más de 15.000 azulejos revisten las paredes.

Compiten con los de la estación de Sao Bento, aquí más de 20.000  composiciones en blanco y azul, dibujadas en la cerámica para contar la historia de Portugal, sus hitos, sus tesoros, sus guerras, sus aventuras marinas, desembarcos, coronaciones. Una escena campestre, rural y un juramento que podría pertenecer a una grabación de Juego de Tronos. Por ahí por esa estación de tren singular se llega a Oporto y se sale y se pasa, de manera que está atestada, de viajeros. Muchos tirando de un troley, otros fotografiándola y aficionados al dibujo o estudiantes de bellas artes que se sientan en el suelo a plasmar en sus cuadernos esa belleza rara y antigua. . .

El tesoro de los azulejos se repite en muchos rincones de la ciudad del Douro, pero resplandecen con sus escenas de la Metamorfosis de Ovidio en el claustro de la catedral. Está reina desde el sitio más elevado de la ciudad con su aspecto sobrio, más de fortaleza que de lugar de culto para mostrar unas vistas espectaculares. Probablemente el mejor mirador, una esplanada grande desde la que ver, por un lado, el Duero, Vila ova de Gaia y su ribera sembrada de bodegas, y por el otro el casco antiguo con sus viejos edificios y sus fachadas de colores. Y si es la hora pues una no menos impresionante puesta de sol. Tuvimos la suerte de visitar la catedral al tiempo que se celebraba una boda. Así que novia, novio, padrinos e invitados se llevaron tantas fotos como la propia catedral

Se puede elegir cualquiera de las bodegas, unas tienen más años y más leyenda y más publicidad que otras. Pero todas ofrecen una cumplida historia del vino dulce y de la empresa familiar en cuestión, unas construcciones, unas cubas centenarias, unos espacios profundos y oscuros. Un precio que no es módico, 19 euros por cabeza, que incluye el paseo la explicación de una chica colombiana vestida con la típica capa negra y el sombrero de la bodega, y una degustación de tres vinos colocados en orden de graduación. En el grupo están unos amigos que celebran despedida de soltero y lucen pelucas amarillas para hacer recorrido y la probatura de los vinos en unos bancos de maderas colocados al final del itinerario, junto a la tienda de recuerdos turísticos donde se pueden comprar lo degustado.



El final del Duero es el Atlántico y en el caso de Oporto se adentran uno en el otro. Desde el centro, junto a la estación se puede tomar el autobús 500 y recorre la orilla derecha hasta confundirse en playa, ya en Matosinhos. Una curiosa mezcolanza de surferos, familias y turistas en un mar que ya no es rio y no acaba de ser océano.

17. Pozinho

 

La carretera, sinuosa, serpenteante, nos aleja un tramo de la frontera y del rio que sigue abriendo arribes. Hasta de Moncorvo. Pistas solitarias, un cuadro de bancales inverosímiles, sacados con años de trabajo al monte, un resultado de diseño. El Insignia subiendo y bajando por las revueltas vertiginosas, entre almendros, castaños y tierras cuidadas cultivadas, mimadas, responde. Hay una diferencia importante, al lado de España todo es abandono, desidia, pobreza. Al lado de Portugal hay terreno arreglado, florecido, cuidado. En un lado la dejadez, el pesimismo, en otro el tesón, el empeño y el resultado. Torre de Moncorvo es enmarañada, difícil de aparcar y de conducir. A la entrada está la oficina de turismo con una empleada entusiasta. Al principio un poco cortante, esquiva, pero luego se puso en modo fan de su tierra, de sus maravillas, que su ciudad era el centro de todo, de Braganza, pero también de Portugal y por tanto del mundo.



El hotelito también es elemental, Casula se llama. Abre a las tres y lo regenta una chica argentina que quiso ir a España y no logró papeles que sí le dieron en Portugal. A ella y a su marido, y ahí están felices con su hija. Torre de Moncorvo es una ciudad medieval llena de gatos felices, de frutales frondosos. Cerca esta Foz do Sabor, donde se acerca el Duero para recoger las aguas del rio de tan dulce nombre. Ha ido bajando, haciendo de frontera hasta que en Barca de Alba se decide a correr definitivamente hacia el oeste, pero antes sube a formar un meandro mágico en Foz do Sabor. SE juntan los dos ríos y forman una ensenada, junto a una pradera grande y arbolada, con aguas tranquilas, una playa fluvial.



