No es fácil encontrar
donde comer en el viaje por el Duero. La España vaciada esta deshabita en todos
los sentidos. Ni gente, ni vida, ni servicios ni restaurantes abiertos. Hay lugares
en los que el bar con sus menús cierra a las tres de la tarde. En Berlanga de
Duero hay dos sitios, uno que no tiene cocina, solo tapas y cuando llegamos ya
no quedaban y otro en la plaza, el Ainoa lleno y caótico. El local no es muy
grande, y aparentemente hay empleados suficientes, pero están desbordados. No
hay sitio y la gente espera sentada, desatendida, en las mesas y sillas que
tienen fuera. Pero ni toman nota ni aciertan a decir otra cosa que vuelvan en
media hora. Pasado ese tiempo siguen igual de rebosados, llenos de nervios, con
malos modos. Da la impresión de que los empleados están desorganizados y
trabajan a destajo, así que afloran su frustración y sus malos rollos. Lo peor
es que no parece haber entre ellas, las camareras, quien apacigüe y tome una
actitud profesional y organizativa. Curiosamente fue el novio de una de ellas, la
más alterada, que ni trabajaba en el restaurante, el más razonable, el más
apaciguador. Evidentemente no comimos ahí y nos quedó un sabor de boca raro,
del que no tiene la culpa el municipio.
A la plaza, cerrada y
porticada, se llega por la Puerta de Aguilera luego de atravesar una calle
estrecha y con soportales, con las costillas de las paredes vistas: los pilares
y las vigas de madera engarzadas por la piedra y el adobe. Castillo en un
cerro, restos de murallas, palacios, fuentes, un pasado romano, musulmán y
castellano, entre tierras de labor que miran al Duero. Y la estatua del
dominico fray Tomas, fraile nacido en el pueblo que llegó a descubrir nada
menos que las islas Galápagos y Ecuador. Así que la estatua que le hace
homenaje aparece pisando una gran tortuga. Parece que el fraile también trajo
un caimán que se conserva colgado en la iglesia. Berlanga tiene al apellido del
Duero pero en realidad el que la baña y pasa bajo el castillo, con su hoz, es
el Escalote.
Desde el de Berlanga se
ve el imponente castillo de Gormaz. Sobre una elevación considerable desde
donde ve y es visto a muchos kilómetros. Construido en el siglo X vigilaba el
Duero y era linde entre el califato y Castilla, perteneciendo a uno o a otra en
función de quien ganara la última envestida. La fortaleza medieval es, dicen
los historiadores, la mayor construcción defensiva de la Baja Edad Media en
Europa. Un fortín encaramado en una cumbre, adaptado perfectamente al cerro.
Una larga muralla y dos recintos. Uno, el alcázar con su torre del homenaje, con
sus aposentos; el otro, con más de un kilómetro de perímetro, entonces es de
suponer que las construcciones de la tropa y de los animales, hoy una extensión
verde como un campo de deportes. Una gran alberca surtía de agua a moradores e
invitados, del castillo. Se observan más de veinte torres que reforzaban y
vigilaban. Tiene varias puertas de acceso, pero la que destaca como principal
es la llamada Puerta Califal, con arco de herradura. En los muros quedan los
restos de estelas funerarias, romanas, musulmanas. Por aquí anduvo el Cid. El
rey Alfonso VI de León lo nombró señor de Gormaz en 1087. Parte de las escenas de
la película El Cid, de Anthony Mann se rodaron aquí.
El día que llegamos,
sábado a la hora de comer, había otra pareja visitando las espectaculares
ruinas. El Insignia aparcado en la puerta y todo el espacio abierto e inmenso
de la fortificación para recorrer con tranquilidad y sin nadie pasando por
delante del objetivo de la foto. La España vaciada ofrece eso, soledad,
desolación, también ausencia de turistas. Solo que ese día lo desdijo un par de
autobuses atestados que desembarcaron a un centenar de curiosos que había ido a
los mismo que nosotros.
El pueblo, en la ladera
del castillo es pequeño y evidentemente vacío. La Wikipedia dice que junta 28
habitantes, un cartel anuncia el bar Castillo pero no aparece. A saber. Las
calles se cuentan con los dedos de una mano: Calle Real, Calle Mayor, Calle del
Castillo y Calle Traseras. Entre el castillo y el pueblo, visto desde lo alto,
un pequeño cementerio rectangular sobrevolado por las águilas. Un espacio hipnótico con esa perspectiva, toda
la historia del lugar enterrada en ese hueco de la bajada, o subida, al
castillo.
En estas tierras no hay
gente, ni bares ni restaurantes donde comer, pero sí espacios, áreas de
descanso, merenderos, recodos, embalses, rincones impresionantes y mesas y
bancos desocupados. Así que unos bocadillos, unos frutos secos y unas frutas
sirvieron para repones fuerzas y quitar el mal recuerdo del restaurante
impropio de Berlanga. Y comprobar que el Duero se retuerce de nuevo y mira al
norte, en dirección al Burgo de Osma. Pero antes de llegar a la ciudad que
tiene la única catedral de la provincia soriana el gran rio se tuerce de pronto
a la izquierda, hacia el oeste, y se va a directo a San Esteban de Gormaz.
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