La carretera, sinuosa, serpenteante, nos aleja un tramo de la frontera y del rio que sigue abriendo arribes. Hasta de Moncorvo. Pistas solitarias, un cuadro de bancales inverosímiles, sacados con años de trabajo al monte, un resultado de diseño. El Insignia subiendo y bajando por las revueltas vertiginosas, entre almendros, castaños y tierras cuidadas cultivadas, mimadas, responde. Hay una diferencia importante, al lado de España todo es abandono, desidia, pobreza. Al lado de Portugal hay terreno arreglado, florecido, cuidado. En un lado la dejadez, el pesimismo, en otro el tesón, el empeño y el resultado. Torre de Moncorvo es enmarañada, difícil de aparcar y de conducir. A la entrada está la oficina de turismo con una empleada entusiasta. Al principio un poco cortante, esquiva, pero luego se puso en modo fan de su tierra, de sus maravillas, que su ciudad era el centro de todo, de Braganza, pero también de Portugal y por tanto del mundo.
El hotelito también es
elemental, Casula se llama. Abre a las tres y lo regenta una chica argentina
que quiso ir a España y no logró papeles que sí le dieron en Portugal. A ella y
a su marido, y ahí están felices con su hija. Torre de Moncorvo es una ciudad
medieval llena de gatos felices, de frutales frondosos. Cerca esta Foz do
Sabor, donde se acerca el Duero para recoger las aguas del rio de tan dulce
nombre. Ha ido bajando, haciendo de frontera hasta que en Barca de Alba se
decide a correr definitivamente hacia el oeste, pero antes sube a formar un
meandro mágico en Foz do Sabor. SE juntan los dos ríos y forman una ensenada,
junto a una pradera grande y arbolada, con aguas tranquilas, una playa fluvial.
Tenía razón la empleada vehemente
de la oficina de turismo, desde Torre Moncorvo, su centro del mundo, se puede
alcanzar lugares encantadores de la tierra portuguesa del Douro, de los ríos
que lo nutren: Sabor, Foz, el Coa. Vila Nova de Foz tiene una calle grande y
ahí un restaurante donde proponen Febras, un plato que descubrió hace un montón
de años y que me ilusiono pedir, casi tanto como el postre, un flan de
almendras exquisito, Hay un museo y pinturas rupestres al final de barrancos de
vértigo a los que habría que acceder en jeep, no en el Insignia. Aunque si
asombroso es acceder al fondo de los barrancos no es menos ascender a las
laderas de cultivos imposibles. Un manto escalonado de casas y viñas. Sabrosa,
el pueblo de Magallanes, Alijo y su cooperativa de vinos, Vila Flor con un
concierto casi insufrible de pájaros en su plaza. Pueblos en bancales, blancos,
cuidados, hacendosos, en un paisaje montañoso del alto Douro.
El plan era dejar el Insignia
en Pozinho y seguir el Duero en el tren. Una calle, una estación antigua y unos
billetes. Lo mejor es sentarse en el lado izquierdo de la dirección de la
marcha. La vía es el camino más cercano al rio, al lado, no hay carretera que
se acerque más. La sensación es que navegas por el río. Avanza hacia los
viñedos escalonados, pasa por fincas y haciendas verdes, se encajona entre los
riscos, pasa por puentes de madera y de piedra que son obras de arte. Y junto a
la ventanilla del tren se contempla el Duero ancho, como un espejo al alcance
de la mano porque los raíles por momentos de acercan tanto a la orilla que lo
tocas. Se ven como una cierta disonancia los cruceros que lo navegan, como si
lo gentrificaran, como si llenaran de turistas un entorno que la naturaleza
había pensado y organizado justo para otra cosa, sin aglomeraciones, sin
ruidos, solo agua y tierra y árboles.
El mero enunciado de la
lista de los nombres de las estaciones que se vienen por delante ya es en sí mágica:
Pozinho, Freixo de Numao, Vesuvio, Vargelas, Ferradosa, Alegria, Tua, Pinhao,
Ferrao, Covelinhas, Ragua, Godim, Caldas de Modelo, Rede, Barqueiros, Porto de
Rei, Ermida, Mirao, Aregos, Mosteiro. Un
inventario de sitios con encanto que forman apeaderos sugerentes en el Valle
del Douro. Son tres horas y media y 15 euros de coste. El tren permite no solo
bajarse en alguna de las estaciones, estudiando bien los horarios del próximo
tren, moverse, inspeccionar las laderas cultivadas, las casas de las haciendas,
la vida alrededor de cada parada. Los viajeros son paisanos que van de un
pueblo a otro aprovechado la ruta de ferrocarril Linha do Douro o viajeros y
turistas que asombrados usan el mismo medio. El camino de hierro de Pocinho a Regua
es probablemente uno de los más bellos trayectos posibles en tren en Europa,
proporciona uno de los paisajes más asombrosos con sus terrazas de viñedos que
trepan laderas imposibles de abruptas montañas. Un festival de colores y de
diseño. Parece imposible haber labrado en esas alturas, líneas curvas,
paralelas, perfectas. Aprovechando la inclinación de los montes. En realidad,
una labor de rotulación de los sierras, de transformación, de adiestramiento
del paisaje.
Regua, Pinhao y Pocinho
son los tres puntos de referencia, para subir o para bajar, un quedarse un rato
en este viaje. Cada estación está decorada con paneles murales de azulejos que
tanto veremos en Portugal. Dibujo azul sobre fondo blando, imágenes del Douro serpenteando
entre montes, con trabajos en los viñedos, con escenas de bailes populares. El
único problema de los tres lugares es que a ratos están atestados de turistas.
Uno siempre quiere en exclusiva los sitios maravillosos, la globalización los
llena de coches, ferrys, cruceros, tiendas de recuerdos y de restaurantes, qué
se le va a hacer.
El recorrido merece la
pena, a pesar de los inconvenientes de las gentrificaciones. El paisaje
irrepetible, el Douro eterno, el ritmo del tren, los sonidos y los colores de
las estaciones por las que pasa
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