Tenía razón la empleada vehemente de la oficina de turismo, desde Torre Moncorvo, su centro del mundo, se puede alcanzar lugares encantadores de la tierra portuguesa del Douro, de los ríos que lo nutren: Sabor, Foz, el Coa. Vila Nova de Foz tiene una calle grande y ahí un restaurante donde proponen Febras, un plato que descubrió hace un montón de años y que me ilusiono pedir, casi tanto como el postre, un flan de almendras exquisito, Hay un museo y pinturas rupestres al final de barrancos de vértigo a los que habría que acceder en jeep, no en el Insignia. Aunque si asombroso es acceder al fondo de los barrancos no es menos ascender a las laderas de cultivos imposibles. Un manto escalonado de casas y viñas. Sabrosa, el pueblo de Magallanes, Alijo y su cooperativa de vinos, Vila Flor con un concierto casi insufrible de pájaros en su plaza. Pueblos en bancales, blancos, cuidados, hacendosos, en un paisaje montañoso del alto Douro.

El plan era dejar el Insignia en Pozinho y seguir el Duero en el tren. Una calle, una estación antigua y unos billetes. Lo mejor es sentarse en el lado izquierdo de la dirección de la marcha. La vía es el camino más cercano al rio, al lado, no hay carretera que se acerque más. La sensación es que navegas por el río. Avanza hacia los viñedos escalonados, pasa por fincas y haciendas verdes, se encajona entre los riscos, pasa por puentes de madera y de piedra que son obras de arte. Y junto a la ventanilla del tren se contempla el Duero ancho, como un espejo al alcance de la mano porque los raíles por momentos de acercan tanto a la orilla que lo tocas. Se ven como una cierta disonancia los cruceros que lo navegan, como si lo gentrificaran, como si llenaran de turistas un entorno que la naturaleza había pensado y organizado justo para otra cosa, sin aglomeraciones, sin ruidos, solo agua y tierra y árboles.



El mero enunciado de la lista de los nombres de las estaciones que se vienen por delante ya es en sí mágica: Pozinho, Freixo de Numao, Vesuvio, Vargelas, Ferradosa, Alegria, Tua, Pinhao, Ferrao, Covelinhas, Ragua, Godim, Caldas de Modelo, Rede, Barqueiros, Porto de Rei, Ermida,  Mirao, Aregos, Mosteiro. Un inventario de sitios con encanto que forman apeaderos sugerentes en el Valle del Douro. Son tres horas y media y 15 euros de coste. El tren permite no solo bajarse en alguna de las estaciones, estudiando bien los horarios del próximo tren, moverse, inspeccionar las laderas cultivadas, las casas de las haciendas, la vida alrededor de cada parada. Los viajeros son paisanos que van de un pueblo a otro aprovechado la ruta de ferrocarril Linha do Douro o viajeros y turistas que asombrados usan el mismo medio. El camino de hierro de Pocinho a Regua es probablemente uno de los más bellos trayectos posibles en tren en Europa, proporciona uno de los paisajes más asombrosos con sus terrazas de viñedos que trepan laderas imposibles de abruptas montañas. Un festival de colores y de diseño. Parece imposible haber labrado en esas alturas, líneas curvas, paralelas, perfectas. Aprovechando la inclinación de los montes. En realidad, una labor de rotulación de los sierras, de transformación, de adiestramiento del paisaje.



Regua, Pinhao y Pocinho son los tres puntos de referencia, para subir o para bajar, un quedarse un rato en este viaje. Cada estación está decorada con paneles murales de azulejos que tanto veremos en Portugal. Dibujo azul sobre fondo blando, imágenes del Douro serpenteando entre montes, con trabajos en los viñedos, con escenas de bailes populares. El único problema de los tres lugares es que a ratos están atestados de turistas. Uno siempre quiere en exclusiva los sitios maravillosos, la globalización los llena de coches, ferrys, cruceros, tiendas de recuerdos y de restaurantes, qué se le va a hacer.

El recorrido merece la pena, a pesar de los inconvenientes de las gentrificaciones. El paisaje irrepetible, el Douro eterno, el ritmo del tren, los sonidos y los colores de las estaciones por las que pasa


jueves, 27 de junio de 2024

16. Mirador de los Infiernos y Fermoselle.

 

El Duero deja atrás Zamora, plácido y ancho, para apuntar al oeste, pero a unas docenas de kilómetros la orografía le hace torcer a la derecha y dirigirse al norte. Se ensancha más porque lo espera el embalse de San Román, pero lo que el río propone es una cabriola, un meandro que resulta de acercarse peligrosamente al Mirador de los Infiernos. Llega hasta él, lo muestra y vuelta a dirigirse al sur. Como si fuera una visita traviesa, un ir y venir repentino y caprichoso. El resultado en su paisaje paradójico, pleno de variantes geológicas. Puede pasar en unos cientos de metros de una plácida pradera a un abrupto barranco. Una carretera estrecha, sin espacio para cruzarse con otro coche en ocasiones y sin sitio para parar a mirar, para dejar el Insignia y extasiarse.



