1.
Rio
y pinares supone una ecuación con mucha magia en esas tierras de Soria vecinas
de la Rioja. Al sur de la sierra de Urbión y mirando la Cebollera el Duero se
ha hecho adulto y avanza visitando, o quizá formando, pueblos señoriales. Sus
casas recias, blasonadas, cuidadas, cerradas, atildadas con escudos nobiliarios,
denotan tanta soledad como historia. Pasa en Salduero, en Molinos de Duero, en
Vinuesa, tres lugares unidos por la historia, por la administración y por la
falta de cura. Ninguno tiene y lo comparten. Tres pueblos ricos en apariencia,
en fuentes, en humedales, en bosques, en maderas, en pastos. Pasear por sus
calles solitarias lleva a un pasado esplendoroso y a un presente cuidado, con
un cierto señorío y el propósito de disfrute de fin de semana. Los pontones
bien restaurados que cruzan el rio, las casas con blasones, los restos de un
puente romano que sigue en pie, la huella de una calzada romana, los palacios, los
soportales, las grandes chimeneas y la profusión de caserones.
Parece,
está escrito en carteles conmemorativos, que en Molinos de Duero se llegaron a
juntar en algún momento del siglo XVIII cerca de tres mil bueyes y más de
ochocientas carretas. Era el centro de la Real Compañía de Carreteros de
Burgos-Soria. A la entrada del pueblo tienen el monumento a la carreta. Una
inmensa viga tallada y protegida recuerda que allá por el 1753 fue el más
importante enclave de la carretería de España.
Claro,
las casas y los zaguanes que se encuentran en tan cuidado pueblo, y las solanas
y toda esa arquitectura recia y castellana estaban para la presencia en sus
calles de tantos animales de carga. Si bien en la actualidad es difícil
imaginar esa actividad carretera y vacuna paseando por sus calles anchas, acicaladas,
limpias, junto a sus construcciones restauradas. Como la Real Posada de la
Mesta, una joya arquitectónica construida en 1929, un caserón imponente que era
la casa del presidente de la poderosa asociación de carreteros de Burgos y
Soria. Edificio que nos habla de la potestad de tal corporación y de quien la
presidía. Y las estancias de los bueyes, de la paja, del grano, de los carros se
han convertido en restaurante, cafetería, sala de juegos y hotel. En verano,
como todos los pueblos, multiplican por diez, pero fuera de agosto no alcanza
los 150 molinarros. Pero debe tener mucho tirón turístico porque hay varias
casas rurales y dos hoteles y restaurantes, mucha oferta para pueblo tan
pequeño y tan poco habitado.
El
marco natural donde se encuentra Molinos, lamido por el Duero, a la sombra de
las cumbres y sobre el embalse de la Cuerda del Pozo, es envidiable. Como la
historia que se adivina en sus paredes, en su arquitectura, en el trazado de
sus calles. Igualmente se le adivina un pasado molinero, tanto por el hombre como
por las numerosas piedras de molino que se ven en sus calles desiertas. Cuesta hoy
imaginar el trasiego de bueyes y carretas y carpinteros y camineros que debió
haber en el siglo XVIII.
Tanto
Salduero como Molinos, desde su soledad, muestran con orgullo esa arquitectura
pinariega, sus casonas de amplios zaguanes, sus entradas con arco de medio
punto, sus blasones, sus balcones corridos de madera, las ventanas forjadas,
los patios. Están a un tiro de piedra, comparten bosques y laderas, riqueza
maderera, abundancia micológica, miradores y pasado rico. Los dos municipio
pinariegos se unen en un paseo de un kilometro que recorre los márgenes del Duero y también
comparten la ermita del Santo Cristo que se encuentra a mitad de camino entre
los dos.
Salduero
es más pequeño pero igual de empedradas sus calles. El rio se remansa y se
vuelve playa natural que los del lugar han bautizado con ingenio, el Bañadero.
La pasarela de piedras, una treintena iguales y alineadas, para pasar el río
merecen ser recorridas, como andar sobre las aguas de un lado a otro.
Cada pueblo de la ribera de este Duero nacido hace apenas veinte kilómetros propone rutas y miradores espectaculares. Montañeros, deportistas exigentes, naturalistas y turistas tienen la oportunidad de subir a los picos de Urbión, pasear por las orillas del Duero y recordar a Gerardo Diego o recorrer los márgenes del embalse de la Cuerda del Pozo: disfrutar la llamada playa de Soria o descubrir lo que queda de las ruinas de un pueblo anegado: La Muedra. Cada caminata está marcada por la cuerda de rocas que se eleva sobre los pinos y los robles, hasta el Portillo de la Campana; pistas forestales que acercan ermitas o llevan a la Piedra Andadera, una roca en particular equilibrio. Como el que propone la fila de pontones que permiten atravesar el rio de una orilla a otra. Hay una frase, “carreteros de Salduero, ingenieros de rutas”, como inscripción paradójica de la fuente pero que quizá define a los dos pueblos.
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