Zamora parece pequeña,
pero se extiende mucho. Su superficie, como sus méritos son mucho más de lo que
parece. Es ejemplo de ciudad invisible, si se repara en ella, si se fija uno,
si se tiene en cuenta, es como el cisne. Su historia, el papel que juega el
Duero, la hacen merecedora de mucha más atención. Por eso es sorpresa para
quien la visita. Tomamos un apartamento pensando que merecía la ciudad más de
un día y estaríamos más cómodos. Así fue, cómodos, pero equivocados por la idea
de creer en un sitio pequeño. Lo que está al otro lado de la agradable terraza
es el campo. Y comprobamos que quedaba lejos del centro. Así que de ciudad
pequeña nada. Se trata del barrio Cabañales, en la carretera a Salamanca. Es lo
que tiene fiarte de las indicaciones y publicidades que informan a medias o que
se fijan poco.
De modo que acercamos el
Insignia a la calle Entrepuentes y así acortamos los paseos y las distancias.
Las medidas son relativas, una caminata es saludable y apetecible, pero si vas
visitando ahorrarte veinte minutos es una estrategia. La calle que digo esta
justo entre el puente de hierro y el puente de Piedra. Y luego queda el puente
de los poetas, más allá del segundo, para cruzar un Duero espléndido, tranquilo,
poderoso. Acompaña un rumor de agua por las aceñas próximas. Las cantó Blas de
Otero, “… el cielo luminosamente rojo. Compañeros. Escribo de memoria lo que
tuve delante de mis ojos”. Luminoso el trasiego del agua, la propuesta peatonal
transitando la orilla, bajando a la aceña visitable, su molino restaurado, los
útiles y trabajos en el proceso de la molienda. Muy atractiva la literatura de
barrios bajos, el ambiente patibulario de los alrededores de los molinos y
lavaderos y curtidos. Una vida secreta que se defendía junto al río. Está bien
explicada en el artefacto que se conserva y se puede y debe visitar: los
oficios alrededor del rio, no solo la molienda, también los curtidos, los
lavaderos. Un micro mundo en el que se mezclaba la economía con la lucha por la
vida alrededor del agua. La actividad industrial que daba vida a la ciudad. Las
aceñas de Zamora tienen su azud, una represa que cruza el cauce del rio para
dirigir la corriente y conseguir un cauce constante. La más conocida, es la de
Olivares, tres molinos que ya estaba en pie en el medievo, la primera industria
zamorana.
En la catedral de San
Salvador impresiona porque está en el punto más alto de la ciudad, porque es pequeña,
aunque maciza, de modo que no pierde por eso un ápice de monumentalidad, y también
por su torre cuadrada. Estremece, más que por los grandes tapices o la riqueza
de los sagrarios o la de las puertas talladas, o las diferentes capillas, por los
pasos de Semana Santa aparcados en el interior. Unos frente a otros, trágicos,
sufrientes, parece una ceremonia detenida, a punto de echarse a andar y recién
detenidos. Hay una cunita del niño Jesús hecha con sortijas de oro y piedras
preciosas. Son miniaturas de valor, tallas grandiosas, la luz sobre la joya, la
oscuridad trascendente, las creaciones hiperrealistas paradas, como a punto de
echar a andar, de escapar. Estancadas en el tiempo, atrapadas por un duende
perverso.
Luego un largo paseo por los
alrededores del castillo, una fortaleza recia, por las esculturas de Salvador
Lobo, rotundas, un busto impresionante que no se acaba de ver, otro que no sale
de la piedra, un torso. Figuras urbanas, desnudos imponentes. Un artista más
reconocido en Europa que es su país y que en su tierra.
Luego seguimos la Rua de
los Notarios que lleva a la Rua de los Francos. Junto a la Plaza Viriato, antes
de llegar a la Plaza Mayor, en una terraza, cumplí mi apetencia gastronómica,
el arroz a la zamorana, completada con unas manitas de cerdo y una cuajada. Plato
antes humilde, campesino, a base de arroz y productos de la matanza del cerdo.
Hoy una exquisitez igual de contundente. Una comida disfrutona que tiene más de
siesta que de turismo. El café repara y da un cierto respiro. Así que vuelven
las fuerzas para recorrer las casas singulares modernistas, de grandes
familias, numeradas cada una para descubrirlas y admirarlas. Mantuvimos la
dirección para llegar a la puerta de Urraca, al límite del primer recinto
amurallado de la ciudad. Tiene y ha tenido más nombres, Puerta de San
Bartolomé, Puerta de Zambranos, Puerta de la Reina. Tiene dos fachadas
diferentes, el arco de entrada flaqueado por dos torreones unidos por una
cornisa superior. De la puerta al teatro municipal, con una cartelera cumplida
y luego acompañamos al Duero, imponente, desde el puente de hierro al de piedra,
un paseo apacible, un lujo que pocas ciudades se pueden permitir, y un río
poderoso.
El camino, el arroz o el
tiempo lleva al agotamiento y a la necesidad de buscar resuello en el
apartamento alejado. Antes hubo que llenar de combustible al Insignia sediento.
Y después, como la tarea de cada noche, ponerme a buscar qué hotel tocaría al
día siguiente. Será en Fermoselle. Reservo y a la hora de pagar compruebo que
no tengo la tarjeta. ¿La habré perdido, la olvide en alguna parte? No queda
otra que anularla temporalmente. Resulta que me la había dejado en la
gasolinera. La tenía el de seguridad del centro comercial, que me la entrega
tras preguntarme el nombre. Y después entre los dos ayudamos a levantarse a una
señora que se ha caído.
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