De pronto aparece como una gran presa que cruza todo el rio y una construcción sorprendente de piedra que divide el Duero, una de las dos partes del azud termina con dos estrechas callejas para desviar parte del rio. Son los Cañales de Charquitos, el ingenio de la época de los romanos para pescar. Los peces estaban en el ensanchamiento y construyeron esos dos canales con los que provocaban en estrechamiento del rio y los pescados se obligaban a entrar en ellos, como un pastoreo natural. Costumbre que han llevado hasta hace no mucho los lugareños de estas tierras inhóspitas.  De hecho, Charquitos, que pone apellido a los cañales, fue uno de los últimos pecadores. El rio deja a su paso pequeñas playas de arena y verdes praderas. En la ribera, chopos y fresnos, en la laderas peñascos, encinas y carrascos. El rumor del agua, el viento encajonado, la dehesa y un anuncio de arribes.

Parece que el nombre de los Infiernos, no atiende ni a la carretera ni a los abismos que desde ella se contempla, viene de una leyenda en la que algo tuvo que ver el diablo. En un recodo un cartel con letras blancas sobre fondo morado, perjudicado por las pintadas anónimas, anuncia un puente singular, casi escondido, un único arco de piedras y maleza que podría confundirse con uno de los caminos, como parte de él, que cruzan estas sendas: Puente de la Joyalada o los Infiernos, siglos XVIII-XIX Almaraz de Duero.

Almaraz de Duero tiene una orografía accidentada y contradictoria, concilia en su término los infiernos con las tierras planas de cereal. Antes se llamaba Almaraz del Pan, como muchos otros pueblos de la comarca que llevan ese apellido: Villaseco del Pan, Muela del Pan. El Duero los recorre, los riega, va dejando cascadas y saltos hasta que recibe las aguas del Esla y  tras el salto de Villalcampo se dirige al norte para buscar la raya con Portugal. Otro salto, de Castro, lo dirige al sur corriendo toda la linde, constituyendo la frontera.

Los saltos siguen acumulando agua y turbinas y cables. Muchos tienen casas para los ingenieros y trabajadores. Pequeños chales con su jardín. Lugares de recreo. Pues están todos cerrados. Pero lo curioso es que tienen puertas y ventanas tapiadas, encementadas.



Fermoselle es un laberinto. Calles estrechas, imposibles para el Insignia que trepan sin descanso y puede que no tengan salida. De la plaza, porticada, que desaparece en las fiestas con los tenados de madera para hacer las gradas, parten tres calles. Las tres empinadas, las tres hacia arriba, pero hay que volver y orientarse en la maraña de callejas y callejones. Buscamos el castillo de doña Urraca, pero está cerrado tanto el edificio como el jardín, al final de una de las tres calles. Debajo de toda esa piña de casas subidas en ese promontorio hay mil bodegas, es un pueblo horadado. Las calles empedradas, las paredes de granito y adobe, las arquitecturas serranas, una villa que ha sido construida en función de las dificultades para perforar el granito, de modo que unas construcciones pueden aprovechar una roca para asentarse o para apoyarse o para delimitar el espacio. De manera que esas calles desniveladas, esas paredes pueden ser construcciones o grandes rocas de granito aprovechadas para la ocasión. Calles sinuosas y con nombres evocadores, la Amargura, El Guapo, Portal del Villar, Tenerías, Nogal, Montón de tierra…. Requejo es la que cruza la villa y va a la Plaza Mayor.

Todo Fermoselle es un mirador y hay muchos desde todos los puntos cardinales. Cada uno de ellos, elevado, proporciona un paisaje espectacular, desde una atalaya que se ve le Duero, que se ve Portugal, los pueblos de las Arribes. El del Torojón, el del Castillo, el de Terraplén, el de las Peñas, el de los Barrancos, el de las Escaleras, subir a cada uno de ellos es un esfuerzo, pero todos proporcionan la recompensa de una vista inmensa y espectacular.



 Nos alojamos en la Casa del Regidor, en la misma calle de Requejo, la que parte la villa por la mitad y lleva a la plaza. Un aposento justo, limpio, pequeño. El plan es recorrer el Duero tramo a tramo, población a población. Los recursos turísticos varían, pero en todos está el intento de emprendimiento, de permanencia, de proyecto de desarrollo rural.  David es el dueño y habla mucho. Quizá es extrovertido o puede que no tenga muchos clientes con los que charlar. Tiene su establecimiento atestado en las fiestas, ojalá tuviera el triple de espacios se queja. El resto del año no, con cuenta  gotas. Lo que sorprende de Fermoselle, con su historia, con su ubicación, de su potencial, es que está sembrado de carteles con el anuncio SE Vende. Se venden casa, corrales, cuadras, huertos, parcelas. Explica David que la mayoría son herencias. Deben partir entre varios hermanos, no se ponen de acuerdo y venden. Pero no se compra nada, así que los carteles aumentan y se quedan viejos y es la muestra más dramática de esta España vaciada que acompaña al Duero. Un indicador que muestra desolación de presente y negrura en el futuro.



