martes, 26 de septiembre de 2023

Dieciocho días

 Desde el pico de Urbión, un hilo apenas visible, hasta volverse mar en Oporto. Paso a paso, piedra a piedra. 

El plan es recorrer el Duero en 18 días, pero pueden ser más, o menos, porque no hay plan. Solo está el Insignia, un pueblo donde empezar, Duruelo de la Sierra, y la disposición a escuchar, mirar y entender lo que trae o lleva o aporta o significa en esa España Vaciada. No hay método ni cálculo ni proyecto, quizá desmentir a Gerardo Diego e indicarle que sí que alguien acompaña y baja con el Duero. Solo por ver que pasa. Se sabe a donde va, a Oporto, pero no a quien encuentra o qué deja. Así que habrá donde comer y en qué sitio dormir el resto será improvisación, seguir al río.

domingo, 21 de noviembre de 2021

El olivar de los muertos

 


La ARMH exhuma los cuerpos de siete personas asesinadas por los franquistas

Se llaman Florentino Recio Fernández, Jerónimo Cedillo Zurita, Gabriel Zurita Garillete, Juan Zurita Martín, Domingo Díaz, Pedro Díaz y José María Seseña. Una noche de noviembre de 1936 fueron sacados de sus casas en el pueblo toledano de Recas. Tras caminar dos kilómetros los asesinaron y sus cuerpos quedaron abandonados junto al camino que iba a Villaluenga de la Sagra. Una planicie de olivos.



Unos camineros los encontraron a la mañana siguiente, avisaron de lo que había pasado y pusieron tierra sobre los cuerpos fusilados. Los conocían y por eso reunieron los cuerpos de Gabriel y de Juan, padre e hijo, para que estuvieran juntos. Desde entonces, hace 85 años, se sabía que los siete muertos estaban allí y allí iban sus familias cada noviembre a poner flores.

En el bar de Betty siguen atentos los datos que aporta el viajero, que toma un café recién llegado de Recas. Completa los detalles de la crónica la pelirroja, que ha puesto su coche para viajar a donde el grupo de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) ha exhumado los restos de los siete.

Desde la carretera que va a Recas, a la izquierda, se ve el toldo verde, al grupo de la ARMH, observados por familiares y curiosos, afanados en un cuadrado de poco más de medio metro de profundidad. Raspan la tierra como cirujanos, con cuidado, con seguridad, hasta que aparece un resto que resulta ser un botón o una hebilla o un zapato o un hueso. Después, identifican un cuerpo que puede estar confundido, apilado con otros, y le asignan un número. Lo ponen en bolsas perfectamente etiquetadas. Así irán a las pruebas de ADN.

Sentada en una silla de plástico, resguardada por los coches aparcados del viento frio de noviembre en una mañana soleada, espera atenta Agustina Recio Martin. Es la hija de Florentino Recio. Junto a ella, cuidándola, interpretándola, presentándola, está su hijo Benedicto Sánchez Recio. Han llegado desde Bilbao, para estar en la exhumación. Es ciega, “la pena que tengo es que no puedo veros las caras y a lo mejor mañana os encuentro por la calle y no os digo ni adiós”, pero quiere estar tanto en el descampado que fue olivar como cuando el ADN diga cuál de los cuerpos es su padre. Iba con su madre, Ricarda, a poner las flores o mirar el sitio donde estaban los cuerpos.

-Me decía que no llorara, que no me vieran llorar.

La pelirroja cuenta lo que le paso a las mujeres de los asesinados. No las dejaban acercarse a sus muertos. Por hacerlo las mandaron llamar al ayuntamiento de Recas y allí les cortaron el pelo al cero y les pusieron en la cabeza la bandera nacional.

-Por traer flores. ¿Se puede hacer eso? ¿Son personas?- Pregunta Agustina limpiándose una lágrima del ojo.

La perversión, el odio, la banalidad del mal no tuvo límites. Y Agustina habla de todas las lágrimas que ha derramado durante 85 años, de sus cuatro hermanas que murieron con la pena de no haber sacado a su padre, de las penalidades de su madre trabajando sin cobrar, “solo por la comida” para sacar a su familia adelante.

