viernes, 28 de noviembre de 2014

Monólogo de Montoro en lo de Betty


Llegó en vaqueros cuidadosamente gastados, solo, sin escolta, las solapas de la gabardina subidas, camuflado o protegido de la lluvia con un gorro de plástico. Las gafas empañadas y los rizos del cogote empapados. Serían las ocho de la tarde. Tal vez algo más. Honorio dio un codazo al taxista que no levantó la vista del fondo de su vaso vacío ni por el empellón ni por la aparición del ministro
-Este, o tiene mucha moral o no sabe dónde ir o es masoca.
Al principio entendieron los parroquianos el plan de Montoro de palpar el sentir de la España real. Pero después lo que pensaba la gente de donde Betty quedó claro, y más después de pasar por el bar tantas veces.
-O es el único sitio que tiene Mirinda.
Dijo Betty con visión comercial, poniendo el vaso y la botella frente al recien llegado antes de que este pidiera nada.
-Buenas tardes, señores.
El saludo protocolario no obtuvo respuesta. Como casi siempre en los últimos tiempos.
Pero el ministro ya había demostrado que tales reacciones no le arredraban. Iba al bar de Betty como si tuviera una misión. Así que dijo, sin preocuparse de quien lo oía:
"Que no nos confundan con las noticias, que estamos sacando a España de la crisis económica más profunda". Redundó en que lo de la corrupción era "circunstancia menor".  Lo que les digo señores, se oyó, es que este gobierno "no va a fallar a España".
Y una voz pronunció el nombre de Rato y de Ana Mato. Y el hombre de los rizos en el cogote se puso a explicar que el PP no  es "una persona o unas personas", que "es otra cosa" 
Quedó solo Montoro aislado en el centro del bar, pegado a la barra, junto a su segunda Mirinda. Se fueron apartando todos de él, haciendo un vacío a su alrededor. Como si la ola lo hubiera dejado solo en mitad de la arena. El que permaneció  más cerca fue el taxista porque no se movió y siguió a lo suyo, sin apartar los ojos del fondo del vaso vacío. Hubo quien observó una tensión mayor en la cara y en las manos del taxista. Como si apretara los músculos, y en su ensimismamiento fuera esa la máxima expresividad permitida. Un momento hubo en que también quedó cerca Paqui, por el intento que hizo durante un instante de no dejar solo al taxista, pero se arrepintió enseguida. O no se lo permitió así misma. De modo que se creó un cerco mudo alrededor del ministro, apenas roto por el taburete del taxista.
Un escenario anómalo: el ministro hablando como si diera una rueda de prensa sin preguntas, un monólogo para nadie, explicando lo que no le preguntaban, argumentando sin interlocutor. Y los parroquianos, que oían mientras aparentaban no escuchar, hablaban entre ellos de lo que decía Montoro pero despreciando su presencia
“Estos se creen que somos gilipollas”; “Se les está acabando el chollo”; “pero qué cara más dura”; ”¿a que llamamos a Podemos?”; “Otro que tampoco ve el Jaguar en el  garaje”…. Cosas así.  
Como ni tuvo eco ni se sintió entendido, terminó su segunda Mirinda, se tocó el gorrito para la lluvia y salió.
-Buenas noches, señores.
Fue salir el ministro y el círculo se volvió a cerrar como si fuera un fenómeno meteorológico. Llegó él y se abrió y se fue y se cerró abarcando al taxista ensimismado.
Honorio igual que dio un codazo al taxista cuando apareció Montoro, le tocó el hombro cuando se fue.
No solo Honorio, también Betty, todos, tenían deferencias con el taxista. Ya no le hablaban, ni le preguntaban, respetaban su abstracción, pero si lo tocaban: una palmada suave, un roce solidario, un toque en el hombro.
Y en voz baja, o mientras se iba de pronto, supuestamente a dar una vuelta con el taxi, aunque estaba comprobado que no lo movía, decían que necesitaba ayuda, que iba a acabar mal.
Y todos miraban a Paqui que se encogía de hombros y a veces se echaba a llorar. Porque era su ayuda y su perdición. Procuraba estar cerca, como vigilándolo, pero ella no se atrevía a tocarlo, ni por calor ni por piedad.
Si se especula con que el taxista quizá duerma en la pensión donde vive Paqui es por lo que ella mismo dijo un día. Que la noche en que la mujer lo echó de casa al final fue a la pensión. Y todos entendieron sin que lo explicara que fue a la casa de huéspedes donde tiene el alojamiento, no donde ejerce. 