El siguiente destino será Torre de Moncorvo, ya en Portugal, pasando por Bemposta el primer pueblo del país vecino tras pasar la frontera.  Otro pantano, un salto espectacular. Y luego el Duero recibe un hilo de agua del Tormes, que ahí llega consumido del pantano de Almendra

15. Arroz a la zamorana

 

Zamora parece pequeña, pero se extiende mucho. Su superficie, como sus méritos son mucho más de lo que parece. Es ejemplo de ciudad invisible, si se repara en ella, si se fija uno, si se tiene en cuenta, es como el cisne. Su historia, el papel que juega el Duero, la hacen merecedora de mucha más atención. Por eso es sorpresa para quien la visita. Tomamos un apartamento pensando que merecía la ciudad más de un día y estaríamos más cómodos. Así fue, cómodos, pero equivocados por la idea de creer en un sitio pequeño. Lo que está al otro lado de la agradable terraza es el campo. Y comprobamos que quedaba lejos del centro. Así que de ciudad pequeña nada. Se trata del barrio Cabañales, en la carretera a Salamanca. Es lo que tiene fiarte de las indicaciones y publicidades que informan a medias o que se fijan poco.



De modo que acercamos el Insignia a la calle Entrepuentes y así acortamos los paseos y las distancias. Las medidas son relativas, una caminata es saludable y apetecible, pero si vas visitando ahorrarte veinte minutos es una estrategia. La calle que digo esta justo entre el puente de hierro y el puente de Piedra. Y luego queda el puente de los poetas, más allá del segundo, para cruzar un Duero espléndido, tranquilo, poderoso. Acompaña un rumor de agua por las aceñas próximas. Las cantó Blas de Otero, “… el cielo luminosamente rojo. Compañeros. Escribo de memoria lo que tuve delante de mis ojos”. Luminoso el trasiego del agua, la propuesta peatonal transitando la orilla, bajando a la aceña visitable, su molino restaurado, los útiles y trabajos en el proceso de la molienda. Muy atractiva la literatura de barrios bajos, el ambiente patibulario de los alrededores de los molinos y lavaderos y curtidos. Una vida secreta que se defendía junto al río. Está bien explicada en el artefacto que se conserva y se puede y debe visitar: los oficios alrededor del rio, no solo la molienda, también los curtidos, los lavaderos. Un micro mundo en el que se mezclaba la economía con la lucha por la vida alrededor del agua. La actividad industrial que daba vida a la ciudad. Las aceñas de Zamora tienen su azud, una represa que cruza el cauce del rio para dirigir la corriente y conseguir un cauce constante. La más conocida, es la de Olivares, tres molinos que ya estaba en pie en el medievo, la primera industria zamorana.



En la catedral de San Salvador impresiona porque está en el punto más alto de la ciudad, porque es pequeña, aunque maciza, de modo que no pierde por eso un ápice de monumentalidad, y también por su torre cuadrada. Estremece, más que por los grandes tapices o la riqueza de los sagrarios o la de las puertas talladas, o las diferentes capillas, por los pasos de Semana Santa aparcados en el interior. Unos frente a otros, trágicos, sufrientes, parece una ceremonia detenida, a punto de echarse a andar y recién detenidos. Hay una cunita del niño Jesús hecha con sortijas de oro y piedras preciosas. Son miniaturas de valor, tallas grandiosas, la luz sobre la joya, la oscuridad trascendente, las creaciones hiperrealistas paradas, como a punto de echar a andar, de escapar. Estancadas en el tiempo, atrapadas por un duende perverso.

Luego un largo paseo por los alrededores del castillo, una fortaleza recia, por las esculturas de Salvador Lobo, rotundas, un busto impresionante que no se acaba de ver, otro que no sale de la piedra, un torso. Figuras urbanas, desnudos imponentes. Un artista más reconocido en Europa que es su país y que en su tierra.

Luego seguimos la Rua de los Notarios que lleva a la Rua de los Francos. Junto a la Plaza Viriato, antes de llegar a la Plaza Mayor, en una terraza, cumplí mi apetencia gastronómica, el arroz a la zamorana, completada con unas manitas de cerdo y una cuajada. Plato antes humilde, campesino, a base de arroz y productos de la matanza del cerdo. Hoy una exquisitez igual de contundente. Una comida disfrutona que tiene más de siesta que de turismo. El café repara y da un cierto respiro. Así que vuelven las fuerzas para recorrer las casas singulares modernistas, de grandes familias, numeradas cada una para descubrirlas y admirarlas. Mantuvimos la dirección para llegar a la puerta de Urraca, al límite del primer recinto amurallado de la ciudad. Tiene y ha tenido más nombres, Puerta de San Bartolomé, Puerta de Zambranos, Puerta de la Reina. Tiene dos fachadas diferentes, el arco de entrada flaqueado por dos torreones unidos por una cornisa superior. De la puerta al teatro municipal, con una cartelera cumplida y luego acompañamos al Duero, imponente, desde el puente de hierro al de piedra, un paseo apacible, un lujo que pocas ciudades se pueden permitir, y un río poderoso.



