Desde el pico de Urbión, un hilo apenas visible, hasta volverse mar en Oporto. Paso a paso, piedra a piedra.
Visióndeconjunto
martes, 26 de septiembre de 2023
Dieciocho días
viernes, 3 de diciembre de 2021
domingo, 21 de noviembre de 2021
El olivar de los muertos
La ARMH exhuma los
cuerpos de siete personas asesinadas por los franquistas
Se llaman Florentino Recio Fernández, Jerónimo
Cedillo Zurita, Gabriel Zurita Garillete, Juan Zurita Martín, Domingo Díaz,
Pedro Díaz y José María Seseña. Una noche de noviembre de 1936 fueron sacados
de sus casas en el pueblo toledano de Recas. Tras caminar dos kilómetros los
asesinaron y sus cuerpos quedaron abandonados junto al camino que iba a Villaluenga de la Sagra. Una planicie de olivos.
Unos camineros los encontraron a la mañana
siguiente, avisaron de lo que había pasado y pusieron tierra sobre los cuerpos
fusilados. Los conocían y por eso reunieron los cuerpos de Gabriel y de Juan,
padre e hijo, para que estuvieran juntos. Desde entonces, hace 85 años, se
sabía que los siete muertos estaban allí y allí iban sus familias cada
noviembre a poner flores.
En el bar de Betty siguen atentos los datos que
aporta el viajero, que toma un café recién llegado de Recas. Completa los
detalles de la crónica la pelirroja, que ha puesto su coche para viajar a donde
el grupo de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH)
ha exhumado los restos de los siete.
Desde la carretera que va a Recas, a la izquierda,
se ve el toldo verde, al grupo de la ARMH, observados por familiares y
curiosos, afanados en un cuadrado de poco más de medio metro de profundidad.
Raspan la tierra como cirujanos, con cuidado, con seguridad, hasta que aparece
un resto que resulta ser un botón o una hebilla o un zapato o un hueso. Después,
identifican un cuerpo que puede estar confundido, apilado con otros, y le
asignan un número. Lo ponen en bolsas perfectamente etiquetadas. Así irán a las
pruebas de ADN.
Sentada en una silla de plástico, resguardada por
los coches aparcados del viento frio de noviembre en una mañana soleada, espera
atenta Agustina Recio Martin. Es la hija de Florentino Recio. Junto a ella,
cuidándola, interpretándola, presentándola, está su hijo Benedicto Sánchez
Recio. Han llegado desde Bilbao, para estar en la exhumación. Es ciega, “la
pena que tengo es que no puedo veros las caras y a lo mejor mañana os encuentro
por la calle y no os digo ni adiós”, pero quiere estar tanto en el descampado
que fue olivar como cuando el ADN diga cuál de los cuerpos es su padre. Iba con
su madre, Ricarda, a poner las flores o mirar el sitio donde estaban los cuerpos.
-Me decía que no llorara, que no me vieran llorar.
La pelirroja cuenta lo que le paso a las mujeres
de los asesinados. No las dejaban acercarse a sus muertos. Por hacerlo las
mandaron llamar al ayuntamiento de Recas y allí les cortaron el pelo al cero y
les pusieron en la cabeza la bandera nacional.
-Por traer flores. ¿Se puede hacer eso? ¿Son personas?- Pregunta Agustina limpiándose una lágrima del ojo.
La perversión, el odio, la banalidad del mal no
tuvo límites. Y Agustina habla de todas las lágrimas que ha derramado durante
85 años, de sus cuatro hermanas que murieron con la pena de no haber sacado a
su padre, de las penalidades de su madre trabajando sin cobrar, “solo por la
comida” para sacar a su familia adelante.
La noche que sacaron de casa a Florentino para
matarlo, Ricarda se encaró con uno de los victimarios: “ya le podías pagar lo
que le debes”. Porque el padre de Agustina era tejero y el que se lo llevaba
nunca pagó sus deudas. La mujer quedó viuda, con cinco hijos y el pelo rapado. Además,
la echaron de su casa y nunca pudo reclamar nada.
Su nieto, Bene, recurrió a la ARMH para que
sacaran a su abuelo de la cuneta. Está agradecido, lleva y trae a su madre de
Bilbao a Rejas, y anda feliz: “es como si me quitara un peso de encima”. Pero
no se le acaban las preguntas. No sabe si la casa donde vivía su abuelo era
suya o no, ni por qué el alcalde de Recas pone tantas pegas a quienes quieren
conocer la verdad.
-A muchos los mataron para quitarles las tierras y
las casas. -Apunta Betty,
-Hay que mirar hacia adelante. Olvidar esas cosas- Dice la señora que mete monedas en la tragaperras.
-Eso es lo que llevan haciendo más de ochenta años, que olvidemos. Tenemos que saber qué pasó y además, quién lo hizo. -Contesta el
hijo del zapatero que se ha vuelto habitual del bar de Betty.
