viernes, 28 de junio de 2024

17. Pozinho

 

La carretera, sinuosa, serpenteante, nos aleja un tramo de la frontera y del rio que sigue abriendo arribes. Hasta de Moncorvo. Pistas solitarias, un cuadro de bancales inverosímiles, sacados con años de trabajo al monte, un resultado de diseño. El Insignia subiendo y bajando por las revueltas vertiginosas, entre almendros, castaños y tierras cuidadas cultivadas, mimadas, responde. Hay una diferencia importante, al lado de España todo es abandono, desidia, pobreza. Al lado de Portugal hay terreno arreglado, florecido, cuidado. En un lado la dejadez, el pesimismo, en otro el tesón, el empeño y el resultado. Torre de Moncorvo es enmarañada, difícil de aparcar y de conducir. A la entrada está la oficina de turismo con una empleada entusiasta. Al principio un poco cortante, esquiva, pero luego se puso en modo fan de su tierra, de sus maravillas, que su ciudad era el centro de todo, de Braganza, pero también de Portugal y por tanto del mundo.



El hotelito también es elemental, Casula se llama. Abre a las tres y lo regenta una chica argentina que quiso ir a España y no logró papeles que sí le dieron en Portugal. A ella y a su marido, y ahí están felices con su hija. Torre de Moncorvo es una ciudad medieval llena de gatos felices, de frutales frondosos. Cerca esta Foz do Sabor, donde se acerca el Duero para recoger las aguas del rio de tan dulce nombre. Ha ido bajando, haciendo de frontera hasta que en Barca de Alba se decide a correr definitivamente hacia el oeste, pero antes sube a formar un meandro mágico en Foz do Sabor. SE juntan los dos ríos y forman una ensenada, junto a una pradera grande y arbolada, con aguas tranquilas, una playa fluvial.



Tenía razón la empleada vehemente de la oficina de turismo, desde Torre Moncorvo, su centro del mundo, se puede alcanzar lugares encantadores de la tierra portuguesa del Douro, de los ríos que lo nutren: Sabor, Foz, el Coa. Vila Nova de Foz tiene una calle grande y ahí un restaurante donde proponen Febras, un plato que descubrió hace un montón de años y que me ilusiono pedir, casi tanto como el postre, un flan de almendras exquisito, Hay un museo y pinturas rupestres al final de barrancos de vértigo a los que habría que acceder en jeep, no en el Insignia. Aunque si asombroso es acceder al fondo de los barrancos no es menos ascender a las laderas de cultivos imposibles. Un manto escalonado de casas y viñas. Sabrosa, el pueblo de Magallanes, Alijo y su cooperativa de vinos, Vila Flor con un concierto casi insufrible de pájaros en su plaza. Pueblos en bancales, blancos, cuidados, hacendosos, en un paisaje montañoso del alto Douro.

El plan era dejar el Insignia en Pozinho y seguir el Duero en el tren. Una calle, una estación antigua y unos billetes. Lo mejor es sentarse en el lado izquierdo de la dirección de la marcha. La vía es el camino más cercano al rio, al lado, no hay carretera que se acerque más. La sensación es que navegas por el río. Avanza hacia los viñedos escalonados, pasa por fincas y haciendas verdes, se encajona entre los riscos, pasa por puentes de madera y de piedra que son obras de arte. Y junto a la ventanilla del tren se contempla el Duero ancho, como un espejo al alcance de la mano porque los raíles por momentos de acercan tanto a la orilla que lo tocas. Se ven como una cierta disonancia los cruceros que lo navegan, como si lo gentrificaran, como si llenaran de turistas un entorno que la naturaleza había pensado y organizado justo para otra cosa, sin aglomeraciones, sin ruidos, solo agua y tierra y árboles.



El mero enunciado de la lista de los nombres de las estaciones que se vienen por delante ya es en sí mágica: Pozinho, Freixo de Numao, Vesuvio, Vargelas, Ferradosa, Alegria, Tua, Pinhao, Ferrao, Covelinhas, Ragua, Godim, Caldas de Modelo, Rede, Barqueiros, Porto de Rei, Ermida,  Mirao, Aregos, Mosteiro. Un inventario de sitios con encanto que forman apeaderos sugerentes en el Valle del Douro. Son tres horas y media y 15 euros de coste. El tren permite no solo bajarse en alguna de las estaciones, estudiando bien los horarios del próximo tren, moverse, inspeccionar las laderas cultivadas, las casas de las haciendas, la vida alrededor de cada parada. Los viajeros son paisanos que van de un pueblo a otro aprovechado la ruta de ferrocarril Linha do Douro o viajeros y turistas que asombrados usan el mismo medio. El camino de hierro de Pocinho a Regua es probablemente uno de los más bellos trayectos posibles en tren en Europa, proporciona uno de los paisajes más asombrosos con sus terrazas de viñedos que trepan laderas imposibles de abruptas montañas. Un festival de colores y de diseño. Parece imposible haber labrado en esas alturas, líneas curvas, paralelas, perfectas. Aprovechando la inclinación de los montes. En realidad, una labor de rotulación de los sierras, de transformación, de adiestramiento del paisaje.



Regua, Pinhao y Pocinho son los tres puntos de referencia, para subir o para bajar, un quedarse un rato en este viaje. Cada estación está decorada con paneles murales de azulejos que tanto veremos en Portugal. Dibujo azul sobre fondo blando, imágenes del Douro serpenteando entre montes, con trabajos en los viñedos, con escenas de bailes populares. El único problema de los tres lugares es que a ratos están atestados de turistas. Uno siempre quiere en exclusiva los sitios maravillosos, la globalización los llena de coches, ferrys, cruceros, tiendas de recuerdos y de restaurantes, qué se le va a hacer.

El recorrido merece la pena, a pesar de los inconvenientes de las gentrificaciones. El paisaje irrepetible, el Douro eterno, el ritmo del tren, los sonidos y los colores de las estaciones por las que pasa


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