La noche que sacaron de casa a Florentino para matarlo, Ricarda se encaró con uno de los victimarios: “ya le podías pagar lo que le debes”. Porque el padre de Agustina era tejero y el que se lo llevaba nunca pagó sus deudas. La mujer quedó viuda, con cinco hijos y el pelo rapado. Además, la echaron de su casa y nunca pudo reclamar nada.

Su nieto, Bene, recurrió a la ARMH para que sacaran a su abuelo de la cuneta. Está agradecido, lleva y trae a su madre de Bilbao a Rejas, y anda feliz: “es como si me quitara un peso de encima”. Pero no se le acaban las preguntas. No sabe si la casa donde vivía su abuelo era suya o no, ni por qué el alcalde de Recas pone tantas pegas a quienes quieren conocer la verdad.

-A muchos los mataron para quitarles las tierras y las casas. -Apunta Betty,

-Hay que mirar hacia adelante. Olvidar esas cosas- Dice la señora que mete monedas en la tragaperras.

-Eso es lo que llevan haciendo más de ochenta años, que olvidemos. Tenemos que saber qué pasó y además, quién lo hizo. -Contesta el hijo del zapatero que se ha vuelto habitual del bar de Betty.

 Pide detalles de lo que han visto a la pelirroja y al viajero, y propone visitar el próximo levantamiento de los cadáveres de las zanjas. Quiere saber qué familiares acuden a las exhumaciones, qué clase de gente son los voluntarios de la ARMH.

A la explanada que fue olivar ha llegado la familia de Jerónimo Cedillo. Han llevado a su tataranieta, de apenas unos días: una prueba de homenaje, de fortaleza, de homenaje, del cultivo de la memoria. También está Juan José Zurita del Cerro que honra a su abuelo y a su tío. Y cuenta de los trabajos de la mujer del primero, Dámasa Martín Nieto.

Los voluntarios duermen en un hotel de Illescas y comen unos bocadillos en el suelo, a la vera de la excavación. Entrenados, no los retrasa ni un testimonio, ni el frío ni una pregunta de los parientes, de los periodistas o de los curiosos. Son antropólogos, sociólogos, historiadores, empeñados en una misión justa, digna y necesaria. A todos tienen encantados. Serxio, David, Marco, León, Oscar, Nuria: rascan la tierra, la criban, cepillan un fémur antes de desprenderlo y ponerlo en una bolsa de plástico transparente y cuidadosamente rotulada con el número al que pertenece. Descubren aristas óseas, con una escobilla limpian el polvo aplastado hasta que abren una expresión de espanto, hasta mostrar la postura imposible de unos muertos amontonados, abandonados en una cuneta durante 85 años.

 

martes, 5 de octubre de 2021

Memoria

Betty ha abierto el bar, con mucho miedo. Y con dolor porque ni el zapatero ni el amigo de Honorio van a volver, Se los llevó el Covid. Por ella no habría vuelto, porque el establecimiento no tiene posibilidad de terraza ni ella ganas de que la tenga. Pero su hija la empujó y los parroquianos se lo agradecen.

Fue el hijo del zapatero el que contó lo de su padre, que no lo habían dejado despedirse de él y que pasó justo cuando estaba calculando dejar de trabajar.

-Una putada.

Casi le producía más rabia eso, dijo apurando un botellín, que la puta pandemia. Y Honorio refirió lo de su amigo, a quien tampoco pudo decirle adiós.

La pelirroja lee sentada en el taburete de la esquina, el taxista mira ensimismado su vaso vacío, la señora prueba suerte como cada día con la tragaperras, los de la fibra óptica hace tiempo que terminaron su trabajo pero siguen acudiendo a desayunar a lo de Betty, la chica de la ORA parece que ha vuelto, el portero se asoma como para comprobar que están los que deben estar, Paqui se repinta los labios mirando de reojo al taxista.

La chica de la ORA ya no lleva ese uniforme, está en ERTE y a lo que parece que ha regresado es a la hija de Betty. Se las ve contentas y entrando y saliendo sonrientes por detrás de la barra. Cuenta que viene de Guadalajara, del cementerio.

-Y eso?




Le explica al portero que ha ido a ver como buscan a 26 fusilados del franquismo; que lo hace la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y que vuelve emocionada. Por el hecho de saber que fueron personas asesinadas ante la tapia del cementerio una vez terminada la guerra: los detuvieron, les hicieron un consejo de guerra y los condenaron por “adhesión a la rebelión”.

-Es alucinante, los golpistas juzgan y condenan por “adhesión a la rebelión”.

Pero lo que más ha emocionado a la chica es el grupo que se ha encontrado en el cementerio. Gente voluntaria que se afana por escarbar la tierra y dar con los huesos de esa veintena de ejecutados. Exactamente una docena de entusiastas que atienden a las familias y a los curiosos, que están atentos a los movimientos de la excavadora, con sus chalecos fluorescentes, que responde las preguntas de quien mira su trabajo.

La que más pregunta en el bar de Betty es la pelirroja, los otros escuchan, salvo la señora que mete monedas en la tragaperras. Se enteran de que, al fondo del cementerio, entrando por la puerta principal, a la izquierda, se ve un grupo atareado, mirando la tapia, atentos a las evoluciones de la máquina, preparados para hacerla parar en cuanto aparezca un rastro. Un cubo abierto, de tres por tres por tres metros, de tierra oscura, removida, húmeda. Ahí estaban las fosas números 2 y 3 y desde ese boquete, tras colocar unos andamios se va retirando poco a poco, con cuidado, cada grano, cada cascote, cada resto. Hasta llegar a lo que quede de esos 26 hombres que fueron ajusticiados entre el 16 de marzo y el 3 de mayo de 1940. Es la cuarta acción del grupo, tras sacar los cuerpos de las tres fosas anteriores. Una intervención que han solicitado diez familias de otros tantos  de los fusilados.

Y la amiga de la hija de Betty, tras explicar los pormenores de la actuación del grupo, su presencia dispuesta en el cementerio se pone a nombrarlos, encantada, empática, como si hubiera descubierto a un grupo de amigos. Habla de Malena, la historiadora que indica a los descendientes qué pruebas sencillas pueden determinan el ADN o apunta teléfonos de quien se acerca a echar una mano o anota en una hoja el bocadillo que cada uno va a tomar como comida o va descubriendo con paciencia un esqueleto apenas usando una lima y un cepillo.

-Porque llegan a las nueve de la mañana y están hasta las seis de la tarde y paran una hora para tomar juntos el bocadillo. Sábados y domingos incluidos.

Cuenta que si llueve ponen un plástico azul sobre la excavación y siguen arañando la tierra, descubriendo los cuerpos; que a los tres días aparecen los tres primeros y los meten en pequeñas bolsas, cada uno en su caja de cartón. Y se los llevan al laboratorio improvisado en la capilla del cementerio, donde se hacen cargo de ellos dos jóvenes antropólogos portugueses, Gonzalo y Flavia. Limpian cada hueso y por ellos conocen el sexo, la altura, su complexión, la causa de la muerte.

Habla la que fue chica de la ORA de Marco, el encargado del grupo que indica a los operarios de la excavadora donde ahondar o se mete en el espacio descubierto a quitar tierra con una pala y un pico o apunta los datos que aportan los familiares. Nombra a Emilio Silva, el presidente de la asociación, que se acerca y no para de hablar por teléfono, y entre llamada y llamada describe que había invitado a los embajadores de Alemania y de Italia, que el primero no ha contestado y el segundo ha dicho que tiene una agenda muy apretada. Cuenta de Oscar, con su cámara al cuello fijando cada movimiento, cada hallazgo, presentando a todos los que llegan, explicando las intenciones y afanes de la asociación. Relata de David, enfrascado con su pincel limpiando la tierra entre dos calaveras que asoman. Recuerda a Serxio, el arqueólogo e historiador que se ha ganado la vida como repartidor de Amazon. Nombra a León, a Eugenio, a Jesús, a Julia.

