1. El desayuno es copioso, rico, y compensa de alguna manera la elemental habitación del Torreblanca. Acopio de fuerzas necesario porque la subida al Pico de Urbión con la intención de pisar el nacimiento del Duero se las trae. Se debe seguir el mismo camino utilizado para subir al mirador de Castroviejo, esa pista asfaltada entre pinos, solo que, al llegar a la desviación, en lugar de dirigirse al roquedal se tira a la derecha, ya sin asfalto, con piedras sueltas y baches, lo que supone un considerable sufrimiento para los bajos del Insignia. Conduciendo con todo el cuidado posible y sobre todo muy lentamente se llega hasta el abrigo Fuente del Berro, y luego el refugio llamado Bunker o Peñas Blancas. Los pinos albares se juntas, se elevan, se retuercen. Unos van hacia las nubes, como si compitieran unos con otros en llegar más alto, otros se enroscan formando figuras imposibles, sus raíces aguantan agarradas a las rocas, como con una existencia inverosímil. Sin apenas tierra, al aire, sin sujeción, aguantando las inclemencias de los vientos y de las lluvias, así sobreviven los árboles de esa sierra. Es fácil seguir el sendero ascendente buscando las pinturas rojas y blancas que ayudan a no perdernos, pero sobre todo a no despeñarnos.
El bastón ayuda a subir y
cada tramo, cada trecho ganado a la subida, por entre las ramas del bosque tan
denso se ve el mar de pinos abajo y a lo lejos. Termina el bosque y el sendero,
con las señales rojas, se mete entre helechos y retamas y piedras rodadas.
Atrás el bosque tupido, de pinos de muchas decenas de años, delante un sendero
de fácil pérdida que desciende hacia una profunda vaguada, enfrente una montaña
coronada por grandes rocas como si formaran una muralla rocosa. Por esa cañada
cruza un riachuelo que a veces desaparece y en ocasiones se despeña formando
una cascada de juguete, un hilo entre la hierba, a veces un chorro asomando
entre piedras rodadas. Pero nunca torrente verdadero. Es el Duero recién
nacido, serpenteando entre riscos para buscar al fondo de la ladera de pinos,
para descubrir el primer pueblo, Duruelo. Las señales pintadas en los árboles
han desaparecido, pero a cambio hay montoncitos de piedras que indican por
donde hacer la difícil subida, sendero de cabras, ascendiendo por piedras
desprendidas, por pequeñas praderas. A un lado y a otro del costoso camino hay montañas
coronadas por gigantes de granito como vigilantes. Al frente, al fondo, se sabe
que aparecerá el pico de Urbión. Las nubes se juntan arriba, corren veloces y
amenazan con juntarse y provocar una descarga. A ratos el sol brilla, pero por
segundos desaparece por el nublado.
A medida que se va
ascendiendo por un camino cada vez más estrecho, endeble, y empinado aumentan
las praderas, las piedras rodadas, el hilo del Duero se hace más estrecho, o
desaparece, para encontrarlo un poco más arriba como en un brote.
Las nubes tapan de pronto
tapan el Urbión con un movimiento no por esperado menos sorprendentes. Y empieza
a llover con fuerza. En pocos segundos se desata el diluvio, sin posible
refugio, golpeando con fuerza, entre el granizo, hostigando. No cabe arrimarse
a los huecos de las rocas, a su brigada, porque chorrea. De modo que se empapan
las botas, los chubasqueros, el pantalón, los calcetines y evidentemente las
gafas. Entre la cortina de agua, como si el cielo se hubiera desbordado, hay
que caminar casi a tientas. Eso o quedarse parado, que tampoco es opción porque
los hilos de agua se han vuelto torrentes que arrastran tierra y piedras. Como
si se hubiera encabritado la montaña y dijera que no admite intrusos.
Con dificultad hemos
llegado hasta el cartel que indica las fuentes del Duero, hasta el pico, hasta la
cumbre que lleva, al otro lado, hacia la Laguna Negra. Dos horas de subida y
empapados en dos minutos. Tras la cortina de agua furiosa se vislumbra, a los
pies del pico un refugio natural, una oquedad de la roca, como un puente, pero
ya no merece la pena refugiarse si estamos calados hasta los huesos. Ahí se
guareció otra pareja viajera, las únicas dos personas que encontramos en la
subida al Urbión. El aguacero hace que mil riachuelos se pongan en marcha
montaña abajo y aneguen caminos y peñas y riscos. Hasta un minuto antes la
fuente donde nace el Duero era un reclamo, una foto que igual podría estar ahí
que diez metros arribo o abajo, tras el aguacero todas las laderas confluían y
mostraron cómo se forma un torrente desatado en un instante. Las vistas desde
lo alto de la cuerda de montes deben ser espectacular, en la esquina de tres
provincias y dos comunidades autónomas, pero con el diluvio rabioso de lluvia y
granizo el entendimiento apenas da para aguantar la vertical en una ladera
empinada, encharcada y peligrosa. Solo queda volver, pensando en cambiar la
ropa.
Y a los diez minutos,
bajando, huyendo del aguacero, para retomar el bosque de pinos, sale el sol,
como si la furia de las montañas hubiera desatado la tormenta con la intención
de expulsar a los intrusos. Abajo, en Duruelo, el Torreblanca se muestra
salvador para quitar la ropa mojada. Los riachuelos de arriba, insignificantes,
se han convertidos en rio que atraviesa el pueblo, sosegado. Sigue sin haber
nadie a quien preguntar. Los mozalbetes ya dieron ayer por concluido su partido
de futbol a pelotazos y el resto de los vecinos y visitantes no aparecen por
las calles vacías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario