lunes, 30 de junio de 2014

Volando sobre la selva


Tras visitar El Colombiano y hablar de periodismo durante dos horas, el viajero probó el metro de Medellín. Una experiencia casi tan intensa como la aventura de conseguir un taxi en el centro de la ciudad un viernes a media tarde, a la puerta de un puente y víspera del partido de Colombia con Uruguay. En ambos casos se lo tomó con calma, ni había prisa ni había de qué preocuparse. Le queda la duda: ¿semejante tranquilidad la da el viaje, el tiempo que lleva en Colombia o ya la traía consigo?
Avisó de su viaje a Medellin y unos lo animaron, que ciudad más bella, te va a gustar; y otros lo pusieron en alerta, ten cuidado. Así que sacó el billete en Avianca y reservó hotel. Desembarcó con dudas, pero solo operativas. Y eso se resuelve con información. Así que la buscó en el aeropuerto en una oficina un poco escondida con un servidor encantador. Salió de allí sabiendo qué debía ver en Medellín y cómo moverse.
El aeropuerto está a casi cuarenta kilómetros de la ciudad, lo que supone unos cincuenta minutos. Un taxi cobra treinta dólares o sesenta mil pesos. Se puede ir en autobús, pero hay otra fórmula intermedia, el colectivo. Por 8.900 pesos lo arreglas, luego desde el centro se toma un taxi hasta el hotel, por otros 6.000 más o menos, así que la operación supone un ahorro importante que da para la cena.
Con lo que no contaba el viajero era con desembarcar a las cuatro de la tarde de un viernes en el centro caótico de Medellín. Cada taxi ocupado, una marabunta de autobuses y vehículos sin fin impedía cualquier movimiento. Las aceras tomadas por los vendedores ambulantes, y el tráfico humano en cuando se abrían los semáforos era tan infernal como el de los coches. Materialmente imposible. Un laberinto agobiante de ruidos, bocinazos, calor y estruendos. Pero lo peor, la desorientación: hacia ¿donde ir, cómo salir de allí, abría un salida de semejante locura?
En su ayuda acudió una encantadora agente de movilidad, que empezó a hacer señas más enérgicas que las del viajero para llamar la atención de los taxis. Pero aunque tampoco resolvió nada su compañía aportaba calma. Hizo uso de su walki y apareció otro agente con la intención de lograr lo que ni ella ni el viajero habían conseguido. Solo pasado un rato, tras alejarse, volvió con un taxi que contó su vida en el recorrido hacia el hotel. Era de Bucaramanga, pero ya llevaba dos años en Medellin. Y consideraba una suerte tener un carro “y que con él te puedas ganar la vida”. Él tenía esa suerte, el carro le había costado cuatro millones de pesos. El precio, vivir solo en Medellín, que su familia sigue en Bucaramanga.
Así que probó el metro en Envigado, en dirección a Niquía, al otro lado de la línea. Llegaba bastante lleno, pero a medida que iba avanzando estaciones se llenó hasta atestarse. No había forma de moverse y empezó a sentir roces, apretones, conversaciones y alguna paranoia. Atestado como en dos horas punta juntas. Hasta Acevedo, donde tomó el metro cable. Ahí estaba la vista espectacular sobre Medellín que seguramente merecía todo el viaje. Las fotos. Todo el follón era por ser sábado y porque estaba a punto de empezar el partido de Colombia con Uruguay. Nadie quería perdérselo.
Fue un alivio liberarse y tomar el metro cable hasta Santo Domingo. Luego el teleférico en compañía de dos parejas que querían llegar al parque Arví. El viajero volvió solo volando sobre la selva. A veinte metros sobre árboles desconocidos, enmarañados, frondosos. Y el silencio del vuelo. La ensoñación de la soledad en el leve bamboleo de la cabina. Luego tras diez minutos, los campos de cultivo, las haciendas. Después los cerros, las casuchas agarradas a las faldas de la montaña. La elucubración pionera se rompió con el primer gol de James. Incluso en la cabina insonorizada del teleférico llegó el grito de una Colombia enloquecida por su triunfo.

