Tras
visitar El Colombiano y hablar de periodismo durante dos horas, el viajero probó
el metro de Medellín. Una experiencia casi tan intensa como la aventura de
conseguir un taxi en el centro de la ciudad un viernes a media tarde, a la
puerta de un puente y víspera del partido de Colombia con Uruguay. En ambos
casos se lo tomó con calma, ni había prisa ni había de qué preocuparse. Le queda
la duda: ¿semejante tranquilidad la da el viaje, el tiempo que lleva en
Colombia o ya la traía consigo?
Avisó
de su viaje a Medellin y unos lo animaron, que ciudad más bella, te va a
gustar; y otros lo pusieron en alerta, ten cuidado. Así que sacó el billete en
Avianca y reservó hotel. Desembarcó con dudas, pero solo operativas. Y eso se
resuelve con información. Así que la buscó en el aeropuerto en una oficina un
poco escondida con un servidor encantador. Salió de allí sabiendo qué debía ver
en Medellín y cómo moverse.
El
aeropuerto está a casi cuarenta kilómetros de la ciudad, lo que supone unos
cincuenta minutos. Un taxi cobra treinta dólares o sesenta mil pesos. Se puede
ir en autobús, pero hay otra fórmula intermedia, el colectivo. Por 8.900 pesos
lo arreglas, luego desde el centro se toma un taxi hasta el hotel, por otros
6.000 más o menos, así que la operación supone un ahorro importante que da para
la cena.
Con
lo que no contaba el viajero era con desembarcar a las cuatro de la tarde de un
viernes en el centro caótico de Medellín. Cada taxi ocupado, una marabunta de
autobuses y vehículos sin fin impedía cualquier movimiento. Las aceras tomadas
por los vendedores ambulantes, y el tráfico humano en cuando se abrían los
semáforos era tan infernal como el de los coches. Materialmente imposible. Un
laberinto agobiante de ruidos, bocinazos, calor y estruendos. Pero lo peor, la
desorientación: hacia ¿donde ir, cómo salir de allí, abría un salida de
semejante locura?
En
su ayuda acudió una encantadora agente de movilidad, que empezó a hacer señas
más enérgicas que las del viajero para llamar la atención de los taxis. Pero
aunque tampoco resolvió nada su compañía aportaba calma. Hizo uso de su walki y
apareció otro agente con la intención de lograr lo que ni ella ni el viajero
habían conseguido. Solo pasado un rato, tras alejarse, volvió con un taxi que contó
su vida en el recorrido hacia el hotel. Era de Bucaramanga, pero ya llevaba dos
años en Medellin. Y consideraba una suerte tener un carro “y que con él te
puedas ganar la vida”. Él tenía esa suerte, el carro le había costado cuatro
millones de pesos. El precio, vivir solo en Medellín, que su familia sigue en
Bucaramanga.
Así
que probó el metro en Envigado, en dirección a Niquía, al otro lado de la
línea. Llegaba bastante lleno, pero a medida que iba avanzando estaciones se
llenó hasta atestarse. No había forma de moverse y empezó a sentir roces,
apretones, conversaciones y alguna paranoia. Atestado como en dos horas punta
juntas. Hasta Acevedo, donde tomó el metro cable. Ahí estaba la vista
espectacular sobre Medellín que seguramente merecía todo el viaje. Las fotos.
Todo el follón era por ser sábado y porque estaba a punto de empezar el partido
de Colombia con Uruguay. Nadie quería perdérselo.
Fue
un alivio liberarse y tomar el metro cable hasta Santo Domingo. Luego el
teleférico en compañía de dos parejas que querían llegar al parque Arví. El
viajero volvió solo volando sobre la selva. A veinte metros sobre árboles
desconocidos, enmarañados, frondosos. Y el silencio del vuelo. La ensoñación de
la soledad en el leve bamboleo de la cabina. Luego tras diez minutos, los
campos de cultivo, las haciendas. Después los cerros, las casuchas agarradas a
las faldas de la montaña. La elucubración pionera se rompió con el primer gol
de James. Incluso en la cabina insonorizada del teleférico llegó el grito de
una Colombia enloquecida por su triunfo.
También
una periodista, profesora y ya amiga, se rio mucho con la idea de volar la
selva. “No sabes lo que es selva”
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