Y todos, aunque no pregunten, tienen ganas de saber qué paso exactamente aquella noche y cómo acabó. 

martes, 25 de noviembre de 2014

Como Las Grecas


Al Chispas no le gusta que lo llamen Chispas. Suele repetir que él es técnico superior en electrónica y electricidad, y que como mucho responde si lo llaman electricista. En confianza dice que lo otro es poco profesional y que se pone de mala hostia cada vez que le dicen Chispas.
Es el hijo del portero y aparece por el bar de Betty solo de vez en cuando y si no está su padre. Antes iba mucho. Luego desapareció, estuvo un tiempo sin volver, parece que se casó y ahora va de vez en cuando. Honorio le dice a Betty que para buscar alguna chapuza, que él mismo lo llama cuando tiene alguna avería eléctrica.
-Ha cambiado mucho. Ahora está más centrado
Betty asiente. Ni confirma ni desmiente. Sabe todo, lo mira todo, pero nunca dice.
Honorio también sabe porque es el más viejo del lugar, pero teoriza más. A veces habla para que Betty le confirme. Y la dueña del bar confirma o no. Es propietaria de sus silencios y sabe que un bar funciona si se entera de todo lo que pasa pero siendo leal con cada cliente. Y ella al portero le tiene ley. Lo que no quita para que el jubilado siga especulando.
-Lo que peor lleva el portero es que no le deje ver a las nietas.- Dice mirando a Betty. Y como quiera que ella ni ratifica ni desmiente, el viejo se contesta a sí mismo
-Pero parece que la culpa es de la mujer del Chispas, que no quiere que su suegra vea a las nietas. La tuvieron gorda y no han vuelto a hablarse.
Honorio ha bajado pronto con sus calcetines de colores, cada uno distinto, en sus chanclas como si el bar el Betty fuera la playa. Pidió el colacao y los churros y se puso a hablar del Chispas. Desde que se jubiló afirma que pasó a otra dimensión en la que dice lo que le parece, va a donde le da la gana, viste como quiere y habla con quien sea, venga o no a cuento. Dicharachero, sobrado, deslenguado.
-Hay que joderse. No le gusta nada que lo llamen así. Ayer estaba hablador. Lo que no entendí fue lo de las Grecas que dijo.
A media mañana de este martes la pelirroja sigue enfrascada en su libro, el culo acomodado en lo alto del taburete de la esquina, el taxista continua mirando de manera obsesiva el fondo de su vaso vacío, los de la telefónica ya han pagado lo suyo y salido, de Montoro no se tienen noticias, ni de él ni de sus rizos en el cogote, ni de sus escoltas ni de su Mirinda, y Betty repasa con su bayeta la barra de aluminio del bar.
-Creo que llegó a jugar en el Atletico de Madrid, ¿no?
-Lo probaron para los juveniles. Pero no lo cogieron.
Ahí sí aclara Betty. Si Honorio habla tanto del hijo del portero es porque está de actualidad en el bar: el día anterior por la tarde apareció, invitó a todo el mundo y contó.
El Chispas dijo estar contento porque al menos tenía trabajo. Como autónomo, pero trabajo. En una de las más importantes compañías de seguros. Tras invitar a todos, pidió otra ronda más, rumboso, y contó que su compañía estaba tirando los precios. Porque la competencia está siendo atroz con la crisis y otras aseguradoras están haciendo lo que sea por pillar mercado. Así lo dijo. Que le han bajado las horas a la mitad y ya no le pagan la gasolina, de modo que puede haber un aviso a varios kilómetros que no le merece la pena.
-Pero hay que hacerlo.- Afirma, profesional.
Así que por un lado pone en todos los partes que es siniestro, o cortocircuito, o subida de tensión, para que cubra los gastos el seguro. Así va él haciendo clientes agradecidos, para que le encarguen chapucillas fuera del trabajo. Añade el Chispas que lo que pasa es que a veces no se cobran esas chapuzas porque la gente no tiene dinero.
-Y te pagan en especias.
Como Honorio quiso saber qué era eso, el técnico superior en electrónica y electricidad explicó que por ejemplo una fisio que tiene una clínica le dijo que ella no le podía pagar, que si quería le miraba las cervicales; o que en algunos restaurantes le daban como vales para que fueran a comer él y las niñas; o que el coche se lo arregla un taller y él le controla la luz. Y ahí se puso a contar una historia que casi ninguno de los parroquianos entendió del todo. Ni Betty.
Parece que la madre de un abogado lo llamó para que le hiciera un presupuesto de la consulta de su hijo. Pero que era una sorpresa que le quería dar, así que el trabajo debería hacerlo en el fin de semana. Siguió diciendo que a él no le importaba trabajar cuando fuera y que la señora, agradecida, lo invitó a cenar al mejor restaurante de Madrid y que él se puso como Las Grecas. No acertó a decir el nombre del sitio, solo vagamente que tenía no sabía cuántas estrellas Michelin.

