Tras el descubrimiento de Covaleda y el jolgorio de las mujeres preparando sus papeles para representar la tragedia del incendio, vuelta al Torreblanca como observatorio. El dueño y regente estuvo en Madrid, estudiando y trabajando, pero decidió volver al pueblo. La España vaciada encuentra algún caso así, emigraron, buscaron, y años después vuelven. Pero estos son pocos. Con la emigración de los años duros del pasado siglo si que algunos volvían con lo ahorrado tras muchos años de esfuerzos y privaciones: compraban un terreno o hacán una casita en su pueblo. El caso de Miguel es distinto, tenía donde poner el negocio de hostelería y no cambia Duruelo por nada. No echa de menos una gran ciudad, aquí lo tiene todo. Abre su restaurante solo los fines de semana y en las fiestas. Dice que no nos podemos perder la pingada e indica cómo llegar al mirador de Cabeza Alta, una esplanada sobre el mar de pinares, la cima más alta de la sierra de Resomo, 1.500 metros, justo enfrente del mirador de Castroviejo. No es difícil llegar porque una pista sale a la izquierda de la carretera que une Duruelo y Regumiel Corona una estructura de hierro y madera, acristalada en la cúspide, desde la que miran los guardas forestales, torre de vigilancia contra el fuego. En su base, sobre un pedestal de piedra, un monumento: una escultura de madera de más de cuatro metros de altura. El artista Abel de Vicente, con su motosierra, esculpió la figura de un leñador, con su gran serrón apoyado en su hombro izquierdo. La panorámica es extraordinaria, delante una buena parte del Sistema Ibérico, la sierra de Urbión y la sierra Cebollera; debajo, en el valle metidos entre los pinos, a vista de pájaro, se pueden identificar Duruelo y Covaleda. Un punto de observación impresionante, un espectáculo verde que promete sendas, paseos, misterio y descubrimientos.
La pingada del mayo es el
punto de inicio de las fiestas y parece que ese alzamiento del gran pino que se
repite en varios pueblos de la comarca. El mayo no es el mes, es el pino albar
sano y frondoso. La plaza de la panadería está poblada de colores desde primera
hora. Amarillos, rosas, azules, verdes, rojos, las identificaciones de las
diferentes peñas que llenan la espaciosa plaza sin hacer mucho caso a la
charanga. Su atención está puesta en la llegada de un ejemplar de 23 metros,
despojado de ramas salvo el mechón de la punta, que piensan clavar en el
centro. Es trabajo delicado, colaborativo y festivo. Hay un hueco cuadro hecho
hace mucho, adecuado, en el suelo, donde tendrá que clavarse el pino. Con una
motosierra quitan los laterales de la base para lograr una cuadratura apropiad
del tronco hermoso. Largos palos, atados a pares en forma de tijera, como
percha, de palanca, sujetados por mozos y mozas van elevando el mayo despacio,
golpe a golpe. Conseguir la verticalidad
es complejo, hay que servirse de maromas, horquillas, cuñas, a veces escaleras.
Un empeño colectivo tiene que ser organizado, dirigido con experiencia. De eso
se encarga un grupo de Vinuesa. Son especialistas y los llaman de todos los
pueblos para que lo hagan, incluido el suyo, claro. Van todos con camiseta
amarilla, comandados por un hombre flaco y moreno que suda para manejar la
motosierra, para dirigir y medir la fuerza de los jóvenes y para calcular los
empujes de las vigas que levantan. Es Juan, y una mujer callada, atenta, la ofrece
de vez en cuando una botella de agua fresca. El echa un trago o se la tira por cabeza
y cuello. Es su esposa. Atenta a lo que hace, a lo que necesita, ajena a lo que
está dirigiendo. La plaza llena de gente, la charanga callada, expectante, y
los aplausos rompen a cada empellón.
“Arriba el mayo”, dice Juan
a cada impulso ajustándose su boina. “Viva el mayo”, celebra la plaza atestada.
Un tirón y se coloca la pértica un poco más arriba para conseguir otro preciso avanza.
Es cuestión de precisión, de fuerza y del tino del director de orquesta que se
acerca a las filas de mirones y de ella sale la mano de la mujer para ofrecerle
el agua fresca.
El mayo estaba en el suelo, horizontal, largo e inabarcable, y lo van levantando entre los jóvenes, con las indicaciones de Juan hasta dejarlo vertical. En dos horas de trabajo colectivo queda así clavado el pino, entre aplausos y cohetes y los músicos, entonces sí, se arrancan a tocar, señoreando las fiestas, con sus banderas en lo alto de sus 23 metros largos, hasta que estas terminan. Luego se convierte en madera y lo que se saca de su venta se reparte entre las peñas de mozos y mozas, a razón de tres por dos. Tres a los primeros y dos a las segundas. Con eso pagan fiestas y comidas. Antes era todo para ellos, debían pensar que ellas no tenían peñas. Dice un señor mayor que poco a poco se va equiparando.
La tradición es antigua y
no exclusiva de la comarca de Pinares. Tiene que ver con la llegada de la
primavera, con la fertilidad de la tierra y con las fiestas patronales. En unos
sitios pingan el mayo en mayo, otros como Duruelo en septiembre. Siempre se
buscó el mayo más alto para sorprender o para asombrar a los forasteros, lo elegían
los mozos y lo talaban, ahora al ser donación municipal, lo busca la
corporación. También antes bajaban el ejemplar en carretas de bueyes, hoy lo
trae un tractor gigante, una de esas maquinas que la tecnología ha inventado como
en un viaje al futuro.
La camarera del hotel la Muedra, en Vinuesa, es de Duruelo. Sirve la comida, atiende a la recepción y no se apura de que se haga la tarde. Confía en llegar a la comilona que tiene preparada su peña. La encargan en los restaurantes y la comen en la peña entre risas y música.
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