Son sociólogos, historiadores, arqueólogos, antropólogos, profesores, que se juntan en sus días libres, alrededor de un proyecto como el de la exhumación de la fosa 4. Lo hacen de manera altruista, convencidos de que su trabajo es necesario, por la dignidad de los enterrados, por el descanso de sus familias. Han investigado, husmeado en archivos, recogido testimonios, ubicado el lugar. Todos arriman el hombro, retiran la tierra, acarrean carretillos. Y entre ellos, mezclados, andan curiosos y familiares. Todos con idea de aportar, de ayudar. María Ángeles que ya ha encontrado a un tío y busca a un abuelo y se pasea con su foto colgada del pecho, como un collar reivindicativo. May Borraz que ha viajado a Guadalajara aprovechando que presenta en Madrid su libro 'El último cuento. De abuelos y cunetas'. Ahí relata la historia de su propio abuelo, Sebastián Blasco Aznar: lo mataron junto a las tapias de un cementerio el 17 de abril de 1939. A su abuela, Manuela, le dijeron que su marido se había suicidado pero ella nunca lo creyó. May cuenta la verdad en su novela y agradece a la asociación su labor. Tanto que destina a ella los derechos del libro.

La señora de la tragaperras parece no escuchar la historia apasionada de la chica de la ORA, pero se va enterando porque dice:

-No hay que desenterrar los rencores, mejor dejar las cosas como están.

Le contesta la hija de Betty

-En las cunetas o en las tapias de los cementerios no hay rencores, hay personas.

-Mejor no removerlo.

El grupo que tiene encantado a curiosos, deudos, periodistas y visitantes del rincón del cementerio de Guadalajara sí remueven, pero transmiten paz, buen rollo, están convencidos de la necesidad del trabajo que hacen, de la dignidad de sacar a esos restos de una fosa común, de la justicia que supone que dejen de ser olvidados. Jesús va cada día que puede a ayudar, a estorbar, dice. Lo hace empujando el cochecito de su niña que no ha cumplido un año. Lo aparca junto a una tumba, pide al grupo que bajen la voz y toma un carretillo o un andamio o un cubo de tierra o una criba. Así le explica a su otra hija los trabajos de exhumación.

-Los sacamos para que tengan un sitio al que se le pueda llevar flores.


viernes, 22 de mayo de 2020

Golondrinas entre los libros



Miraban las dos con desconfianza, a todas partes. Agarradas a la barra que cuelga del techo, cambiaban de postura, se fijaban en cada rincón, cada sombra. Observaban. Movían el cuello mucho, me miraban. Estoy convencido de que hablaban entre ellas. No entendía nada de su conversación, pero observé que era continuo su parloteo, que había matices en sus tonos -unos largos, otros cortos, altos, bajos, sonidos monosilábicos y otros dilatados como frases- y que hablaban de mí. Seguramente del temor que les producía mi presencia, posiblemente se enseñaban estrategias para evitarme, para defenderse o parar proteger lo que seguramente no querían que descubriera.




Cada mañana abría la puerta del garaje, como una costumbre, fuera o no necesario. A veces, las menos, era para coger algo o subir y bajar la calefacción, pero casi siempre se trataba de una apertura gratuita. Lo mismo que hacía cada noche, de forma mecánica: cerrar. Aquella mañana hice lo mismo que todas las que llevaba en el campo, desde el confinamiento: abrí y salieron las dos golondrinas como de estampida. Pensé que habían pasado la noche. Pero volvieron a entrar. Así que me di cuenta de que no era un encierro casual. Algo tramaban ocupando mi garaje.

Entraban y salían en vuelo rasante, haciendo tirabuzones en el aire, esquivándome, recorriendo de extremo a extremo el espacio: por encima de las cajas de libros apiladas, de las herramientas, de la motosierra, de las tablas, de la caldera de gasoil. Salían y volvían a entrar, Y se paraban en la barra paralela el techo. Me miraban y parlotean entre ellas. Me quedé inmóvil por no molestar su proyecto, ya fuera hacer un nido en mi garaje o defender a las crías ya nacidas. Permanecí en silencio, mirándolas a veces directamente o simulando que no reparaba en ellas. En mi posición inerte y atenta creí percibir unos débiles sonidos en alguna parte, como respuesta a sus cotorreos. Volaban por el garaje, se paraban en la barra, pero no me daban la oportunidad de saber qué defendían, ni ubicar su domicilio dentro de mi cochera.