También una periodista, profesora y ya amiga, se rio mucho con la idea de volar la selva. “No sabes lo que es selva”

domingo, 29 de junio de 2014

Ensayo de bullarengue


Tiene 70 años, seis hijos, 19 nietos y seis bisnietos. Ninguno de ellos, salvo una nieta un poco. quiere aprender su arte. Y a ella le preocupa quien va a seguir, que se pierda todo lo que ella sabe, lo que ha aprendido de sus mayores. Se llama Ceferina y anda algo inquieta porque tiene que viajar a Bogotá para sacar la visa y poder entrar en los EEUU, porque va a actuar en Houston.
Estamos hablando de Ceferina Manquez una cantora poderosa de la costa Caribe colombiana, de la región de Guamanga, Premio Nacional y aplaudida por la gran Petrona, la referencia de la música afrocolombiana.
El viajero se encuentra con Ceferina en un parque, antes de las nueve de la mañana de un sábado caluroso de junio. Espera al lado a unos columpios, junto a un cubo de plástico morado que contiene una cola cola, agua en bolsitas de plástico  y unos envueltos en papel blanco que parece ser comida, tal vez arepas. Está allí por gusto, porque a falta de otro local, bueno es el parque para ensayar. Con ella están Vivian y Gina, que hacen los coros, Eris y Marlon, que tocan tambores, Giovani, el director musical que se encarga de las flauta, y David, el productor, director de todo, que ayuda además con las maracas.

Ceferina es una negra con carácter, no llega a ser engreída pero se muestra orgullosa de si y de su arte. Canta a su aire, no se sabe si con un plan  establecido por ella misma o a empujones de la inspiración. Canta y acciona con las manos como si así centrara el discurso de sus composiciones. Y baila al son de la tambora, descalza, como dentro de un mundo propio, alejado de los que miran, incluso de los músicos. Lleva las uñas de los pies pintadas de rosa, su collar, sus aretes dorados, cuatro pulseras en la muñecas, una roja, otra amarilla y otra azul, como la bandera de Colombia, y una más de todos los colores. Vestida de fiesta. Se le oye: “Callate Estebana”, mientras ajusta la pañoleta que adorna su cabeza. El vestido de listas, verde y blando, se mueve levemente al son de los pasos cortitos de sus pies.
De su mundo salen títulos como “No me dejen sola”, “Echando sangre”, “Apegadita”, “Estebana”,  o “Sin pantaleta”. Es decir, habla su canto de que no la dejen sola los tambores, de que la nariz le sangraba cuando su accidente de niña, de que Estabana, una de sus hijas, lloraba sin parar, de que Apegadita es Venezuela con Colombia, dos tierras juntas, o sin pantaloneta es como salió la abuela a la calle, que se olvidó de ponérsela. Historias en las que hay tradición, cotidianeidad, tragedia, arrullo, sentimiento y humor.
Porque Ceferina no estudió. Lo dice así ella misma, para explicar que no lee ni escribe. Pero tiene 33 composiciones que le salen por la noche, en la duermevela. Se despierta, se le ocurre, lo piensa y lo va trabajando en su cabeza. Y ahí las va dejando porque no tiene cómo apuntar. La idea le sale de la vida, de lo que ve, de lo que le pasa. Recoge cantos tradicionales afrocaribeños pero introduce en sus letras la problemática social que le aflige o las pequeñas vicisitudes domésticas. Cuenta que acaba de hacer una canción en la que habla de Obama y de Santos, y hermana en ella a los dos presidentes, el de los EEUU y el de Colombia. “Lo que pasa en el país, en la vida”, dice. Y da una clase de escritura y de métrica al aire libre cuando explica su método, siendo como es analfabeta. Primero se le ocurre la letra y la guarda en su cabeza, lo que supone una bien ensayada memoria. Pero no guarda cualquier cosa, porque le preocupa el estilo, así que el verso debe llevar un ritmo y una armonía: “me gusta que cuadren las palabras, que no se atranquen, que giren bien. Por ejemplo la a tiene que subir, pues que ninguna la pare”. Y así, en el parque caluroso de Cartagena de Indias Ceferina da un tutorial de poesía. Apliquense talleres y academias. A cuadrar, a no atrancarse.
Se explica Ceferina mientras se calienta la flauta y las pieles de los tambores. Llegó tarde a cantar en serio y tiene cierta prisa. Las primera copla la compuso cuando tenía seis años, precisamente la de botando sangre. Y fue aprendiendo de sus tias cantoras Maria de los Reyes Teheran y Maria del Carmen Teherán. Crio a sus seis hijos, “que tuve la desgracia de perder al marido muy pronto”, y solo cantaba en fiestas y celebraciones. Pero sigue la tradición afro de la gran Petrona que ha reconocido el poderío de las composiciones de Ceferina. Y en 2006 dejó el cultivo de la tierra y se puso a cantar con asiduidad, “ya siendo abuela”. La desaparición de Etelvina Maldonado dejó un hueco, y en 2009 fue nombrada Reina del Festival  de Bullerenque de Marialabaja. De ahí, formar el grupo, el proyecto y CD ‘Cantos ancestrales de Guamanga’, por el que el Ministerio de Cultura de Colombia le concede el Premio Nacional a la dedicación del enriquecimiento de la cultura ancestral de las comunidades negras, raizales, palenqueras y afrocolombianas. Y luego los festivales, y los conciertos, como el de Houston, para el que ensayan en el parque.
Las letras y los cantos transcurren en la voz grave de Ceferina por el bullerengue, la chalupa y el son negro. “El bullerengue me sale natural, oía de niña a mis tias“, dice.
En ensayo no es sencillo porque la artista es genial, intuitiva y entiende poco de repeticiones y de tiempos. A alguien que compone en mitad del sueño y trabaja en la cabeza que las letras no se atranquen no vas a pedirle método. Ella comienza, la sigue el coro y entran los timbales. No obstante el productor y manager sabe cómo estimular: “estamos planos, perdemos la lírica. Usted es la cantadora, la jefa, lúzcase, no corra, gústese, vibremos”. Y Ceferina vibra con 'Apegadita'.
Ceferina tiene un sueño: ir a África para quedarse. Le han dicho que África es como la Guamanga de su infancia, esa tierra de la que fue desplazada por la violencia hasta el barrio de El Recreo, en el municipio de Maríalabaja, donde vive ahora. Así que tiene idealizada la tierra de sus ancestros y le gustaría conocerla.

