sábado, 21 de marzo de 2015

Viene por la Mirinda

Cada vez entienden menos los parroquianos las visitas de Montoro al bar de Betty. Comprendieron al principio que quisiera acercarse así, departiendo, a la España real. Pero coinciden en que ya se habrá percatado de que no son de su cuerda, que hay quien se va cuando él aparece, que alguno ya no se corta en afear su presencia tanto como sus hechos.  A veces pensaron que aparecía por escaparse de sus protocolos, que en el fondo de su apariencia arratonada, mezcla de Gollum y chulapo de zarzuela, había un aventurero que al no poder ir a Africa por sus múltiples trabajos se perdía en el microcosmos del bar de Betty, como el fin del mundo a donde no iría a buscarlo ni un presidente ni un subsecretario ni una prima asesora. Pero cuando llegaba, como había llegado, con sus guardaespaldas esa teoría se venía abajo.
A veces Honorio y el zapatero, ociosos, se enzarzaban en esas especulaciones. El segundo, aparte de salir escopetado del bar en cuando aparecía el ministro, no como huida sino como re reafirmación de que no estaría en el mismo ambiente de semejante tipo, solía juntar y mezclar argumentos: porque no le admiten en otros sitio, porque no tiene amigos, porque es un rata y sabe que aquí todo es barato, porque es el único lugar donde no hay prensa, porque no aguanta a su mujer. El portero, acostumbrado a lidiar con diferentes sensibilidades, suele mediar para dar la razón a los dos, en realidad para afirmar que todo es posible.
Zanja Honorio con seguridad, aportando que por la Mirinda
Y entra Montoro. Solo. Los guardaespaldas se han quedado a la puerta, como si fueran a revisar si el próximo que llegue al bar de Betty lleva zapatillas de deporte o calcetines blancos. Serios, encorbatados, con caras de malos.
Vacía la Mirinda que ya había puesto Betty sobre la barra en cuanto lo vio entrar y pide otra con un gesto.
Honorio mira al portero, el zapatero ya ha salido al entrar Montoro, como diciendo, qué te dije. Junto a ellos está otro jubilado de la banca. Y levantando la voz, sin dirigirse al ministro pero asegurándose que lo oye bien, pregunta si el Equipo Económico podría asesorarle a él para pagar menos a hacienda.
Montoro suelta la segunda Mirinda y empieza a explicarse como si fuera una rueda de prensa. Cada vez que Honorio logra que el ministro entre al trapo sin haberse dirigido directamente a él, lo considera un triunfo de los de su clase.
-Ya sé por dónde va usted. Pero le tengo que decir lo que ya he dicho, y no es la primera vez. Lo dije en el mismo parlamento ya hace dos años, en 2013: ¿como quiere que explique algo de una empresa donde no estoy?. Esa empresa no es mía.
Honorio habla para el tendido, el ministro para el jubilado. Como en dos mundos aparte, en un diálogo imposible pero que incluye réplica.
-Claro, no es suya, es de su hermano. Y los que buscan asesoría en esa empresa, como los de la Comunidad de Madrid, lo hacen por enemigos. Los contratos que firma esa empresa son por casualidad.
El hombre de las gafas de pasta cuadradas, los rizos en el cogote y la corbata amarilla levanta los brazos hacia su interlocutor esquivo. No se sabe muy bien si para persuadirlo o para reconvenirlo. A última hora opta, sin cambiar el gesto, por imitarlo y explicarse sin dirigirse a él.
-Muchos hablan por hablar. Ahora resulta que fundar una empresa es pecado. Sí yo firmé una empresa y luego la dejé para ser diputado.
-Claro, claro. Y aquí nos chupamos el dedo. Y los amigos a los que asesora pasaban por allí. Estos deben pensar que somos gilipollas. Honorio habl sin dirigirse al ministro pero asegurándose de ser oído, por él y por todos los clientes del bar en ese momento.
-No te pases. Interviene conciliadora Betty.
Honorio se enfada con Betty porque siempre lo está censurando, porque parece que defiende a estos estos tíos, porque es demasiado buena y no se da cuenta de que a estos tipos hay que decirles las cosas, que se creen que la gente es tonta y se lo llevan crudo. Y mirando al ministro:
-Más vale que no amenace tanto y se mire lo suyo.
El amigo también jubilado de la banca asiente con la cabeza. Se llama Matías y aparece por el bar en ocasiones, para ver a Honorio, para buscarlo. Están de acuerdo en todo, en la política, en lo de las jubilaciones, en los hijos con dificultados a los que hay que ayudar, en el aprecio que tienen por Montoro.. En todo salvo en el mus. Ahí son enemigos aunque jueguen siempre como pareja
El interpelado, Montoro, al comprobar que no es el día de la persuasión, que la opinión de Honorio parece unánime, opta por una salida cínica:
-Le ruedo que me deje tomar mi consumición.
Y Honorio ve confirmada su teoría, le dice al colega del banco.
-Te lo dije, viene por la Mirinda
Pero Matias no lo escucha. Está diciendo al ministro que le parece un poco demasiado que comparen al PP con Cáritas o con la Cruz Roja.
-Se lo explico

