viernes, 7 de abril de 2017

¿De qué se ríe Aznar?


Hace tiempo el viajero hacía a todos sus entrevistados la misma pregunta: ¿De qué se ríe Aznar? Era cuestión imprevista para ellos y tiene coleccionadas las repuestas, curiosas, sabrosas, sorprendentes y sorprendidas. Era en los tiempos en que el hombre de los abdominales (entre 600 y 800, al día, ahora, antes 2000) y conferenciante internacional estaba empleado como presidente del Gobierno de España.


Los interpelados, como no esperaban una cuestión tan tonta, improvisaban respuestas a veces imprudentes, en ocasiones precipitadas, casi siempre sin pensarlo mucho. Salvo excepciones. Unos hablan del labio inmóvil, inquietante, o del bigote, inanimado; otros que precisamente se había dejado el bigote para tapar belfo tan singular; otros se referían a su sentido del humor, inexistente; o a su timidez o a su concepción del mundo, ellos y los otros, él y los demás. Había quien se refería a su estatura, a sus complejos, como si reírse así fuera una manera de conjurarlos. Claro, hubo quien contestó de manera más simple: “pues será porque está contento, o porque le va bien o porque está donde quería estar”. Alguno rizó el rizo y respondió que se reía por responsabilidad. Evidentemente era de los suyos. Fue divertido el juego sin sentido, evidentemente nada científico, hasta tal punto que no se llegó a ninguna conclusión sobre aquel modo de reírse y menos al conocimiento del objeto de aquella risa engañosa. Aunque no hubo unanimidad ni en razones ni en descripciones, todos sabían perfectamente a qué se refería la pregunta. Al menos nadie respondió por qué me preguntas eso. Todos manifestaban su parecer de modo espontáneo, unos desde la ideología, otros desde el humor. De modo que fue coleccionando, como sellos, frases, sentencias, carcajadas, reflexiones, complicidades, exabruptos ….
El viajero estuvo viendo con Betty la entrevista-masaje que le hizo el cantante metido a entrevistador de cabecera. Y se acordó de aquellas explicaciones en cuanto vio a entrevistado sobrado reírse y entrevistador-abanicador riéndose también. Betty tampoco entendía de qué coño se reían los dos. En el bar estaba Honorio, dormido, cuando llegaba cierta hora el jubilado se quedaba frito apoyado en el mostrador, aunque fuera en plena noticia de alcance; el taxista, ensimismado con lo que sea que haya en el fondo de su vaso de vino vacío; y estaba Paqui en el taburete, lo suficientemente cerca como para acompañarlo en sus silencios, pero no tanto como para estar juntos. Estos tres no seguían lo pasaba en la tele encendida.
Betty y el viajero tampoco, hasta que empezó a babosear la pantalla. A pesar de la animada charla entre ellos, no pudieron dejar de ver el almíbar que supuraba, la supuesta campechanería compartida, la autosatisfacción con la que va vestido el personaje adoptando un aire de perdonavidas, de pasmarse antes tan melindroso homenaje. Al principio nació en ellos un conato de indignación, pero como se puede…, pero pronto pasaron al humor. A la séptima vez que el preguntador dijo “joer macho”. Porque Betty se preguntó a sí misma si eso era una puya, una confirmación, una repregunta, un homenaje, un signo de admiración, una coma, un antisilencio estudiado, o qué. Acordaron que lo de “joer macho” era un tic.
En realidad, toda la entrevista fue un tic lleno de lugares comunes, de aspavientos y de buen rollismo gratuito. Una entrevista no es un diálogo, ni una conversación. Es una representación teatral en la que alguien hace preguntas a otro alguien que las contesta, nunca puede ser una charla de amiguetes. Una entrevista no tiene que ser una competición, pero tampoco debe ser una sala de masaje. Una entrevista que merezca tal nombre, antes de lo políticamente correcto, y sobre todo de la posverdad, es el encuentro entre un personaje que tiene algo que decir y otro preparado para preguntarle. El “joer macho” no indica ni preparación ni ganas de saber.
 En teoría, aquellas, las preguntas, se hacen para saber lo que no se sabe, para descubrir un aspecto nuevo, para entender una actuación poco clara del pasado o para aprovechar que el preguntado fue testigo de hecho significativos.
No hubo nada de eso, a fuer de ser amable, el tono más crítico y audaz estaba contenido en los “joer macho”. Así que la dueña del bar y el viajero empezaron a tomarse a chacota buena parte del largo masaje. Por ejemplo, cuanto el ex presidente habló de la su “contribución revolucionaria (como suena) a la historia de España”. O cuando confesó que nunca había tenido una relación especialmente intensa con Mariano Rajoy “y eso que le he nombrado todo, y es mi sucesor”, que no habían sido pareja de salir a cenar. Sí, repitió que lo hizo cinco veces ministro y que lo nombró portavoz de todo. O cuando dijo que no tenía “mejor foto que la de las Azores”. O cuando habló de Venezuela y dijo algo así como que, si mandaba no sé quien, ellos estarían en la cárcel.
Ahí se despertó Honorio. No se sabe si por estar en desacuerdo o porque ya había pasado su momento modorra. Quizá lo primero porque dijo aun entre dos sueños:
-¿Pero esto qué es? Qué saque la foto donde aparece él con Chaves.
Ahí Honorio se encendió. Como si no hubiera estado más que traspuesto, completamente en el limbo, empezó a mover los brazos, a hacer aspavientos. No siguió la retranca displicente que se traían Betty y el viajero, y empezó a increpar a la pantalla, la casa con jardín del “joer macho”.
-Pero que dice este tío con todo lo que tiene detrás. ¿Y Bárcenas y Rato y Blesa?.

Y Betty, siempre sensata, le dijo a Honorio recién despertado e indignado: “la pregunta no es qué dice este hombre con todo lo que tiene detrás. La pregunta es de qué se ríe”.