Quien entera al viajero de la existencia de Ceferina y de tantas cosas en su periplo cartagenero, y lo invita a la cita del parque, es David Lara, poeta, periodista, músico, profesor. Un hombre orquesta, un tipo del Renacimiento, sabio y generoso, que igual da una clase en la universidad que dirige un taller de escritura creativa, que arma un reportaje, que produce esos cantos ancestrales de Guamanga, que toca las maracas en el ensayo bajo su sombrero,  con un cierto aspecto de Indiana Jones caribeño.

lunes, 23 de junio de 2014

Visita del presidente


La tarde del lunes, 23 de junio, fiesta de Corpus porque en Colombia se tiende a llevar los festivos al lunes, la plaza de San Diego en Cartagena de Indias cambió de ambiente de manera brusca. Habitualmente está llena de artesanos en su centro, de tiendas en un lateral, de restaurantes en el otro, y en los dos que quedan, en uno Bellas Artes, cerrado y oscuro a esa hora, aunque el dia anterior, sábado, se abrió para una boda, como una iglesia de la ciudad de las bodas, y el exclusivo Hotel Santa Clara, el antiguo convento transformado en establecimiento de lujo. Un aire bohemio producido por los artistas, los estudiantes y los turistas, un lugar tranquilo y seguro donde algunos viajeros encuentran una cara menos de postal, aunque no deje de serlo.
Pero esa tarde, o sea hoy, se revolucionó: una caravana de coches la tomó como al asalto y la ocuparon. Muchos de la policía, otros de alta gama con los cristales tintados, alguno camuflado. Y una nube de hombres de seguridad, uniformados, de traje oscuro y pinganillo en la oreja, y camuflados y de seguridad privada. Revisaron asientos, calles, bancos de madera, flora y fauna, nativa y extranjera. Sin explicaciones, por seguridad, decían. La razón era que llegaba el presidente recién reelecto, Juan Manuel Santos al hotel Santa Clara.  Se supo porque lo vieron entrar y así se explicaron curiosos y comerciantes el alarde que cambió la atmósfera de la tranquila plaza.
No hace falta preguntar a la señora de la tienda de regalos de una de las esquinas por quien votó en las recienetes elecciones, si por Santos o por Zuluaga, a tenor de la inquina con que habla de presidente, de la que se ha montado en la plaza. Por qué no viene como un cliente más, se pregunta. Y añade que se arma tanto revuelo por toda la parafernalia de la seguridad que montan.
Pero la seguridad no descansa. Mientras la plaza de San Diego sigue impresionada por la cantidad de coches ajenos que la pueblan, mientras la tendera critica, mientras los artesanos siguen con sus creaciones como si nada, mientras los curiosos preguntan qué pasa, dos personas están en pleno trabajo. Son dos hombres de apariencia dura, metódicos, meticulosos. Uno sujeta del collar a un perro que huele todo lo que entraña algún peligro y el otro porta un aparato que incorpora un espejo en su extremo que pasa por debajo de los coches aparcados.  De todo lo que ha podido oler en la plaza el can se concentra en una furgoneta Nissan tipo Pick Up. No quiere salir de allí, así que su cuidador le abre las puertas y habla con alguien por el pinganillo. El vehículo donde insiste el perro es de la policía.


domingo, 22 de junio de 2014

Mi barrio



Sebastián quiere ser de mayor ingeniero mecatrónico y Eyder  dice que será biólogo marino. Mientras sueñan con su futuro son niños, uno de 14 años y otro de 13, que viven en barrios marginales de Cartagena de Indias. Ellos representan la otra cara, la menos favorecida, de la ciudad amurallada, turística y colonial. Ambos se encuentran en el museo San Pedro Claver, mostrando y defendiendo sus obras. Porque son artistas, como Royver, Jair, Jayna o como Lauren, y quieren enseñar con sus fotos que la ciudad donde viven no sólo son playas. La realidad que ellos conocen es bastante diferente a la de los cuidados catálogos de las agencias de viajes.
La Fundación Cultura Afrocaribe les dio una cámara y les propuso hacer fotos de sus vidas, de su entorno, de su familia. Enfocaron lo que veían más cerca, dispararon, y el resultado está en las paredes del museo. Son instantáneas llenas de vida, de historias, de miradas sobre su existencia, siempre dura, llena de carencias, repleta de violencias. Magníficas fotos que son resultado de hallazgos o de búsquedas pero que suponen voces diferentes, auténticas. El proyecto fotográfico se llama Mi Barrio y ahí están los frutos: cinco niños, cinco cámaras, cinco miradas, cinco barrios, Santa Rita, Loma Fresca, El Toril, Boston y San Francisco. Ellos mismos han titulado las fotos: ‘Mi sombra’, ‘La sala de mi vecina’,  ‘El olvido de la abuela Kata’, ‘Pintando el futuro’, ‘Mi hermana’, ‘Mi tía, mi vecino, carga lavadora’,  ‘El sol saliendo y Iluminando’, ‘La planta de plátano en mi casa’, ‘Al frente de mi casa, muy lindo’.


Sebastián ha fotografiado un estrecho paso entre dos altos muros y lo ha titulado ‘Pasillo hacia un mundo mejor’. Pero la foto que más le gusta es la que se llama ‘Mi sombra’, que es la elegida para la portada del catálogo. La hizo Royver Estiven, de 10 años, que quiso hacer la foto de una gallina, a sus pies, y halló su sombra.
El día de la inauguración es una fiesta con refrescos para todos. Están los artistas y los familiares de los artistas, casi todo mujeres, venidos a la presentación, en el centro amurallado, desde sus barrios lejanos, africanos, violentos, excluidos y olvidados. Es donde trabaja la Fundación, en lugares donde les falta todo, donde la tasa de analfabetismo es muy alta, donde los niños tienen pocas posibilidades de salir del barrio. Donde lo más probable es que terminen en pandillas ellos y embarazadas a temprana edad ellas.
Tras mostrar orgullosos sus creaciones, madres, tías y niños y curiosos asisten a la proyección de un documental, titulado ‘Mi barrio’. En él, cinco familias valientes que han abierto a la cámara la puerta de su casa cuentan su cruda realidad, sus carencias, sus ilimitadas necesidades, sus sueños. Un padre pide una cancha de deporte para que los chicos no estén desocupados y peleados; una madre afirma que no puede salir de casa por la violencia; una mujer cuenta que le mataron a  marido de un tiro; una adolescente solo quiere salir del barrio; un niño afirma que ahora al menos se puede jugar en la calle; para una abuela que lo peor es “que te entran en la casa”; un hombre, Jorge, quiere llegar a ser cantante y poder ayudar a su barrio. Tiene una canción que él mismo ha compuesto, una magnífica letra que rapea al final del documental, titulada precisamente Mi Barrio. Se lleva los aplausos de todos.
Las fotografías logradas por estos jóvenes fotógrafos permanecerán un mes expuestas en el museo. Componen un escaparate de las vidas que les toca vivir. Son una ventana abierta para que veamos qué pasa en sus barrios. Son voces que reclaman, instantáneas que explican, fogonazos de visibilidad, como gritos. Porque son cinco los niños que recibieron su cámara, de los 250 con los que trabaja la fundación. Pero hay muchos más llenos de problemas, con unas capacidades que a lo peor no pueden desarrollar. Necesitan leer y escribir, y motivaciones creativas, y actividades que les acerquen la oportunidad de un futuro. Sobre todo atención.
Royver Estiven Colón León, ese es su nombre completo, el de la sombra, es vivo, flaco y rápido. Parece orgulloso de lo que ha hecho pero tiene otro sueño, No piensa nada en un futuro de estudios superiores de ciencias, como Sebastián o Eyder. Él quiere ser futbolista, “como Cristiano”.