El camino, el arroz o el tiempo lleva al agotamiento y a la necesidad de buscar resuello en el apartamento alejado. Antes hubo que llenar de combustible al Insignia sediento. Y después, como la tarea de cada noche, ponerme a buscar qué hotel tocaría al día siguiente. Será en Fermoselle. Reservo y a la hora de pagar compruebo que no tengo la tarjeta. ¿La habré perdido, la olvide en alguna parte? No queda otra que anularla temporalmente. Resulta que me la había dejado en la gasolinera. La tenía el de seguridad del centro comercial, que me la entrega tras preguntarme el nombre. Y después entre los dos ayudamos a levantarse a una señora que se ha caído.

lunes, 24 de junio de 2024

14. Toro, la tienda de Uge

 

El codo del Duero se tuerce hacia el norte para buscar Toro y dejar una vega fértil atestada de viñedos. El plan es llegar a la hora de comer y hacerlo con un menú rico y acompañado con un vino bueno del lugar. Así que aparcamos los más cerca posible del centro, con cuidado de que no fuera zona de estacionamiento regulado. No parecía, pero tampoco nos acararon las personas a las que preguntamos. Justo al lado de la calle principal, casi esquina en una perpendicular. La calle Corredera une dos antiguas aduanas, la Puerta Corredera y la Torre del Reloj, y es la vía comercial y de ocio de la ciudad. Imprescindible. Hay un bar con una terracita. En realidad, unas mesas en la acera de una calle estrecha y fresca en un día de calor. Además, tiene nombre con reminiscencias, La Bodeguita. Sirve, porque está camino de la catedral y de la Colegiata de Santa María la Mayor. Los nombres y los títulos de estas tierras de Castilla, incluso en su aspiración de grandeza, se van repitiendo en pueblos y ciudades mostrando su arraigo religioso.



La oficina de turismo del ayuntamiento organiza dos visitas guiadas a las que nos apuntamos junto con otro puñado de viajeros y curiosos. Se trata de una bodega y una plaza de toros. Es el tributo que pagamos, más o menos desganado, al desarrollo turístico de los lugares por los que nos lleva el Insignia en su quehacer de perseguir el Duero. Se saca una suerte de billete en el mostrador de la oficina y en la plaza la chica que guía convoca y reúne a los incautos, porque la hora y el calor no aconsejan una ruta así. La encargada de la visita es simpática, atenta, discreta. La bodega es toda una construcción impensable hacia abajo. Empinadas escaleras, prensas y cubas imposibles de meter ahí, por esas galerías. Más interés arquitectónico e histórico que vinatero. La plaza pasa por ser una de las más antiguas de España. Pero lo singular es que desde la calle pasa desapercibida. Nada hace pensar que dentro de esas paredes de una estrecha fachada haya un coso taurino. Apenas si se fija uno ve dos arcos de medio punto y en su lateral un hueco que en realidad son las taquillas. Como un tesoro escondido. Así que si no es por la visita guiada no nos enteramos de que pasando el arco se encuentra un ingenio de madera y adobe, en un patio largo y estrecho que enseña el exterior del anillo, con aljibes aun en uso, un patio de caballos, los toriles, un antiguo desolladero donde la gente de Toro podía ir a comprar la carne de los toros después de lidiados. Hay también una pequeña capilla con la virgen del Canto, que es la patrona de la ciudad.



Tiene cerca de doscientos años, con sus gradas de madera, en realidad largas vigas divididas en cortitos espacios numerados. Pasó por varias manos, hasta que la carcoma y los hierbajos se la fueron comiendo, hasta que el ayuntamiento la recuperó y rehabilitó corrales y chiqueros y las graderías y las barreras. Ahora es un Bien de Interés Cultural, como una especie de corral de comedias. Sus graderíos bajos, su inmenso redondel y sus balconcillos.

Otra particularidad de lugar tan disimulado es que comparte sitio, no espacio directo, con el teatro. A los terrenos de la plaza de toros se incorporó el teatro de la ciudad y su liceo, de manera que forman ambos espacios un conjunto único de la arquitectura popular en España. Donde había un corral de comedias y un antiguo salón de bailes, en la plaza San Francisco, hoy este curioso espacio que no se ve desde la calle y alguien tienes que decir que está ahí, tras el arco y la puerta cerrada.



Recorrimos la colegiata, los puentes, el paseo del Espolón, la torre del reloj, de nuevo la calle Corredera y junto a la puerta, ya en la Ronda Corredera, está la tienda de Uge. Una señora simpática que vende productos de la tierra, fruta, verduras, hortalizas. El local es amplio, abierto a la calle, lleno de colorido por los géneros que oferta. Proporciona tanto buena conversación como posibilidad de buen material gráfico. Pesa con romana, las paredes están llenas de carteles y de aperos antiguos. Se fija, y admira, en los ojos de mi compañera de viaje, admira y pondera su verdosa luz. Cuenta sus cuitas comerciales, la merma de viajeros y de clientes, el tiempo que lleva con la puerta de su comercio abierta. Le decimos que buscamos vino y dice que vayamos a la tienda de Manolo, que le digamos que nos ha mandado ella. Y el establecimiento de Manolo está volviendo a cruzar la muralla, en la misma calle Corredera. El dueño acepta de buen grado el recado de Uge porque tiene un surtido interesante de vinos de Toro y del Duero. Lo primero que hace es demandar presupuesto, que te quieres gastar, dice. Y entonces aconseja.



Vino y dulces va siento el mayor gasto que hacemos en este comercio de proximidad que procuramos practicar. Y son elementos que precisamente en estas tierras del Duero abunda y compiten en cada parada. Tortas, perrunillas, tartas, rosquillas y luego las firmas de cada vio que han lanzado al Duero en una especie de mina de oro, pastel grande del que todos quieren participar. La ribera es la denominación de Origen y el principio de de todo. Pero se van conquistan vaguadas y oteros, cada vez más lejos de la orilla, como si todo fuera rio, como si cualquier cacho de tierra se pudiera transformar en viña. Se observa una suerte de rebatiña, de pronto todos vinateros. Quizá sea una solución al vacío de estas tierras, pero no puede ser todo exquisito. La sugerencia de Manolo sí lo fue.

domingo, 23 de junio de 2024

13. Tordesillas

 

Retomamos el Duero hasta Tordesillas, también sobre un otero, y buscamos el hotel Real de Castilla, en las afueras, junto a la estación de autobuses. Un establecimiento algo antiguo, con una señora atareada como recepcionista y habitaciones amplias con azotea apropiada para improvisar una cena o un desayuno en la terraza del cuarto. Un buen lugar para organizar las siguientes paradas, para consultar mapas y textos y no olvidar ver todo lo que ofrece el pueblo del tratado y del toro de la Vega. El del monasterio de Santa Clara y la otra media docena de iglesias, y el de la Plaza mayor de los soportales, donde desembocan, cada una por debajo del balcón de sus casas solariegas, cuatro calles estrechas, Santa Maria, San Antón, San Pedro y San Antolín, que conforman un casco histórico rico: Comercios, bodegas, panaderías.

El paseo mañanero de cada una de las calles que penetran a la plaza cruzando el dintel, reconcilia con el movimiento, con la vida de un bullicio  poco habitual en estos lares abandonados. La calle transcurre sobre túneles largos, algunos convertidos en negocios. Una antigua familia vinatera tiene tienda ahí, ofrece productos relacionados con sus frutos, igual jabones que mermeladas que proponen un paseo guiado por sus sótanos.  Una panadería vecina hace los dulces que espera que se lleven los turistas que recorren la calle.



Esa actividad productiva, modernizada, ocurre en el centro, la plaza llena, afeada, de camiones de reponedores. Parece un misterio cómo han pasado por los dinteles ajustados de las calles que llegan pero suponen una bofetada sobre la estética medieval del lugar. Pero en el exterior, en las callejuelas, fuera del estricto casco viejo, de las estaciones y de la carretera que la circunvala, se repite la canción triste del Duero, sensación de abandono, sugerencia de ruina con los carteles con el letrero Se Vende. Son vegas fértiles, el rio las ha regado y las sigue regando, ha sembrado a lo largo de la historia iglesias, palacios, conventos y castillos que se resisten a caer, pero están condenados.

Evidentemente Tordesillas también tiene su puente medieval y sus miradores sobre el rio. Desde él se contempla el paso ancho, sosegado, ocre, del Duero, Eso, de frente, a la izquierda el monasterio, colosal, misterioso, taciturno, y el museo del Tratado y la maqueta del palacio donde Juana I de Castilla, la Loca, estuvo encerrada casi cincuenta años. Hay más muestras de otros palacios importantes de Castilla y León, aunque se nota el centralismo de Valladolid.



 Entrar en el espacio donde se firmó el tratado entre Castilla y Portugal, donde se repartían el mundo, el 7 de junio de 1494, entre Isabel y Fernando y el monarca portugués Juan II, impone. Aquellos encuentros, esos mapas, los salones fríos, las traiciones, las ambiciones.

La ciudad muestra no solo restos de historia, se empeñan en actuar sobre ella con orgullo participativo. Hay una ruta de murales, de arte urbano lo llaman, que suponen actuaciones de diferentes artistas en zonas abandonadas o perdidas. Una docena larga de pinturas y dibujos que por un lado recrean hechos y personajes históricos que actuaron, vivieron y tuvieron que ver con la población y por otro disfrutan de la participación de pintores, vecines comercios e instituciones. Cultura popular, arte comprometido, una forma verdadera de aportar soluciones a luchar contra el vacío.

