Ya de noche el Insignia
nos lleva con eficacia a la Casona de Balbuena. Aunque es tarde nos esperan,
que es tanto posada como cafetería y siempre hay a quien atender. Lo hacen con
cordialidad y nos impresiono la casona, un edificio dicen que del siglo XVIII
restaurado con sorprendentes techos de vigas de madera y escaleras y suelos de
lo mismo, y arcones y lámparas y aperos de labranza y muebles recuperados de
casa principal.
Muy recomendable para
descansar, disfrutar el Duero y cavilar sobre las posibilidades de desarrollo,
con imaginación y ayuda, que tiene toda la España vaciada de la que todos
hablamos y tan pocas soluciones se aportan. El establecimiento logra maridar lo
rústico con la elegancia, el silencio con el confort, la rehabilitación con el
emprendimiento. El pueblo no es tan pequeño como parece, y también está vacío,
pero tiene el Duero encima. El paseo matutino a la vera del rio, desde el
pueblo hasta el Monasterio de Santa María de Valbuena son tres cuartos de hora caminando
entre almendros, manzanos, perales, nogales y castaños. Una ronda vegetal
tocando las aguas arcillosas del rio que discurre tranquilo y poderoso. Que propone
una isla y a un sorprendente molino como otro atractivo posible en pueblo
pequeño y solo.
El monasterio está exactamente
en San Bernardo, fue cisterciense y es hoy un hotel de cinco estrellas que
acoge bodas de postín de la gente bien de Valladolid y pertenece a la cadena
hostelera Castilla Termal, la milla de oro de la ribera del Duero lo llaman y
junta gastronomía y vinos y termas.
La hora de comer impone buscar un sitio que propongan
cosas ricas, pero en estos lares solitarios hay que tener en cuenta que no hay
tantos sitios. Y los que hay igual está cerrados. Avanzamos por la carretera y
pensamos que Quintanilla de Onésimo, el pueblo donde veraneaba Aznar y hacía
sus reuniones con las juventudes del PP, podría ser un buen lugar para
apaciguar nuestros estómagos, que ya son cerca de las tres. Es un mesón con
apariencia de buena comida, ofrece menú del día, pero cierra a las 14, 30. La
cocina cerrada y las mesas recogidas. Se impone recorrer el pueblo en busca de
una casa rural que quizá estuviera abierta, eso nos ha dicho un vecino.
Por si no, seguimos a Sardón
de Duero a intentarlo. Pero tampoco. Finalmente, en un área de descanso,
bonita, agradable, improvisamos con alguna conserva y queso y fruta. Es un
recurso que vamos desarrollando un poco por gusto y un mucho porque no parece
quedar otro remedio, ya que en el camino del Duero los bares, los restaurantes,
las tabernas, o no hay o están cerradas o no abren.
El rio nos lleva hasta Tudela
de Duero y rodea la ciudad casi completamente, en un meandro increíbles, espectacular.
Doble, hasta formar una S que se estrecha aún más en su segunda curva. La calle
Cervantes que se cambia en calle Mayor parte el meandro por su mitad como si
buscara la salida de ese ahorcamiento del rio a la ciudad. Cuando la calle
Mayor sale del abrazo se transforma en avenida Valladolid. Antes justo de que la calle Cervantes se
convierta en Mayor se hace Plaza España y ahí, el centro, con la iglesia de la Asunción
como referencia. Está abierta porque Charo tiene las llaves. Vive en Valladolid
pero es del pueblo y participa en los ensayos del coro. A las cuatro de la
tarde calurosa un grupo de mujeres se junta en el frescor de la iglesia a
ensayar. Entusiasta de la música tanto como de las riquezas de la iglesia de su
pueblo, Charo nos enseña con orgullo el rico retablo, las figuras de Juan de
Juni. Va desde Valladolid cada semana, los lunes, a su
pueblo. Forma parte de la Asociación de amas de casa que ensayan
todas las semanas. Son casi dos docenas de mujeres que hacen ejercicios de voz,
afinan las cuerdas vocales y cantan. Rodean al profesor de música en el centro
de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Charo acompaña a los viajeros,
les explica el espectacular retablo, las escenas de la Biblia, las imágenes de
los apóstoles. Dice que muchos días se sienta en los escalones de piedra del
fondo y se queda un rato mirando. También se encarga de abrir la iglesia.
Entusiasta, sabe que las iglesias de los pueblos están cerradas y no hay modo
de que los visitantes contemplen sus tesoros. Alguien tiene hacer esas labores.
Tudela de
Duero es un pueblo grande y medio vacío, como casi todos los de la ribera.
Abundan las casas cerradas, los carteles que anuncian su venta, las pareces con
pintadas antiguas. En la mitad del día, y por la tarde, los bares, los
restaurantes que no están cerrados por vacaciones o definitivamente están
candados pero las sillas y las mesas de las terrazas están desplegadas. Como si
hubieran hecho un alto para volver luego al mismo sitio. No se apilan ni se
retiran mesas y sillas. Siguen desplegadas. Y en la mayoría de los sitios que
cruza el Duero no hay donde comer. Ni tiendas de comestibles. Así que el
viajero que improvisa, que no reserva ni prevé puede tener que recurrir a los
frutos secos que tenga olvidados por su coche. Los bares tienen sus tapas,
algunos, pero no cocina ni menú. Sin embargo, los paisanos no parecen perdonar
ni aperitivo ni copa de vino vespertina. El ritmo, la soledad, los chopos, la
hierba de las orillas, el aire detenido, el agua embarrada, parecen condicionar
una realidad poco apacible. Muchos viejos y pocos jóvenes, unos y otros
relacionados con los servicios. Un turismo de interior, coterráneo. Poca gente empleada,
pero haciendo de todo, multiplicando las horas, conciliando amabilidad con
dedicación más que exclusiva.
En Tudela se ve el Duero en cada esquina asomando
en el recodo infinito que lo rodea. Ahí se ha vuelto sinuoso como una serpiente
inmensa que defiende y que no deja entrar en el pueblo a los enemigos.
Mira el Duero al norte
antes de despeñarse hacia el sur, cerca de Simancas, pero solo para acercarse a
recoger las aguas del Pisuerga. Así que visitamos el castillo y el archivo, que
están en el mismo sitio, en esa inmensa fortaleza de piedra banca. El lugar
donde quería el rey Abderramán II, en el siglo IX, que fueran siete de las cien
doncellas que exigía como tributo. Y las jóvenes se cortaron las manos, de modo
que el rey moro no las quiso. Y cada 6 de agosto se celebra el sacrificio de
las doncella que con sus decisión provocaron que los nobles castellanos y el
rey Ramiro se levantaran y libraran la
batalla de Clavijo. Un mural en relieve recuerda el episodio. Hoy buscan las
doncellas con trajes medievales y música para recordar el hecho y el origen del
nombre del pueblo: “si mancas me las dais…”
Hay mucha historia en las
paredes de Simancas y en su castillo. Ahí estuvo preso y fue ejecutado el
obispo de Zamora, Antonio de Acuña, quien tomò parte de la batalla de Villalar,
con los Comuneros. Lo encerraron en la atalaya que ahora se conoce como la
torre del obispo. Impone pasar el puente de entrada y contemplar las
exposiciones de documentos, de cartas de reyes, de disposiciones manuscritas,
Luego las calles estrechas van bajando y descubriendo edificios renacentistas,
casonas armadas, escudos de piedra, hasta el puente medieval con sus diecisiete
arcos.
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