jueves, 19 de junio de 2014

Marea amarilla


Ganó Colombia y las calles de Cartagena se inundaron de amarillo. Los taxis ya son de ese color, pero además sus conductores se han puesto la camiseta amarilla y prendido sus banderas en los retrovisores, así que se forman caravanas que enloquecen a la ciudad con el pitido de los claxon. El limpiabotas, las dependientas de la farmacia, el repartidor de helados artesanos, los meseros de los bares y las camareras del restaurante, las empleadas de la zapatería, el conductor del coche de caballos, la recepcionista del hotel, el manco del parque Bolívar, los limpiabotas, todos tienen puesta su camiseta amarilla y no se la piensan cambiar.
El viajero ha visto los dos partidos de Colombia en compañía de colombianos y ha comprobado que son las mujeres las más apasionadas. El primero fue en casa de un profesor, con su mujer y sus dos hijos. Ella no podía quedarse quieta en la silla, cada vez que un amarillo miraba a la portería contraria, aunque fuera en el centro del campo, se ponía de pie, incapaz de sujetarse, vamos, vamos. Si era el griego el que miraba de reojo desde esa misma distancia, gritaba peligro como si llegara un incendio. Y cuando marcaba el gol abrazo a su hijo, a su hija, a su marido, al viajero, a la persona que trabaja en la casa, al señor que llegaba pedir una ayuda y que pasaba por la calle.
El partido de Colombia con Costa de Marfil lo vio el viajero en una oficina que quedó paralizada. La mitad del staff subió a verlo al despacho del director, que estaba de viaje. Otro tercio, inferior en el escalafón, lo vio en una plataforma de internet que pudo tomar la señal en el salón más amplio. El tercio restante, la telefonista, el chico de los recados, la chica de administración y la encargada de la cafetería y el mantenimiento lo vieron, todos con la camiseta amarilla puesta, en la cocina de la empresa. El viajero prefirió este grupo. La señora que atiende con agua fresquita y un cafesito, un tinto, en los ratos de calor bajo el aire acondicionado salta tanto como la madre de familia del día de Grecia. No puede permanecer quieta y grita, anima, salta y se va de la cocina porque no soporta los nervios.
Cada vez que marca Colombia un gol los gritos se oyen en todo el edificio antiguo, se abrazan. Y ha pasado en los dos partidos, quieren como abrazar al viajero, pero algo, será el viajero, los cohíbe y se paran para volver a los abrazos patrios.

Fuera, tras ganar Colombia los dos partidos, la locura amarilla. Es de suponer que si sigue avanzando en la clasificación la marea no pueda parar.

sábado, 14 de junio de 2014

Reflexión y ley seca



La jornada de reflexión de cara a la segunda vuelta de las elecciones colombianas incluye la ley seca, de modo que ni en bares ni en supermercados ni en puestos callejeros se puede vender, ni comprar, una gota de alcohol. El problema es que en la misma jornada de reflexión se juega el primer partido de Colombia, contra Grecia, y tal vez se pueda reflexionar o no, que la pasión que levanta aquí el futbol no cabe, pero lo incompatible es la prohibición de trago. ¿Juega Colombia el mundial de fútbol y no se puede tomar? Imposible. Incluso hay analistas que especulan con que el resultado electoral dependerá de cómo termine el partido. La euforia o la depresión puede influir en ir a las urnas o no, con lo que variará mucho el número de votantes.
En lo único que coinciden los contendientes, el todavía presidente Santos y el aspirante Zuloaga es que desean, y necesita, que Colombia gane a Grecia. En el resto, en nada. Al menos en apariencia. Porque muchos observadores dicen que en realidad son la misma cosa, que salieron de las mismas ubres, las del ex presidente Álvaro Uribe y que aunque aparenten enemistad profunda defienden idénticos intereses, no precisamente progresistas.
La bandera de la campaña, también en la primera vuelta, pero sobre todo en esta segunda son las conversaciones de paz con las FARC, y el anuncio esos mismos días del inicio de conversaciones con el ELN. Electoralista, dicen los partidarios de Zuluaga. Una oportunidad que merecen los colombianos, dicen los de Santos.
De Santos, que apuesta a todo o nada por la paz, dicen que por qué no lo hizo antes. De Zuluaga, que está nombrado y manejado por Uribe que es peor, la mano dura que viene. ¿A qué me suena?
Lo que preocupa a los colombianos es el futuro, la corrupción, la paz, el trabajo, la seguridad. Pero sobre todo el partido con Grecia. A una hora para que empiece, las calles de Cartagena, vacías, como las de todo el país. Se han aprovisionando de existencias para burlar la prohibición de alcohol. Ni el triunfo ni la derrota se entienden sin brindar con largueza. Y el resultado levantará la moral o hundirá las ganas de elegir entre Santos o Zuloaga.