-Mejor no que no te explique nada. Honorio se lleva a su pareja de mus al otro lado de la barra. Y agranda el espacio entre el ministro del refresco y la realidad social.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Algo de Cervantes


Todos los del bar vieron en la tele al hijo del zapatero y lo avisaron. Que fuera corriendo. Se encontraba fumando en la calle, en compañía de los que colocan la fibra óptica en el barrio, los empleados de Telefónica. Claro, cuando el hombre llegó ya había pasado la imagen y aunque todos esperaron por si la repetían, no ocurrió.
-Era él. Dijo Paqui ante la cara de decepción del zapatero, imposible decidir si por no haber llegado a tiempo o por no haberse ahorrado el cigarro de esa hora. Por un instante pareció que le taxista ensimismado asentía con un movimiento apenas perceptible de la cabeza. Pero esto último no lo puede atestiguar ni la propia Paqui. Menos el resto.
-Coño, claro que era-  Corroboró Betty.
-Es que lleva ya tiempo en eso. Cerca de un año- Informó el hombre que acudió en cuanto lo llamaron aunque no llegara tiempo de ver nada.
No pudo ver nada porque todo ocurrió en un instante. Aunque la noticia abrió el telediario, la imagen de los operarios embutidos en buzos y guantes blancos solo se vio unos momentos, y aunque todos reconocieron claramente la cara del hijo del zapatero, la visión no duró en la pantalla más que un suspiro. Habría que congelar fotograma a fotograma para ubicarlo. Salía en un grupo de gente. El tercer hijo del hombre que dejó de remendar sandalias porque no le llegaba para pagar a autónomos formaba parte de la brigada de trabajadores temporales que han estado hurgando en el suelo del convento de la Iglesia de las Trinitarias buscando los restos de Miguel de Cervantes.