El puente largo nos saca de Tordesillas y es el Duero el que nos lleva hacia Castronuño. Se dirige al sur, buscando la Reserva Natural de las Riberas de Castronuño-Vega del Duero, proponiendo un codo que casi se convierte en meandro. Un paraje natural, la presa del pantano de San Jose hace recular al rio y lo convierte en mar por un momento. Con las orillas llenas de aves que anidan y un sendero para caminar y descubrirlas.



Tuvo origen militar, de defensa, aprovechando esa curva pronunciada. Antes de llegar a ella paramos en la cuneta unos segundos, los suficientes para arrancas, es decir robar, un par de magnificas cabezas oscuras, llenas de pipas casi maduras, en un sembrado de girasol. Lo hice en la costa azul, en los campos de lavanda, lo repetí en la Alpujarra con los membrillos. Hay una cierta tensión, adrenalina, en parar el coche y meter rápidamente en el maletero un puñado de frutos, de mazorcas o de raíces. No deja de ser un hurto, pero atrae el tirón y las prisas del momento. A veces no es fácil parar y casi hay más peligro de multa de tráfico que de enfado del dueño del cultivo.

Bordea el rio un agradable y caluroso paseo entre almendros, álamos, negrillos y chopos. Desde el pueblo hasta la presa. Encima de él la silueta de la villa, cuidada, activa, sorprendentemente llena de gente haciendo cosas. Se ve que el humedal tiene vida y futuro, como si la naturaleza en este rincón contribuyera al desarrollo y a la fijación de población. Hay un pintor trabajando sobre un mural, una Casa de la Reserva Natural, una iglesia románica, miradores afortunados, el Parque de la Muela que sirve de área recreativa y anfiteatro para conciertos y actuaciones culturales, y centenares de bodegas horadadas al promontorio que acoge al lugar. Denuncian su presencia las múltiples chimeneas que aparecen en cada callen en cada ladera, frente a la iglesia. Todas parecen cuidadas con esmero. No se ve salir humo de ellas, pero revelan que cada casa tiene su bien organizado sótano, horadado a la tierra donde crían su vino y coronan con una bien diseñada salida para airear las profundidades. Sendas, casas rurales, ausencia de carteles anunciando ventas de casas o solares, son los signos de que estamos en un sitio que tiene presente y no tiene un futuro negro, como una excepción en estas tierras olvidadas.



sábado, 22 de junio de 2024

12. De la casona de Valbuena al meandro de Tudela

 

Ya de noche el Insignia nos lleva con eficacia a la Casona de Balbuena. Aunque es tarde nos esperan, que es tanto posada como cafetería y siempre hay a quien atender. Lo hacen con cordialidad y nos impresiono la casona, un edificio dicen que del siglo XVIII restaurado con sorprendentes techos de vigas de madera y escaleras y suelos de lo mismo, y arcones y lámparas y aperos de labranza y muebles recuperados de casa principal.

Muy recomendable para descansar, disfrutar el Duero y cavilar sobre las posibilidades de desarrollo, con imaginación y ayuda, que tiene toda la España vaciada de la que todos hablamos y tan pocas soluciones se aportan. El establecimiento logra maridar lo rústico con la elegancia, el silencio con el confort, la rehabilitación con el emprendimiento. El pueblo no es tan pequeño como parece, y también está vacío, pero tiene el Duero encima. El paseo matutino a la vera del rio, desde el pueblo hasta el Monasterio de Santa María de Valbuena son tres cuartos de hora caminando entre almendros, manzanos, perales, nogales y castaños. Una ronda vegetal tocando las aguas arcillosas del rio que discurre tranquilo y poderoso. Que propone una isla y a un sorprendente molino como otro atractivo posible en pueblo pequeño y solo.



El monasterio está exactamente en San Bernardo, fue cisterciense y es hoy un hotel de cinco estrellas que acoge bodas de postín de la gente bien de Valladolid y pertenece a la cadena hostelera Castilla Termal, la milla de oro de la ribera del Duero lo llaman y junta gastronomía y vinos y termas.

 La hora de comer impone buscar un sitio que propongan cosas ricas, pero en estos lares solitarios hay que tener en cuenta que no hay tantos sitios. Y los que hay igual está cerrados. Avanzamos por la carretera y pensamos que Quintanilla de Onésimo, el pueblo donde veraneaba Aznar y hacía sus reuniones con las juventudes del PP, podría ser un buen lugar para apaciguar nuestros estómagos, que ya son cerca de las tres. Es un mesón con apariencia de buena comida, ofrece menú del día, pero cierra a las 14, 30. La cocina cerrada y las mesas recogidas. Se impone recorrer el pueblo en busca de una casa rural que quizá estuviera abierta, eso nos ha dicho un vecino.