La preocupación de los camareros del Bellavista, si se puede tomar una litrona que caduca hoy.

jueves, 12 de junio de 2014

Palenqueras, a la orden


Es negra, grande, coqueta, engreída, atractiva, y va vestida con faldones de colores chillones, básicamente amarillo, rojo y azul como la bandera de Colombia. Vende fruta en la calle y lleva las uñas de los pies cuidadosamente ornamentadas. Es así y va así, tenga 20 años o 60. Porque su orgullo de casta y su porte de buen esqueleto hace que no se le vea la edad. Ni importa. El tapercito de fruta que prepara a cambio de 3.000 pesos tiene tanto colorido como sus vestidos. Sandía, papaya, mango, mamoncillo, curuba, guanábana, guayaba, lulo, maracuyá, piña, banano, melón. Evidentemente muchos de los nombres el viajero los sabe porque se los ha preguntado a la palenquera que se sienta cada mañana en la esquina del parque Simón Bolívar que acerca a la catedral. Ella los ha explicado con digna naturalidad, sin sonrisas, sin ninguna intención de adular al posible cliente preguntón. A la orden. Con la misma inflexión en la voz que cuando informa del precio de su fruta madura o indica la dirección de una calle en el laberinto de la ciudad amurallada de Cartagena de Indias.
Su puesto es el más visible de los otros cuarenta y siete (sí, 47 negocios contados uno  a uno) está en el lado del museo del Oro y la Plaza de la Proclamación. Destaca por los colores, los de los ropajes de ella y de su hija, y por los de la fruta tropical que dispensan, y porque la mesa donde desarrolla su comercio callejero mide un metro por un metro. Todo un alarde si se compara con la superficie de que dispone el vendedor de gafas de sol, cuyo muestrario lo expone en una torre formada por tres cajas de zapatos, una sobre otra. O la chica que ofrece recargo de tarjetas prepago o llamadas desde su celular, que se desenvuelve con un taburete y una caja de cartón puesta al revés, ahí su oficina, porque es más barato hacer una llamada desde ese teléfono público que recargar el propio. Más liviano en cuando a espacio es aún el negocio del hombre que vende chicles, y parecido el del limpiabotas,  que acomoda a su cliente en un banco del parque. Y comparte workspace con un músico argentino que toca la guitarra y explica que es argentino y su música también; el carrito del hombre que vende jugos de fruta recién hecho no ocupa más que la oficina ambulante de la chica de los teléfonos.
En realidad, no solo el parque, también las plazas, y la ciudad, están llenos de carritos. Sobre esas ruedas precarias se asienta la vida que se buscan haciendo arepas en una plancha rudimentaria o helados caseros, asando salchichas, vendiendo saxos de juguete, o sombreros, o collares, o flores, o abanicos, o reparando zapatos o  componiendo camisas…el arte de la venta como forma entusiasta de salir adelante. Y la forma protocolaria no es qué desea usted, que le sirvo, miré que buen producto tengo. No, es: “a la orden”. Uno que no tiene carrito ni necesita espacio entre los bancos de los laterales del parque es el que vende cigarrillos sueltos. Le basta con mostrar la cajetilla: a la orden.
De modo que la palenquera grande es la reina del parque Bolívar. Lo es por prestancia, por actitud vital, por atractivo, por poderío personal, por autoridad y, claro, por el ventajoso y privilegiado puesto que regenta. Como ella, y su hija, hay muchas por la ciudad.  Son las mujeres más fotografiadas, tanto que muchas ya han aprendido a pedir una colaboración por dejarse hacer fotos. Esta de la que hablo, no pide nada. Mira retadora o se da la vuelta. Tienen todas detrás una historia larga y dura que se remonta a los negros cimarrones que llegaron a Colombia en tiempos de la conquista, desde África, como esclavos. Se refugiaron en las montañas y allí construyeron una suerte de corral con palos, los palenques. De ahí el nombre.
Están debajo de la Torre del Reloj, en Las Bóvedas, en la Plaza de Santo Domingo, al fondo de la calle, en cualquier cruce, o en las playas de Boca Grande. Mueven sus anchas caderas y parecen navegar los largos faldones de colores. En la cabeza sujetan en aparente equilibrio natural la ponchera, un recipiente donde portan la fruta cortada en rodajas o los dulces caseros que también venden. Algunas se protegen a sí mismas y a su mercadería con una también chillona sombrilla. En la playa ofrecen a los turistas gringos una sesión de masaje o un peinado de trenzas africanas con acabado de bolitas de colores. “Amiga, masaje”, “amiga, trenzas”.
La del Parque Bolivar, no. Ni trenzas ni masajes ni fotos ni sonrisas. Es la reina altanera. A las ocho de la mañana está regentando su esquina y cuando el viajero se despide del centro para buscar la brisa marina cuando cae el sol, ella sigue en su trono. Abanicándose, desdeñosa y hermosa.


