viernes, 7 de junio de 2024

1. Duruelo de la sierra, el primer pueblo del Duero

 

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Estaba reservada una noche en el Torreblanca por tener un sitio al que llegar. Y el establecimiento resulta una metáfora de la tierra vacía: está en la carretera principal, hay un cartel grande que lo anuncia, pero nadie recibe. El restaurante solo lo abren sábados y domingos, y es lunes. Un código enviado por correo electrónico abre la puerta del edificio, amplio y blanco, la de la escalera de acceso al alojamiento, estrecha, y la de la habitación correspondiente. Un espacio justito, funcional, con un baño aún más justo y media bañera peligrosa. Nada distinto, esperable, a lo contratado desde la web.

A Duruelo se llega desde Covaleda por la Avenida del Duero, que cambia su nombre por calle Nicolas Asenjo, justo donde está el hostal, y es la vía principal que atraviesa el pueblo y conduce a la plaza Alejandra Soria, donde está la oficina de turismo. Pero está cerrada. Ni en la delegación ni fuera de ella hay a quien preguntar.  Tampoco en el ayuntamiento. Delante de él, en la plaza la Cuarta Puebla, cuatro adolescentes dan patadas a un balón. No se pasan la pelota, aparentemente no hay reglas ni plan. Sí hay una pelota medio inflada a la que golpean con fuerza. Así que quizá el procedimiento sea ver quien la manda más lejos o más alto. Pasa un hombre con un mono azul empujando un carretillo. Trabaja de manera indirecta para el municipio, explica que está en obras el Ayuntamiento y por eso está todo cerrado y nos habla con entusiasmo del mirador de Castroviejo y de la Cueva Serena.   Se encarga con amabilidad de indicar cómo se llega.

Una pista, que bordea el pueblo tras pasar un aserradero y las piscinas municipales, lleva al paraje de rocas imposibles, como gigantes caprichosos reunidos, ensimismados, del mirador Castroviejo. Unos siete kilómetros de subida hasta llegar, por medio del bosque frondoso, hasta un aparcamiento de tierra. Una esplanada grande aparece entre los pinos, se trata de la entrada a una floresta de pedruscos impresionantes. Una pradera verde sembrada de piedras colosales, como sarpullidos enormes que le han salido a la tierra para formar una ciudad rara, encantada, fantástica. Hay mesas para los turistas y viajeros y un mirador de madera que se encarama por encima del bosque rocoso, sobre la ciudad encantada. Muy empinado hasta el vértigo, construido sobre las crestas de los gigantes de granito. Desde ahí arriba se ofrece una panorámica espectacular: por debajo de ese mirador de madera y metal se ve toda la Comarca de Pinares, una sucesión de pinos, praderas y pueblos. Duruelo, Covaleda, Regumiel, Quintanar, Canicosa, Navaleno. Hasta donde alcanza la vista una panorámica rica de pinos y pastizales. Abajo, entre los pedruscos, trascurren pasadizos, riachuelos, cuevas y abismos. Un lugar para mirar, para oír el silencio, para detener el tiempo.





Hay carteles en cada cruce de caminos, que este enclave soriano está bien señalizado, así que empezamos a caminar por una pista de tierra, empinada, frente al aparcamiento de Castroviejo, al otro lado de la carretera que se ensancha para permitir un amplio aparcamiento. La idea de llegar a ver lo que muestra esa curva terminada en cuesta, que no hace más que alejar y llevar a una nueva rampa. emboba. Una rampa lleva con esfuerzo a otra porque estamos en el Sistema Ibérico, entre sierras y repechos. La pista nos lleva al Raso de la Cespedilla. Allí un cruce de sendas indica la opción de volver hacia Castroviejo y otra, menos transitable, a la cueva Serena. Hay pintadas amarillas que van guiando. La bajada es abrupta y no hay camino claro, se cruzan arroyuelos y árboles podridos pero la búsqueda del brochazo amarillo ayuda y cautiva. Y buscando la cueva tropezamos con una cuerda larga que se va elevando desde el suelo hasta la cima de otro gigante de granito. Una suerte de tirolina que forma parte de la Via Ferrata, una propuesta deportiva de este rincón soriano.

Las pinceladas gualdas dejadas en las cortezas de los pinos conducen, no sin esfuerzo en la pronunciada bajada, a la cueva Serena que es más un abrigo profundo que una gruta. Una suave cortina de agua la cierra y tiene magia mirar el bosque desde dentro a través de la cascada, tanto como adivinar el misterio que oculta ese tapiz líquido. El espacio que invita a quedarse y dejarse arrullar por el murmullo de ese chorro tranquilo. La pista asfaltada que lleva al aparcamiento o a Duruelo ya está cerca tras esa bajada pronunciada. La noche se ha ido echando encima con el embrujo de la cueva y los gigantes de piedra. Regresando, se comprueba que por las calles del pueblo hay tanta gente como por el día: nadie. Un par de bares vacíos, el mercado cerrado, un bazar chino abierto como única oportunidad comercial, y el Duero recién nacido como testigo de tanta soledad.



Duruelo no es un pueblo pequeño, tiene unos 1300 habitantes, pero no salen o están fuera trabajando. Se reservan para la fiesta y no falta nadie la mañana de Pingar el Mayo.

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