Les hice una foto, las dos paradas en lo alto, una cerca de la otra, comunicándose. Me miró una de ellas, al percibir el click de la cámara del móvil. Y dijo algo, un sonido puede que irritado, que no entendí. Pensé enviar la imagen de los dos pájaros a Betty, que se la enseñaría a su hija y ésta me pediría adoptarlos. Había hablado con ella por teléfono y dudaba si abrir o no abrir el bar. Es verdad que no reúne las condiciones para respetar la distancia social, y tampoco sería fácil explicar a sus parroquianos dónde ponerse.

-Cómo le dices al taxista ensimismado que se corra medio metro para allá.- Se preguntó riendo.

No, no es fácil. Aunque los clientes de Betty se cuenten con los dedos de las manos. Me dijo también, con algo de reproche, que los tengo abandonados. Y es verdad. Hace tiempo que no me ocupo de sus historias, pero sabe que estoy. Contó que, antes de la pandemia, había empezado a ir por el local alguien que me podía interesar, de quien podía sacar juego. Le insistí y se hizo de rogar, seguro que para que me presente en el bar en cuando me diga que abre.

El garaje es un caos donde orientarse es dificil si no se tiene costumbre. Aunque por lo visto las golondrinas sí. Forrado de cajas de libros, se mezclan herramientas con bicicletas, la caldera, el depósito de gasoil, las cadenas para la nieve que nunca he puesto, tablas, cartones, mucho polvo, herramientas que ignoro su uso, barricas, una mesa de camping, cubos con pelotas de tenis, puertas, somieres, trozo de maderas por si acaso. Un desconcierto atestado en el que no es fácil aclararse. Ellas, se veía que sí. Evolucionaban en sus vuelos rasantes hacia mí y hacia la puerta, y vuelta. Quizá no estaban disimulando sus intenciones sino que me invitaban a irme.

Yo entraba y salía a veces sin motivo, como para dar un aire de normalidad a mis movimientos. En ocasiones me paraba y las observaba durante un rato. Pero una cosa y otra quizá las confundía. Se quedaban en la barra fija y parloteaban entre ellos. Sus cabezas negras, como sus alas, los pechos y la panza blancos. El macho era un poquito más grande y en el pecho tenía una pincelada medio marrón medio roja.

Supuse que había podido más mi paciencia que su disimulo. Porque en una de mis entradas sorpresivas las vi por una de las cajas, una vez a una y otra vez a otra. Era la 47. Ignoro si la habían elegido por el contenido o porque era la situada más cerca del techo, por tanto, la más inaccesible y escondida.  Enterado de donde estaba su rincón elegido para domiciliar su nido, procuré dejarles libre el espacio, no interrumpir sus parlamentos ni su quehacer.

Acudí a mi base de datos de Acces, la única manera de tener al menos ubicados los libros, y comprobé que en esa caja 47 están libros de Javier Tomeo, Luis Landero, Tereci Moix, Toni Morrison…. Y también ‘Hablemos de langostas, de  David Foster Wallace. Por esas casualidades que parecen señales, resulta que estoy leyendo ‘La broma infinita’, del mismo autor. Quedé pasmado. Esas coincidencias artísticas dan que pensar. Quise comprobar, confirmar, así que me hice con una escalera larga y trepé hasta la caja 47.

No había sido tan listo ni tan perspicaz, no había podido más que las golondrinas. Allí no había nada ni nido ni rastro. Tampoco en el altillo vecino, sobre la caldera. Ni en el que cubre el paso a la bodega.

Me volví a sentar en la hamaca, derrotado. Ellas me miraban posadas en la barra del techo, cuchicheando. Entraban y salían atareadas al garaje. Sin darme ni una pista de donde se habrían aposentado.

