martes, 5 de octubre de 2021

Memoria

Betty ha abierto el bar, con mucho miedo. Y con dolor porque ni el zapatero ni el amigo de Honorio van a volver, Se los llevó el Covid. Por ella no habría vuelto, porque el establecimiento no tiene posibilidad de terraza ni ella ganas de que la tenga. Pero su hija la empujó y los parroquianos se lo agradecen.

Fue el hijo del zapatero el que contó lo de su padre, que no lo habían dejado despedirse de él y que pasó justo cuando estaba calculando dejar de trabajar.

-Una putada.

Casi le producía más rabia eso, dijo apurando un botellín, que la puta pandemia. Y Honorio refirió lo de su amigo, a quien tampoco pudo decirle adiós.

La pelirroja lee sentada en el taburete de la esquina, el taxista mira ensimismado su vaso vacío, la señora prueba suerte como cada día con la tragaperras, los de la fibra óptica hace tiempo que terminaron su trabajo pero siguen acudiendo a desayunar a lo de Betty, la chica de la ORA parece que ha vuelto, el portero se asoma como para comprobar que están los que deben estar, Paqui se repinta los labios mirando de reojo al taxista.

La chica de la ORA ya no lleva ese uniforme, está en ERTE y a lo que parece que ha regresado es a la hija de Betty. Se las ve contentas y entrando y saliendo sonrientes por detrás de la barra. Cuenta que viene de Guadalajara, del cementerio.

-Y eso?




Le explica al portero que ha ido a ver como buscan a 26 fusilados del franquismo; que lo hace la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y que vuelve emocionada. Por el hecho de saber que fueron personas asesinadas ante la tapia del cementerio una vez terminada la guerra: los detuvieron, les hicieron un consejo de guerra y los condenaron por “adhesión a la rebelión”.

-Es alucinante, los golpistas juzgan y condenan por “adhesión a la rebelión”.

Pero lo que más ha emocionado a la chica es el grupo que se ha encontrado en el cementerio. Gente voluntaria que se afana por escarbar la tierra y dar con los huesos de esa veintena de ejecutados. Exactamente una docena de entusiastas que atienden a las familias y a los curiosos, que están atentos a los movimientos de la excavadora, con sus chalecos fluorescentes, que responde las preguntas de quien mira su trabajo.

La que más pregunta en el bar de Betty es la pelirroja, los otros escuchan, salvo la señora que mete monedas en la tragaperras. Se enteran de que, al fondo del cementerio, entrando por la puerta principal, a la izquierda, se ve un grupo atareado, mirando la tapia, atentos a las evoluciones de la máquina, preparados para hacerla parar en cuanto aparezca un rastro. Un cubo abierto, de tres por tres por tres metros, de tierra oscura, removida, húmeda. Ahí estaban las fosas números 2 y 3 y desde ese boquete, tras colocar unos andamios se va retirando poco a poco, con cuidado, cada grano, cada cascote, cada resto. Hasta llegar a lo que quede de esos 26 hombres que fueron ajusticiados entre el 16 de marzo y el 3 de mayo de 1940. Es la cuarta acción del grupo, tras sacar los cuerpos de las tres fosas anteriores. Una intervención que han solicitado diez familias de otros tantos  de los fusilados.

Y la amiga de la hija de Betty, tras explicar los pormenores de la actuación del grupo, su presencia dispuesta en el cementerio se pone a nombrarlos, encantada, empática, como si hubiera descubierto a un grupo de amigos. Habla de Malena, la historiadora que indica a los descendientes qué pruebas sencillas pueden determinan el ADN o apunta teléfonos de quien se acerca a echar una mano o anota en una hoja el bocadillo que cada uno va a tomar como comida o va descubriendo con paciencia un esqueleto apenas usando una lima y un cepillo.

-Porque llegan a las nueve de la mañana y están hasta las seis de la tarde y paran una hora para tomar juntos el bocadillo. Sábados y domingos incluidos.

Cuenta que si llueve ponen un plástico azul sobre la excavación y siguen arañando la tierra, descubriendo los cuerpos; que a los tres días aparecen los tres primeros y los meten en pequeñas bolsas, cada uno en su caja de cartón. Y se los llevan al laboratorio improvisado en la capilla del cementerio, donde se hacen cargo de ellos dos jóvenes antropólogos portugueses, Gonzalo y Flavia. Limpian cada hueso y por ellos conocen el sexo, la altura, su complexión, la causa de la muerte.

Habla la que fue chica de la ORA de Marco, el encargado del grupo que indica a los operarios de la excavadora donde ahondar o se mete en el espacio descubierto a quitar tierra con una pala y un pico o apunta los datos que aportan los familiares. Nombra a Emilio Silva, el presidente de la asociación, que se acerca y no para de hablar por teléfono, y entre llamada y llamada describe que había invitado a los embajadores de Alemania y de Italia, que el primero no ha contestado y el segundo ha dicho que tiene una agenda muy apretada. Cuenta de Oscar, con su cámara al cuello fijando cada movimiento, cada hallazgo, presentando a todos los que llegan, explicando las intenciones y afanes de la asociación. Relata de David, enfrascado con su pincel limpiando la tierra entre dos calaveras que asoman. Recuerda a Serxio, el arqueólogo e historiador que se ha ganado la vida como repartidor de Amazon. Nombra a León, a Eugenio, a Jesús, a Julia.

Son sociólogos, historiadores, arqueólogos, antropólogos, profesores, que se juntan en sus días libres, alrededor de un proyecto como el de la exhumación de la fosa 4. Lo hacen de manera altruista, convencidos de que su trabajo es necesario, por la dignidad de los enterrados, por el descanso de sus familias. Han investigado, husmeado en archivos, recogido testimonios, ubicado el lugar. Todos arriman el hombro, retiran la tierra, acarrean carretillos. Y entre ellos, mezclados, andan curiosos y familiares. Todos con idea de aportar, de ayudar. María Ángeles que ya ha encontrado a un tío y busca a un abuelo y se pasea con su foto colgada del pecho, como un collar reivindicativo. May Borraz que ha viajado a Guadalajara aprovechando que presenta en Madrid su libro 'El último cuento. De abuelos y cunetas'. Ahí relata la historia de su propio abuelo, Sebastián Blasco Aznar: lo mataron junto a las tapias de un cementerio el 17 de abril de 1939. A su abuela, Manuela, le dijeron que su marido se había suicidado pero ella nunca lo creyó. May cuenta la verdad en su novela y agradece a la asociación su labor. Tanto que destina a ella los derechos del libro.

La señora de la tragaperras parece no escuchar la historia apasionada de la chica de la ORA, pero se va enterando porque dice:

-No hay que desenterrar los rencores, mejor dejar las cosas como están.

Le contesta la hija de Betty

-En las cunetas o en las tapias de los cementerios no hay rencores, hay personas.

-Mejor no removerlo.

El grupo que tiene encantado a curiosos, deudos, periodistas y visitantes del rincón del cementerio de Guadalajara sí remueven, pero transmiten paz, buen rollo, están convencidos de la necesidad del trabajo que hacen, de la dignidad de sacar a esos restos de una fosa común, de la justicia que supone que dejen de ser olvidados. Jesús va cada día que puede a ayudar, a estorbar, dice. Lo hace empujando el cochecito de su niña que no ha cumplido un año. Lo aparca junto a una tumba, pide al grupo que bajen la voz y toma un carretillo o un andamio o un cubo de tierra o una criba. Así le explica a su otra hija los trabajos de exhumación.

-Los sacamos para que tengan un sitio al que se le pueda llevar flores.