-Han dicho que han encontrado los huesos del escritor y los de su mujer. Perece que se conservan enteritos y perfectamente reconocibles.
-Pero que dices, si lo que se ha visto es un revoltijo de trocitos de hueso, que pueden ser de cualquiera.
-De cualquiera no, del más grande de los escritores españoles.
-Pero si esa iglesia la han removido un montón de veces, han trasladado el cementerio de un lado a otro.. Que se va a conservar
-Si ha salido hasta una tabla con la inscripción, MC
-¿Eso qué es?
-Coño. MC, está bien claro, pues Miguel Cervantes
-Me suena a tongo: escarban y lo primero que encuentran es la etiqueta. Amovenga.
-Hombre es importante si se encuentran de verdad
-¿Y cuando cuesta remover esos  huesos. No seria mejor usar esos dineros en otra cosa?
-¿Y qué dice tu hijo de todo eso?
-Él no dice nada. El hace lo que le mandan.
Es cuando el zapatero se puso a contar lo poco que sabía de las andanzas de su hijo. Acabó la carrera, hizo un master y como no encontró nada de lo suyo, se puso a trabajar, poco, en lo que iba saliendo. Dio clases de inglés a niños del barrio, montó escenarios para conciertos...
Sin embargo los parroquianos del bar de Betty ese día no querían conocer, que ya se tenían hecha una idea, el curriculum del hijo del zapatero, Querían saber de primera mano lo de los huesos de Cervantes. Y el zapatero dijo que su hijo era muy discreto, que no contaba nada, solo que su trabajo consistía más o menos en limpiar el polvo, quitar las baldosas, arrimar las piedras.
-Lo que le mandan.
Lo único que ha contado, dijo su padre, así en plan curioso, que es que a las monjas, como son de clausura, no se las puede ver. De manera que los obreros no podían entrar en la iglesia hasta que las monjas se hubieran guardado.
El telediario habla de fecha histórica y afirma que las televisiones del mundo se han ocupado del caso. Lo cierto es que lo que se ha encontrado son esquirlas de huesos mezcladas con los sedimentos, pertenecientes a 17 personas; que la investigación ha costado 114.000 euros financiados por el Ayuntamiento de Madrid; que su alcaldesa, Ana Botella, se ha felicitado por el hallazgo y ha asegurado que era "un día muy importante para España y para nuestra cultura"; que una treintena de investigadores han entrado a la cripta, de unos setenta metros cuadrados, que está ubicada a cinco metros bajo el nivel del suelo; que no se pueden realizar pruebas de ADN; que el director del proyecto, el antropólogo forense Francisco Etxeberría, ha dicho: "Nosotros estamos convencidos de que tenemos en estos fragmentos algo de Cervantes, pero no puedo ofrecer una certeza absoluta".

-Los periódicos dicen que es un hallazgo, que se ha encontrado el cuerpo de Cervantes
-¿Que periódico?
-El ABC,
-Acabáramos
En el bar de Betty, a la espera de que llegue Montoro para preguntarle por su oficina y los trabajos que ésta realizó de asesoría para la Gürtel, se comentó mucho lo de los huesos de Cervantes. Quizá fuera porque el hijo de uno de ellos había salido en la tele, acaso porque daba juego para la tertulia. Honorio suele ser el más crítico, aseguró que se trataba de una investigación electoralista,  que si Cervantes levantara la cabeza los mandaba todos a tomar por culo.
-No te digo que no, pero también es bueno para el turismo. ¿No?

