domingo, 23 de junio de 2024

13. Tordesillas

 

Retomamos el Duero hasta Tordesillas, también sobre un otero, y buscamos el hotel Real de Castilla, en las afueras, junto a la estación de autobuses. Un establecimiento algo antiguo, con una señora atareada como recepcionista y habitaciones amplias con azotea apropiada para improvisar una cena o un desayuno en la terraza del cuarto. Un buen lugar para organizar las siguientes paradas, para consultar mapas y textos y no olvidar ver todo lo que ofrece el pueblo del tratado y del toro de la Vega. El del monasterio de Santa Clara y la otra media docena de iglesias, y el de la Plaza mayor de los soportales, donde desembocan, cada una por debajo del balcón de sus casas solariegas, cuatro calles estrechas, Santa Maria, San Antón, San Pedro y San Antolín, que conforman un casco histórico rico: Comercios, bodegas, panaderías.

El paseo mañanero de cada una de las calles que penetran a la plaza cruzando el dintel, reconcilia con el movimiento, con la vida de un bullicio  poco habitual en estos lares abandonados. La calle transcurre sobre túneles largos, algunos convertidos en negocios. Una antigua familia vinatera tiene tienda ahí, ofrece productos relacionados con sus frutos, igual jabones que mermeladas que proponen un paseo guiado por sus sótanos.  Una panadería vecina hace los dulces que espera que se lleven los turistas que recorren la calle.



Esa actividad productiva, modernizada, ocurre en el centro, la plaza llena, afeada, de camiones de reponedores. Parece un misterio cómo han pasado por los dinteles ajustados de las calles que llegan pero suponen una bofetada sobre la estética medieval del lugar. Pero en el exterior, en las callejuelas, fuera del estricto casco viejo, de las estaciones y de la carretera que la circunvala, se repite la canción triste del Duero, sensación de abandono, sugerencia de ruina con los carteles con el letrero Se Vende. Son vegas fértiles, el rio las ha regado y las sigue regando, ha sembrado a lo largo de la historia iglesias, palacios, conventos y castillos que se resisten a caer, pero están condenados.

Evidentemente Tordesillas también tiene su puente medieval y sus miradores sobre el rio. Desde él se contempla el paso ancho, sosegado, ocre, del Duero, Eso, de frente, a la izquierda el monasterio, colosal, misterioso, taciturno, y el museo del Tratado y la maqueta del palacio donde Juana I de Castilla, la Loca, estuvo encerrada casi cincuenta años. Hay más muestras de otros palacios importantes de Castilla y León, aunque se nota el centralismo de Valladolid.



 Entrar en el espacio donde se firmó el tratado entre Castilla y Portugal, donde se repartían el mundo, el 7 de junio de 1494, entre Isabel y Fernando y el monarca portugués Juan II, impone. Aquellos encuentros, esos mapas, los salones fríos, las traiciones, las ambiciones.

La ciudad muestra no solo restos de historia, se empeñan en actuar sobre ella con orgullo participativo. Hay una ruta de murales, de arte urbano lo llaman, que suponen actuaciones de diferentes artistas en zonas abandonadas o perdidas. Una docena larga de pinturas y dibujos que por un lado recrean hechos y personajes históricos que actuaron, vivieron y tuvieron que ver con la población y por otro disfrutan de la participación de pintores, vecines comercios e instituciones. Cultura popular, arte comprometido, una forma verdadera de aportar soluciones a luchar contra el vacío.

El puente largo nos saca de Tordesillas y es el Duero el que nos lleva hacia Castronuño. Se dirige al sur, buscando la Reserva Natural de las Riberas de Castronuño-Vega del Duero, proponiendo un codo que casi se convierte en meandro. Un paraje natural, la presa del pantano de San Jose hace recular al rio y lo convierte en mar por un momento. Con las orillas llenas de aves que anidan y un sendero para caminar y descubrirlas.



Tuvo origen militar, de defensa, aprovechando esa curva pronunciada. Antes de llegar a ella paramos en la cuneta unos segundos, los suficientes para arrancas, es decir robar, un par de magnificas cabezas oscuras, llenas de pipas casi maduras, en un sembrado de girasol. Lo hice en la costa azul, en los campos de lavanda, lo repetí en la Alpujarra con los membrillos. Hay una cierta tensión, adrenalina, en parar el coche y meter rápidamente en el maletero un puñado de frutos, de mazorcas o de raíces. No deja de ser un hurto, pero atrae el tirón y las prisas del momento. A veces no es fácil parar y casi hay más peligro de multa de tráfico que de enfado del dueño del cultivo.

Bordea el rio un agradable y caluroso paseo entre almendros, álamos, negrillos y chopos. Desde el pueblo hasta la presa. Encima de él la silueta de la villa, cuidada, activa, sorprendentemente llena de gente haciendo cosas. Se ve que el humedal tiene vida y futuro, como si la naturaleza en este rincón contribuyera al desarrollo y a la fijación de población. Hay un pintor trabajando sobre un mural, una Casa de la Reserva Natural, una iglesia románica, miradores afortunados, el Parque de la Muela que sirve de área recreativa y anfiteatro para conciertos y actuaciones culturales, y centenares de bodegas horadadas al promontorio que acoge al lugar. Denuncian su presencia las múltiples chimeneas que aparecen en cada callen en cada ladera, frente a la iglesia. Todas parecen cuidadas con esmero. No se ve salir humo de ellas, pero revelan que cada casa tiene su bien organizado sótano, horadado a la tierra donde crían su vino y coronan con una bien diseñada salida para airear las profundidades. Sendas, casas rurales, ausencia de carteles anunciando ventas de casas o solares, son los signos de que estamos en un sitio que tiene presente y no tiene un futuro negro, como una excepción en estas tierras olvidadas.



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