A los del bar de Betty no les quedó muy claro lo que significaba eso de las estrellas, pero entendieron menos qué quiso decir el Chispas con eso de que se puso como las Grecas. 

sábado, 15 de noviembre de 2014

Sin antena parabólica


-No te jode. Que no tiene antena parabólica. Yo nunca la he tenido.
Y se hizo el silencio en el bar de Betty. No es que hubiera pasado un ángel, ni que ocurriera de pronto un apagón, ni que  tocara el gordo de la lotería con el décimo reservado por el camarero, ni que volviera a entrar Montoro, con las ganas que le tenían, no solo el zapatero.
Es que quien habló fue el taxista. Y todos se quedaron pasmados, Betty, su hija, Honorio, el zapatero, el portero, la chica de la ORA, los de la telefónica, incluso la pelirroja  levantó los ojos del libro que estaba leyendo. A Paqui se le soltaron las lágrimas. No dijo nada, pero sus mejillas se inundaron y al intentar secarlas con el dorso de la mano el rimel las convirtió en un barrizal.
El taxista llevaba tres meses sin decir palabra, mirando obsesivamente su vaso vacío. Llegaba al bar en cuanto abría Betty, a las siete de la mañana. Tomaba de un trago el chato de vino tinto que le servían, ya sin pedirlo, y se concentraba en aquel fondo de cristal, como si allí estuviera la explicación de sus desgracias. A veces se iba a comer, nadie sabía dónde, o aparentaba tomar el taxi. Y volvía al mismo taburete como un náufrago. A mirar el fondo del vaso.
Aquella mañana de noviembre todos miraban la tele, más o menos atentos a las explicaciones de Morago. “Vaya morro”, decía Honorio tocándose con insistencia su propio rostro con la mano abierta, como si el presidente de Extremadura pudiera entenderle que lo acusaba de tener mucha cara. El mismo gesto en cada justificación de los viajes a Canarias desde Mérida, en todo el repaso a su curriculum, a su papel de víctima perjudicada.
Pero cuando dijo que no tenía antena parabólica en su domicilio fue cuando el taxista saltó. Lo que no habían conseguido ni Betty ni los demás, unas veces compadeciéndolo, otras animándolo, incluso en ocasiones provocándolo, lo consiguió la queja de Monago. Y repitió:
-No te jode.
Noventa días sin decir una palabra, sin escuchar las de quienes le hablaban, concentrado en el fondo de un vaso vacío.
Antes no era así. Betty cuenta que el taxista era un hombre campechano y hablador, pero se ensimismó cuando lo de Paqui.
Lo de Paqui es una historia que se sabe a medias, porque el taxista, al no hablar, no la ha contado. Paqui ha explicado algo pero de manera queda e incoherente, el portero afirma que conoce bien al taxista y a su mujer, y también ha aportado. La propia especulación de la barra del bar ha contribuido, de manera que lo que se sabe de cierto es poco. Comprobado está que Paqui tuvo un problema gordo con un cliente y que, desesperada y asustada, llamó al taxista. También que este acudió, recogió a la mujer maltratada, semidesnuda y aterrorizada, la montó en su taxi y la llevó a su casa. La casa del taxista. Las diferentes versiones coinciden en estos extremos y salvo matices y redondeos así ocurrió. A partir de aquí es cuando no queda claro casi nada. Parece que a la mujer del taxista le pareció mal que su marido llevara a Paqui a su casa, o que vio lo que parecía pero no era, o que no creyó, o ni escuchó, la historia del héroe salvador desinteresado.
El caso es que puso de patitas en la calle, primero a Paqui y luego a su marido. Betty dice que el orgullo del taxista le impidió explicarse bien y que entró en un bucle raro que lo llevó a mirar obsesivamente el fondo del vaso. Y que, claro, cuanto menos decía peor se ponían las cosas. Su esposa tampoco ha consentido que Paqui se lo explique, parece que llegó a decir que no quería ver a la rubia de bote ni en pintura. Aunque esto último tampoco está comprobado. Lo que sí está visto es que el hombre no ha aceptado nunca los acercamientos y consuelos de la rubia, por más que esta lo ha intentado con toda la paciencia del mundo.
Nadie sabe exactamente, por ejemplo, donde duerme el taxista. Algunos aseguran que en el taxi, que en casa de una hermana que no vive lejos. Se ha llegado a decir que, en realidad, de extranjis en la pensión donde vive Paqui.

Tres meses sin abrir la boca, sin dejar de mirar el vaso vacío. Y quien sacó por un momento al taxista de su bucle fue una queja de Jose Antonio Morago.