sábado, 7 de junio de 2014

El celador del mar



Hay historias que las buscas y otras que te encuentran. Con la de A. hice como que no y ella se me puso delante. Vive junto al mar, con sus perros, con sus gatos, con las garzas que lo visitan, con los alcatraces que miran displicentes, a apenas doscientos metros de donde nació, en el exclusivo hotel Santa Clara. La vida de A. está llena de paradojas, a sus 56 cumplidos dio muchos tumbos, fue artesano, obrero, guía, desocupado, vendedor de mil productos, hasta que encontró el sitio donde ahora vive, un privilegio que le dio Dios, afirma, y que no todo el mundo sabe apreciar. No es pescador, no le gusta. Para qué, además, si los peces se los dan los pescadores por echar un ojo a sus barcas. Antes hacia collares, ahora recoge lo que le trae el mar, conchas, piedras, maderitas.. Las junta a granel en un cubo y las vende a los artesanos que llegan a elegir las formas más originales. Él no tiene que trabajar para vivir.
Ha hecho su casa, a dos metros de la orilla, con lo que le trajo el mar; vive de lo que le da el mar, y el mar le ha enseñado a vivir. Así lleva de felicidad cuatro años. Su título oficial, el que asume con gusto, es celador del mar, porque lo cuida, porque vigila los útiles de los pescadores, porque indica a turistas donde bañarse, porque sabe cuándo sube la marea, porque comparte tiempo y asueto con chicos de la calle. “Todo me lo da el mar, y debo agradecer a Dios que me diera este privilegio. Otros celadores no han sabido apreciarlo”. Tiene un pez globo. Él mismo lo ha disecado. Le ha inyectado formol y ha pintado con barniz las puntas afiladas. Lo tiene en un pedestal, a la puerta de su casa, formando parte de su particular jardín marino. Le preguntan, que cuánto vale el pez, pero no quiere vender. Hay otro pedestal, con una rosa roja en un vaso de agua y a su alrededor un collar hecho con las piedras más curiosas. “Por adornar un poco esto”, dice, como si hablara de un cuidado huerto. Y así es, los cinco metros de playa que rodean su casa, los tiene limpios, atendidos y ornamentados. “El mar me ha enseñado a limpiar. El no se queda con la porquería, la bota”. Y A. hace lo mismo. Antes tiraba sus desperdicios en cualquier sitio, ahora no. Hace como el mar.
Cada día pasaba a la vera de su casa. Cada tarde. Al atardecer, cuando se oculta el sol o está a punto de hacerlo, aparece el momento agradable de Cartagena de Indias. La brisa del mar acaricia la cara y se quitan del alma todos los trabajos, todas las dudas y todas las soledades. Debe ser un mágico efecto marino y nocturno. Hablé de esa particular morada ya hace días, cuando me dio por comparar su posición con la puesta de sol tan exclusiva que creían tener los clientes del Café del Mar. Hablé de una casa frente al mar, a ras de agua, con mejor puesta de sol, de espaldas al mundo y de dos tipos que compartían tiempo y cigarros. Algunas veces pasaba y no había  nadie,  o pululaba cuatro o cinco perros y otros tantos gatos entre los mil cachivaches, seguramente la familia doméstica de los tipos silenciosos.
Ahora sé que uno de los tipos es A. y el otro es su hijo o uno de los chicos de la calle que lo visitan. “Dicen que hay violencia, si el gobierno diera facilidades para trabajar a estos pelaos se acababa la violencia”, asegura A. en la exposición de filosofía vital que hace y que pasa por el mar, por la ecología, el arte de disecar, la situación política de Colombia, la violencia y lo confundida que anda la Humanidad. El tal pelao vende bolsitas de agua fría en la playa, en mercadillos y plazuelas. Asiente con la cabeza a todo lo que dice A. Lleva camiseta de la selección colombiana, gorra de béisbol, tapa sus ojos con gafas de sol y una cicatriz corta su cara. Se siente uno seguro a su lado porque está A.