Seguiré indagando. Aunque tenga que mirar caja a caja. Pero, ¿lo de David Foster Wallace?

lunes, 12 de febrero de 2018

Lentejero resucitado



-Coño, Juan. Me alegro de verte.
El saludo de José Luis encierra mucho más que una fórmula social. Lo dirige a alguien a quien se encuentra después de que le aseguraran que había muerto. Lo creyó, lo asumió y le dolió. De ahí la alegría al comprobar que no era cierto.
Juan y José Luis son lentejeros, es decir, miembros de una comunidad amplia y heterogénea, aproximadamente artística, que se junta todos los martes en un bar de la calle Limón, el Río Miño. Con la disculpa de comer lentejas, piden cualquier otra cosa, se ven, conversan y pasan el rato. Así llevan muchos años, viéndose cada segundo día de la semana. En el grupo hay chicos y chicas, muchos entrados en años, actores, actrices, directores de cine, directoras, escritores, periodistas, abogados, abogadas, jubilados, técnicos, montadoras, poetas, desocupados, empresarios, empleadas, aspirantes, profesoras, médicos. Comparten un wasap que sirve para convocarse y reconocerse, aunque a veces suena en la madrugada con parrafadas muy largas y chistes viejos.
Muchos van y vienen, pero el número de los fijos es grande, tanto que en ocasiones se desborda la convocatoria y el salón del restaurante. Últimamente, casi siempre. A los postres hay estreno mundial, como dice el gran Julio Diamante. Eso significa que él improvisa un solo de trompeta, o de clarinete, o de saxo -todo entre labios y boca, con un swing increíble- o se inventa una canción o un villancico, siempre con verso republicano e intencionado. Y todo termina con una suerte de himno que todos corean. Pero además del maestro, puede haber un monólogo de Javier, o una copla de Adela, o de Carmen o de Charo. O la actuación sorpresa de un invitado. Hay tanto arte como ganas de juntarse en esa tertulia que no es tal.


Tras el menú y los chupitos, y las actuaciones programadas o espontáneas, echan cuentas a ver a cuanto tocan: siempre sale a 12 euros. La mayoría vuelve a sus quehaceres, pero hay un grupo que suele seguir. Se van una calle más allá, al Bar sin nombre. Y siguen riendo. Pero además organizan paellas republicanas, escapadas gastronómicas o van juntos a estrenos y presentaciones de lentejeros. Todo por seguir juntándose. Por continuar riendo.
En el barrio saben que los martes el Río Miño se llena de una amplia banda de artistas o algo así. Los ven llegar e irse, reconocen a algunas caras de la tele. Comentan y a lo que se ha visto, inventan. La pasada semana un vecino le dijo a uno de los camareros que se había muerto uno del grupo. Aunque no indicó cómo se había enterado, ni circunstancias, ni detalles, sí aportó algunos datos identificadores.
-Uno que es alto y se llama Juan.
Altos hay muchos, y Juanes, también. Pero en ese grupo, no. El camarero informó enseguida y se armó un revuelo importante en el colectivo. Los datos eran mínimos, pero no cabían dudas. Ahí, a la hora de confirmar, se produjo el dolor y el conflicto. Muchos tienen su teléfono y su dirección, pero nada más. Cómo comprobar, con quién comunicarse ¿llamándolo a él? ¿a su propio móvil por si un familiar contestaba?
Nadie quería encargarse, no era una llamada fácil de hacer. Pero había que hacerlo, eso o algo. Al final fue Adela la que se atrevió, la que se decidió. Marcó el número varias veces y nadie contestaba, lo que indicaba lo peor. Siguió marcando.
Finalmente contestó el propio Juan. Oír su voz inconfundible, supuso para la lentejera un susto y un alivio. Con ambas sensaciones al mismo tiempo, apenas acertó a balbucear una explicación coherente: improvisó que se había equivocado, que pretendía hablar con Juana y había marcado sin querer el número de Juan.
La noticia corrió en sentido contrario y reconfortó. Era mentira lo que anunció el cliente del bar. El consuelo que produjo la buena nueva tapó la ‘fake news’ que había dejado helados a los lentejeros.
De ahí que José Luis, entre el humor negro que suele gastar y la retranca charra, se alegrara de ver a Juan. Alguno ya está pensando que esa historia de la falsa noticia merece un cuento. O una película.