Por si no, seguimos a Sardón de Duero a intentarlo. Pero tampoco. Finalmente, en un área de descanso, bonita, agradable, improvisamos con alguna conserva y queso y fruta. Es un recurso que vamos desarrollando un poco por gusto y un mucho porque no parece quedar otro remedio, ya que en el camino del Duero los bares, los restaurantes, las tabernas, o no hay o están cerradas o no abren.

El rio nos lleva hasta Tudela de Duero y rodea la ciudad casi completamente, en un meandro increíbles, espectacular. Doble, hasta formar una S que se estrecha aún más en su segunda curva. La calle Cervantes que se cambia en calle Mayor parte el meandro por su mitad como si buscara la salida de ese ahorcamiento del rio a la ciudad. Cuando la calle Mayor sale del abrazo se transforma en avenida Valladolid.  Antes justo de que la calle Cervantes se convierta en Mayor se hace Plaza España y ahí, el centro, con la iglesia de la Asunción como referencia. Está abierta porque Charo tiene las llaves. Vive en Valladolid pero es del pueblo y participa en los ensayos del coro. A las cuatro de la tarde calurosa un grupo de mujeres se junta en el frescor de la iglesia a ensayar. Entusiasta de la música tanto como de las riquezas de la iglesia de su pueblo, Charo nos enseña con orgullo el rico retablo, las figuras de Juan de Juni. Va desde  Valladolid cada semana, los lunes, a su pueblo. Forma parte de la Asociación de  amas de casa que ensayan todas las semanas. Son casi dos docenas de mujeres que hacen ejercicios de voz, afinan las cuerdas vocales y cantan. Rodean al profesor de música en el centro de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Charo acompaña a los viajeros, les explica el espectacular retablo, las escenas de la Biblia, las imágenes de los apóstoles. Dice que muchos días se sienta en los escalones de piedra del fondo y se queda un rato mirando. También se encarga de abrir la iglesia. Entusiasta, sabe que las iglesias de los pueblos están cerradas y no hay modo de que los visitantes contemplen sus tesoros. Alguien tiene hacer esas labores.



Tudela de Duero es un pueblo grande y medio vacío, como casi todos los de la ribera. Abundan las casas cerradas, los carteles que anuncian su venta, las pareces con pintadas antiguas. En la mitad del día, y por la tarde, los bares, los restaurantes que no están cerrados por vacaciones o definitivamente están candados pero las sillas y las mesas de las terrazas están desplegadas. Como si hubieran hecho un alto para volver luego al mismo sitio. No se apilan ni se retiran mesas y sillas. Siguen desplegadas. Y en la mayoría de los sitios que cruza el Duero no hay donde comer. Ni tiendas de comestibles. Así que el viajero que improvisa, que no reserva ni prevé puede tener que recurrir a los frutos secos que tenga olvidados por su coche. Los bares tienen sus tapas, algunos, pero no cocina ni menú. Sin embargo, los paisanos no parecen perdonar ni aperitivo ni copa de vino vespertina. El ritmo, la soledad, los chopos, la hierba de las orillas, el aire detenido, el agua embarrada, parecen condicionar una realidad poco apacible. Muchos viejos y pocos jóvenes, unos y otros relacionados con los servicios. Un turismo de interior, coterráneo. Poca gente empleada, pero haciendo de todo, multiplicando las horas, conciliando amabilidad con dedicación más que exclusiva.



 En Tudela se ve el Duero en cada esquina asomando en el recodo infinito que lo rodea. Ahí se ha vuelto sinuoso como una serpiente inmensa que defiende y que no deja entrar en el pueblo a los enemigos.

Mira el Duero al norte antes de despeñarse hacia el sur, cerca de Simancas, pero solo para acercarse a recoger las aguas del Pisuerga. Así que visitamos el castillo y el archivo, que están en el mismo sitio, en esa inmensa fortaleza de piedra banca. El lugar donde quería el rey Abderramán II, en el siglo IX, que fueran siete de las cien doncellas que exigía como tributo. Y las jóvenes se cortaron las manos, de modo que el rey moro no las quiso. Y cada 6 de agosto se celebra el sacrificio de las doncella que con sus decisión provocaron que los nobles castellanos y el rey Ramiro se levantaran  y libraran la batalla de Clavijo. Un mural en relieve recuerda el episodio. Hoy buscan las doncellas con trajes medievales y música para recordar el hecho y el origen del nombre del pueblo: “si mancas me las dais…”

Hay mucha historia en las paredes de Simancas y en su castillo. Ahí estuvo preso y fue ejecutado el obispo de Zamora, Antonio de Acuña, quien tomò parte de la batalla de Villalar, con los Comuneros. Lo encerraron en la atalaya que ahora se conoce como la torre del obispo. Impone pasar el puente de entrada y contemplar las exposiciones de documentos, de cartas de reyes, de disposiciones manuscritas, Luego las calles estrechas van bajando y descubriendo edificios renacentistas, casonas armadas, escudos de piedra, hasta el puente medieval con sus diecisiete arcos.