Un día el tipo que vive de y con lo que le da el mar pareció saludar con un gesto. Al otro le pregunté por el pez globo disecado. Y así fue como la historia de A. me salió al encuentro. Su mujer vive al otro lado de la ciudad. Cada quince días él toma la bicicleta y va a visitarla. Pero a ella no le gusta el olor a pescado, así que A. se lo lleva ya cocinado. Y efectivamente, nació hace 56 en lo que hoy es el hotel Santa Clara, un lujo y exclusivo hotel en lo que fue un antiguo convento, una joya arquitectónica del siglo XVII. Cuando nació A. el sitio de cinco estrellas de hoy era el hospital Santa Catalina. 

lunes, 2 de junio de 2014

Fiebre del sábado noche


Cartagena se llena de color, música y sudor las noches del sábado. Toda la ciudad, pero si ponemos el foco en el barrio de Getsemaní entonces notamos un estallido. En la plaza de la Trinidad, a los once de la noche se concentra una multitud. Como cada sábado, cerrada la puerta de la iglesia del mismo nombre tras la última boda del día, gente de todas las edades y condición se dan cita en ese gran atrio. Aposentados en los escalones que la bordean, escuchan al showman o comen en los tapers que han traido de saca o comprado en los puestos ambulantes.
El artista se llama Álvaro y se queda con el personal. Lleva consigo su espectáculo, ingenioso, rápido, simpático, atrevido, a veces con chistes que llevan algo de sal gruesa, pero muy capaz y muy flexible por las plazas de Cartagena. Es un caleño, de Cali, que con un micrófono y una batería es capaz de encantar a un público de todas las edades. Se ríen con ganas, la función es gratis aunque pasa la gorra y avisa de que no se anden con moneditas, que eso no cotiza, que si quieran le den billetes, pero no como caridad. Se enerva al hablar de “el podre cómico”. No,  él hace su trabajo, dice, si consideras que es bueno, lo financias. “No me jodan con la caridad, yo no pido limosma”.
En la plaza quedan todos, después de cenar o antes de cenar o en el caso de no cenar, o como destino o como lugar de paso. En cualquiera de los casos se piden una litrona en loso bares de los alrededores, se mira el espectáculo y se abanican. Y se van sumando almas al grupo que ha convocado Silvia, que también vive en el Bellavista. Silvia tiene tiene rizos afro y una capacidad asombrosa de juntar gente y hacerlos amigos. Te puede abordar en el patio encalado del hotel, o ante la caja del supermercado Éxito, como es el caso, y proponer de una vez: viene un socio también español, cenamos en un hindú, que son amigos, y luego a beber y a bailar. ¿Te apuntas? Y el viajero se apunta a casi todo, que anda solo, está abierto y dispuesto a comprobar, a ver, a entender.
Y aparece un español emprender que  pretende vivir la noche cartagenera y exportar su negocio o al contrario, eso no le quedó claro al  viajero. Y llegan tras la cena hindú a la plaza de la Trinidad, donde el show callejero de Álvaro, y presentan a L. a D. a W. Y también a F. a Y. a M. y más nombres que no llegan a prender en la memoria. Y  hablan de libros, de cine, de García Márquez, y comparten los chupitos de la litrona. Y Silvia presenta a más gente y empieza una procesión por las calles de Getsemani, en busca de un lugar donde bailar.  La primera opción es la Tasca Maria, al lado de Habana, pero la calle se ha quedado a oscuras y parece que no es prudente entrar. Silvia tiene más opciones, así que empieza a navegar por el mar colorista y bullanguero de gente con ganas de fiesta que atesta la calle Larga, poblada de discotecas. Elige Leblon, la más atronadora, y la de peor aire acondicionado. Así que el calor, el sudor y la magia de todas la músicas que pasan del merenge a la salsa, el reggaetón, la bachata, el rock. Se nota la habilidad, la costumbre, el talento, el gusto y el calor por bailes de los cartageneros. El viajero hace lo que puede con la ayuda de L. y queda contento. Entre todos pagan una botella de ron y el trago ayuda mucho. No se trata de mover el esqueleto, son la cintura y las caderas las herramientas que intervienen en ese juego. El español empresario dispara a todo lo que se menea, pero se menea tan bien que les resulta fácil esquivar su poco flexible esqueleto.

La botella de ron se termina pronto y se pide otra. El grupo que sigue la música y la adopta, la siente o la atraviesa está compuesto por una docena de personas que ha convocado Silvia. Hablando con cada uno resulta que casi todos la acaban de conocer. Los más viejos amigos son de la noche anterior, pero los rizos de Silvia, su risa franca y su móvil son capaces de hacer esa convocatoria y otras cinco en la misma noche.  A las cuatro sudoroso, el viajero, L. y J. se van a que el primero conozca otra discoteca, Mister Babilla, con mejor aire, con sus mesas para comer. Aquí hay más Carlos Vives, y más salsa,  más Rubén Blades e igual de Merengue. Silvia ha encontrado a su marido canadiense,  el español se ha perdido en busca de algo a lo que disparar, parte del grupo queda en Leblon. A las cinco de la mañana toca ajustar con un taxista el precio de la carrera.