Retomamos el Duero hasta
Tordesillas, también sobre un otero, y buscamos el hotel Real de Castilla, en
las afueras, junto a la estación de autobuses. Un establecimiento algo antiguo,
con una señora atareada como recepcionista y habitaciones amplias con azotea
apropiada para improvisar una cena o un desayuno en la terraza del cuarto. Un
buen lugar para organizar las siguientes paradas, para consultar mapas y textos
y no olvidar ver todo lo que ofrece el pueblo del tratado y del toro de la
Vega. El del monasterio de Santa Clara y la otra media docena de iglesias, y el
de la Plaza mayor de los soportales, donde desembocan, cada una por debajo del
balcón de sus casas solariegas, cuatro calles estrechas, Santa Maria, San
Antón, San Pedro y San Antolín, que conforman un casco histórico rico: Comercios,
bodegas, panaderías.
El paseo mañanero de cada
una de las calles que penetran a la plaza cruzando el dintel, reconcilia con el
movimiento, con la vida de un bullicio poco habitual en estos lares abandonados. La
calle transcurre sobre túneles largos, algunos convertidos en negocios. Una
antigua familia vinatera tiene tienda ahí, ofrece productos relacionados con
sus frutos, igual jabones que mermeladas que proponen un paseo guiado por sus
sótanos. Una panadería vecina hace los
dulces que espera que se lleven los turistas que recorren la calle.
Esa actividad productiva,
modernizada, ocurre en el centro, la plaza llena, afeada, de camiones de
reponedores. Parece un misterio cómo han pasado por los dinteles ajustados de
las calles que llegan pero suponen una bofetada sobre la estética medieval del
lugar. Pero en el exterior, en las callejuelas, fuera del estricto casco viejo,
de las estaciones y de la carretera que la circunvala, se repite la canción
triste del Duero, sensación de abandono, sugerencia de ruina con los carteles
con el letrero Se Vende. Son vegas fértiles, el rio las ha regado y las sigue
regando, ha sembrado a lo largo de la historia iglesias, palacios, conventos y
castillos que se resisten a caer, pero están condenados.
Evidentemente Tordesillas
también tiene su puente medieval y sus miradores sobre el rio. Desde él se
contempla el paso ancho, sosegado, ocre, del Duero, Eso, de frente, a la
izquierda el monasterio, colosal, misterioso, taciturno, y el museo del Tratado
y la maqueta del palacio donde Juana I de Castilla, la Loca, estuvo encerrada
casi cincuenta años. Hay más muestras de otros palacios importantes de Castilla
y León, aunque se nota el centralismo de Valladolid.
Entrar en el espacio donde se firmó el tratado
entre Castilla y Portugal, donde se repartían el mundo, el 7 de junio de 1494,
entre Isabel y Fernando y el monarca portugués Juan II, impone. Aquellos
encuentros, esos mapas, los salones fríos, las traiciones, las ambiciones.
La ciudad muestra no solo
restos de historia, se empeñan en actuar sobre ella con orgullo participativo.
Hay una ruta de murales, de arte urbano lo llaman, que suponen actuaciones de
diferentes artistas en zonas abandonadas o perdidas. Una docena larga de
pinturas y dibujos que por un lado recrean hechos y personajes históricos que
actuaron, vivieron y tuvieron que ver con la población y por otro disfrutan de la
participación de pintores, vecines comercios e instituciones. Cultura popular,
arte comprometido, una forma verdadera de aportar soluciones a luchar contra el
vacío.
El puente largo nos saca
de Tordesillas y es el Duero el que nos lleva hacia Castronuño. Se dirige al
sur, buscando la Reserva Natural de las Riberas de Castronuño-Vega del Duero,
proponiendo un codo que casi se convierte en meandro. Un paraje natural, la
presa del pantano de San Jose hace recular al rio y lo convierte en mar por un
momento. Con las orillas llenas de aves que anidan y un sendero para caminar y
descubrirlas.
Tuvo origen militar, de
defensa, aprovechando esa curva pronunciada. Antes de llegar a ella paramos en
la cuneta unos segundos, los suficientes para arrancas, es decir robar, un par
de magnificas cabezas oscuras, llenas de pipas casi maduras, en un sembrado de
girasol. Lo hice en la costa azul, en los campos de lavanda, lo repetí en la
Alpujarra con los membrillos. Hay una cierta tensión, adrenalina, en parar el
coche y meter rápidamente en el maletero un puñado de frutos, de mazorcas o de
raíces. No deja de ser un hurto, pero atrae el tirón y las prisas del momento.
A veces no es fácil parar y casi hay más peligro de multa de tráfico que de
enfado del dueño del cultivo.
Bordea el rio un
agradable y caluroso paseo entre almendros, álamos, negrillos y chopos. Desde
el pueblo hasta la presa. Encima de él la silueta de la villa, cuidada, activa,
sorprendentemente llena de gente haciendo cosas. Se ve que el humedal tiene
vida y futuro, como si la naturaleza en este rincón contribuyera al desarrollo
y a la fijación de población. Hay un pintor trabajando sobre un mural, una Casa
de la Reserva Natural, una iglesia románica, miradores afortunados, el Parque
de la Muela que sirve de área recreativa y anfiteatro para conciertos y
actuaciones culturales, y centenares de bodegas horadadas al promontorio que
acoge al lugar. Denuncian su presencia las múltiples chimeneas que aparecen en
cada callen en cada ladera, frente a la iglesia. Todas parecen cuidadas con
esmero. No se ve salir humo de ellas, pero revelan que cada casa tiene su bien
organizado sótano, horadado a la tierra donde crían su vino y coronan con una
bien diseñada salida para airear las profundidades. Sendas, casas rurales,
ausencia de carteles anunciando ventas de casas o solares, son los signos de
que estamos en un sitio que tiene presente y no tiene un futuro negro, como una
excepción en estas tierras olvidadas.
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