viernes, 22 de mayo de 2020

Golondrinas entre los libros



Miraban las dos con desconfianza, a todas partes. Agarradas a la barra que cuelga del techo, cambiaban de postura, se fijaban en cada rincón, cada sombra. Observaban. Movían el cuello mucho, me miraban. Estoy convencido de que hablaban entre ellas. No entendía nada de su conversación, pero observé que era continuo su parloteo, que había matices en sus tonos -unos largos, otros cortos, altos, bajos, sonidos monosilábicos y otros dilatados como frases- y que hablaban de mí. Seguramente del temor que les producía mi presencia, posiblemente se enseñaban estrategias para evitarme, para defenderse o parar proteger lo que seguramente no querían que descubriera.




Cada mañana abría la puerta del garaje, como una costumbre, fuera o no necesario. A veces, las menos, era para coger algo o subir y bajar la calefacción, pero casi siempre se trataba de una apertura gratuita. Lo mismo que hacía cada noche, de forma mecánica: cerrar. Aquella mañana hice lo mismo que todas las que llevaba en el campo, desde el confinamiento: abrí y salieron las dos golondrinas como de estampida. Pensé que habían pasado la noche. Pero volvieron a entrar. Así que me di cuenta de que no era un encierro casual. Algo tramaban ocupando mi garaje.

Entraban y salían en vuelo rasante, haciendo tirabuzones en el aire, esquivándome, recorriendo de extremo a extremo el espacio: por encima de las cajas de libros apiladas, de las herramientas, de la motosierra, de las tablas, de la caldera de gasoil. Salían y volvían a entrar, Y se paraban en la barra paralela el techo. Me miraban y parlotean entre ellas. Me quedé inmóvil por no molestar su proyecto, ya fuera hacer un nido en mi garaje o defender a las crías ya nacidas. Permanecí en silencio, mirándolas a veces directamente o simulando que no reparaba en ellas. En mi posición inerte y atenta creí percibir unos débiles sonidos en alguna parte, como respuesta a sus cotorreos. Volaban por el garaje, se paraban en la barra, pero no me daban la oportunidad de saber qué defendían, ni ubicar su domicilio dentro de mi cochera.

Les hice una foto, las dos paradas en lo alto, una cerca de la otra, comunicándose. Me miró una de ellas, al percibir el click de la cámara del móvil. Y dijo algo, un sonido puede que irritado, que no entendí. Pensé enviar la imagen de los dos pájaros a Betty, que se la enseñaría a su hija y ésta me pediría adoptarlos. Había hablado con ella por teléfono y dudaba si abrir o no abrir el bar. Es verdad que no reúne las condiciones para respetar la distancia social, y tampoco sería fácil explicar a sus parroquianos dónde ponerse.

-Cómo le dices al taxista ensimismado que se corra medio metro para allá.- Se preguntó riendo.

No, no es fácil. Aunque los clientes de Betty se cuenten con los dedos de las manos. Me dijo también, con algo de reproche, que los tengo abandonados. Y es verdad. Hace tiempo que no me ocupo de sus historias, pero sabe que estoy. Contó que, antes de la pandemia, había empezado a ir por el local alguien que me podía interesar, de quien podía sacar juego. Le insistí y se hizo de rogar, seguro que para que me presente en el bar en cuando me diga que abre.

El garaje es un caos donde orientarse es dificil si no se tiene costumbre. Aunque por lo visto las golondrinas sí. Forrado de cajas de libros, se mezclan herramientas con bicicletas, la caldera, el depósito de gasoil, las cadenas para la nieve que nunca he puesto, tablas, cartones, mucho polvo, herramientas que ignoro su uso, barricas, una mesa de camping, cubos con pelotas de tenis, puertas, somieres, trozo de maderas por si acaso. Un desconcierto atestado en el que no es fácil aclararse. Ellas, se veía que sí. Evolucionaban en sus vuelos rasantes hacia mí y hacia la puerta, y vuelta. Quizá no estaban disimulando sus intenciones sino que me invitaban a irme.

Yo entraba y salía a veces sin motivo, como para dar un aire de normalidad a mis movimientos. En ocasiones me paraba y las observaba durante un rato. Pero una cosa y otra quizá las confundía. Se quedaban en la barra fija y parloteaban entre ellos. Sus cabezas negras, como sus alas, los pechos y la panza blancos. El macho era un poquito más grande y en el pecho tenía una pincelada medio marrón medio roja.

Supuse que había podido más mi paciencia que su disimulo. Porque en una de mis entradas sorpresivas las vi por una de las cajas, una vez a una y otra vez a otra. Era la 47. Ignoro si la habían elegido por el contenido o porque era la situada más cerca del techo, por tanto, la más inaccesible y escondida.  Enterado de donde estaba su rincón elegido para domiciliar su nido, procuré dejarles libre el espacio, no interrumpir sus parlamentos ni su quehacer.

Acudí a mi base de datos de Acces, la única manera de tener al menos ubicados los libros, y comprobé que en esa caja 47 están libros de Javier Tomeo, Luis Landero, Tereci Moix, Toni Morrison…. Y también ‘Hablemos de langostas, de  David Foster Wallace. Por esas casualidades que parecen señales, resulta que estoy leyendo ‘La broma infinita’, del mismo autor. Quedé pasmado. Esas coincidencias artísticas dan que pensar. Quise comprobar, confirmar, así que me hice con una escalera larga y trepé hasta la caja 47.

No había sido tan listo ni tan perspicaz, no había podido más que las golondrinas. Allí no había nada ni nido ni rastro. Tampoco en el altillo vecino, sobre la caldera. Ni en el que cubre el paso a la bodega.

Me volví a sentar en la hamaca, derrotado. Ellas me miraban posadas en la barra del techo, cuchicheando. Entraban y salían atareadas al garaje. Sin darme ni una pista de donde se habrían aposentado.

Seguiré indagando. Aunque tenga que mirar caja a caja. Pero, ¿lo de David Foster Wallace?