lunes, 9 de marzo de 2015

El chip


A las nueve de la mañana el viajero sale de su casa, toma el ascensor y piensa tirarse a la calle por comprobar qué va a deparar el nuevo día. El descenso del artefacto se ve interrumpido en el piso diez y entra una señora que desea buenos días. Sin tiempo a ser contestada se extraña de lo que ve:
-Es raro ver a alguien con un libro en la mano.
Empieza a hablar y el viajero ignora que no va a callar en la próxima media hora. Al principio sobre cultura en general, su importancia, y la conveniencia de leer como actividad saludable. Es bajita, morena, de una edad incalculable, entre los cuarenta y los cincuenta y muchos cualquier número es posible. Habla mucho, sin comas y sin mirar a su interlocutor. Podría parecer que no lo necesita, solo saber que alguien tiene al lado. Así que sigue diciendo, sin inflexiones en el tono de  voz, sin introitos, sin encadenamientos, que pronto ya nadie va a necesitar leer. Te ponen un chip en el antebrazo y ahí está todo. Ya lo están haciendo. En el hospital de Alcorcón lo hacen. El problema es encontrar al médico que se niegue porque lo despiden.
Se señala su propio antebrazo, en el interior, para señalar donde dice que colocan el chip. Tu te puedes negar a ponértelo,  pero entonces estás fuera. Vas al hospital, si no tienes el chip no te atienden. Vas al banco, si no tienes el chip no te dejan sacar el dinero. Vas a comprar al hiper, si no tienes el chip no puede llenar el carro. Pero eso es sabido, no es que yo lo diga, puedes mirar las noticias, está en Internet. Hay que estar informado, mucha gente no tiene idea de lo que pasa. Pero claro, si te lo pones entonces saben lo que comprar, lo que te gusta, a donde vas, con quien. Estás controlado. Que es lo que quieren.
Segura en su parlamento, enhebra casuísticas, convicciones, descripciones y temores. No es un discurso, no busca confirmaciones y tampoco parece admitir debate. Lo que dice parece un tutorial de cómo están las cosas y cómo es el mundo. Esas coincidencias inexplicables hacen que viajero y mujer caminen hacia la misma boca de metro, tomen la misma dirección, se vean obligados a realizar el mismo cambio de línea en la misma estación, y, para más inri, tomen la misma dirección.  Casualidad que no parece extrañar a la mujer que habla, al contrario, es como si formara parte de su plan del día. Sin alterar el tono, sin extrañarse, sigue explicando donde, cómo y para qué se pone el chip. Pero sobre todo insiste en que es perverso porque sirve para tenernos controlados pero si no quieres ser controlado no puedes vivir. Y que afecta igual a mujeres que hombres, ricos que pobres, gobernados y gobernantes. Porque son los grandes bancos quienes controlan todo, los que mandan poner el chip y los que dicen qué hay que hacer y qué no. El mismo Obama tuvo que claudicar. Está en las noticias. El uno de julio de 2012, si no entraba el país en bancarrota. No queda claro, a pesar del  arrojo y su seguridad en el decir si lo del presidente americano es el chip que se tuvo que poner o la reforma sanitaria a la que tuvo que renunciar. Porque el discurso es rotundo aunque confuso.
El viajero, en su tendencia a escuchar, a cambiar de postura, a aceptar compañeros de viaje variopintos, a dejarse asombrar, no acierta a interpretar ni intenciones ni equilibrio emocional o sentimental de su compañera de ruta. Atiende como puede el granizo de palabrería que le va cayendo e intenta ponerlo en un contexto de queja, reivindicación o muestra sociológica. Entonces explica la mujer que el chip no es que contenga toda la información sobre nosotros, que se imponga como imprescindible y sea inútil que un médico bien intencionado y comprometido se niegue a implantarlo. Es que lo tendremos puesto todos antes o después. ¿Pero qué pasa si se te estropea el teléfono móvil?
La pregunta no es retórica, de modo que quizá debería tener una respuesta, pero la aporta ella misma: por ejemplo si el móvil te cuesta 30 euros y la reparación son 29 pues no lo arreglas. Lo tiras y compras otro. Eso va a pasar en los hospitales. El chip dice la enfermedad que tienes y cuánto cuesta repararte. Si no eres rentable, fuera. Y lanza otra pregunta que a esas alturas del viaje en metro ya no se sabe bien si es retórica o tipo test: ¿Cual es el eslabón más débil de la sociedad? No espera contestación: los niños y los ancianos, o sea, la salud y la educación. Ahí tienes la prueba.
Y en medio de prevenciones, entre lo inevitable  y lo predestinado, siempre con el chip implantado en el antebrazo como idea fuerza de su discurso circular, va introduciendo datos e imágenes, como pinceladas abstractas a su biografía: no quiere que sus dos hijos  se eduquen ante el ordenador ni el televisor; la señora marroquí que trabajó en su casa no es de fiar;  hay mucha incultura entre los vecinos, la gente no se da cuenta de lo que pasa en el mundo, el chip está más implantado de lo que parece, hay que fijarse…
-Adiós, ya seguiremos hablando.

Se despide con el mismo tono que ha hablado. Solo se apura y sale a escape del tren porque se cierran las puertas del vagón y a punto están de atraparla. Pero ni mira ni se despide con la mano. El viajero la ve andar de prisa por el andén, como si llegara tarde a una cita o a una hora de entrada. Hablar, hablar solo lo ha hecho ella, sin parar, casi sin respirar, por lo que extraña esa primera persona del plural. La media hora transcurrida desde el ascensor hasta su parada, le ha servido para pintar un paisaje apocalíptico, donde todos los seres humanos tienen incrustado el chip bajo su piel, en el antebrazo. Pero como ha ido mezclando datos con informaciones, con realidades, con fechas, con noticias verdaderas, al viajero le queda la duda de si está a favor o en contra del chip. Si lo detesta, lo comprende o lo teme.