Pide detalles
de lo que han visto a la pelirroja y al viajero, y propone visitar el próximo levantamiento
de los cadáveres de las zanjas. Quiere saber qué familiares acuden a las
exhumaciones, qué clase de gente son los voluntarios de la ARMH.
A la explanada que fue olivar ha llegado la
familia de Jerónimo Cedillo. Han llevado a su tataranieta, de apenas unos días:
una prueba de homenaje, de fortaleza, de homenaje, del cultivo de la memoria. También
está Juan José Zurita del Cerro que honra a su abuelo y a su tío. Y cuenta de
los trabajos de la mujer del primero, Dámasa Martín Nieto.
Los voluntarios duermen en un hotel de Illescas y comen
unos bocadillos en el suelo, a la vera de la excavación. Entrenados, no los
retrasa ni un testimonio, ni el frío ni una pregunta de los parientes, de los
periodistas o de los curiosos. Son antropólogos, sociólogos, historiadores,
empeñados en una misión justa, digna y necesaria. A todos tienen encantados.
Serxio, David, Marco, León, Oscar, Nuria: rascan la tierra, la criban, cepillan
un fémur antes de desprenderlo y ponerlo en una bolsa de plástico transparente
y cuidadosamente rotulada con el número al que pertenece. Descubren aristas
óseas, con una escobilla limpian el polvo aplastado hasta que abren una
expresión de espanto, hasta mostrar la postura imposible de unos muertos
amontonados, abandonados en una cuneta durante 85 años.
martes, 5 de octubre de 2021
Memoria
Betty ha abierto el bar, con mucho miedo. Y con dolor porque ni el zapatero ni el amigo de Honorio van a volver, Se los llevó el Covid. Por ella no habría vuelto, porque el establecimiento no tiene posibilidad de terraza ni ella ganas de que la tenga. Pero su hija la empujó y los parroquianos se lo agradecen.
Fue el hijo del zapatero
el que contó lo de su padre, que no lo habían dejado despedirse de él y que pasó justo cuando estaba calculando dejar de trabajar.
-Una putada.
Casi le producía más
rabia eso, dijo apurando un botellín, que la puta pandemia. Y Honorio refirió
lo de su amigo, a quien tampoco pudo decirle adiós.
La pelirroja lee sentada
en el taburete de la esquina, el taxista mira ensimismado su vaso vacío, la
señora prueba suerte como cada día con la tragaperras, los de la fibra óptica
hace tiempo que terminaron su trabajo pero siguen acudiendo a desayunar a lo de
Betty, la chica de la ORA parece que ha vuelto, el portero se asoma como para
comprobar que están los que deben estar, Paqui se repinta los labios mirando de
reojo al taxista.
La chica de la ORA ya no
lleva ese uniforme, está en ERTE y a lo que parece que ha regresado es a la hija
de Betty. Se las ve contentas y entrando y saliendo sonrientes por detrás de la
barra. Cuenta que viene de Guadalajara, del cementerio.
-Y eso?
Le explica al portero que
ha ido a ver como buscan a 26 fusilados del franquismo; que lo hace la
Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y que vuelve
emocionada. Por el hecho de saber que fueron personas asesinadas ante la tapia
del cementerio una vez terminada la guerra: los detuvieron, les hicieron un
consejo de guerra y los condenaron por “adhesión a la rebelión”.
-Es alucinante, los
golpistas juzgan y condenan por “adhesión a la rebelión”.
Pero lo que más ha emocionado
a la chica es el grupo que se ha encontrado en el cementerio. Gente voluntaria
que se afana por escarbar la tierra y dar con los huesos de esa veintena de ejecutados.
Exactamente una docena de entusiastas que atienden a las familias y a los
curiosos, que están atentos a los movimientos de la excavadora, con sus
chalecos fluorescentes, que responde las preguntas de quien mira su trabajo.
La que más pregunta en
el bar de Betty es la pelirroja, los otros escuchan, salvo la señora que mete
monedas en la tragaperras. Se enteran de que, al fondo del cementerio, entrando
por la puerta principal, a la izquierda, se ve un grupo atareado, mirando la tapia,
atentos a las evoluciones de la máquina, preparados para hacerla parar en cuanto aparezca un rastro. Un cubo abierto, de tres por tres por tres
metros, de tierra oscura, removida, húmeda. Ahí estaban las fosas números 2 y 3
y desde ese boquete, tras colocar unos andamios se va retirando poco a
poco, con cuidado, cada grano, cada cascote, cada resto. Hasta llegar a lo que
quede de esos 26 hombres que fueron ajusticiados entre el 16 de marzo y el 3 de
mayo de 1940. Es la cuarta acción del grupo, tras sacar los cuerpos de las tres
fosas anteriores. Una intervención que han solicitado diez familias de otros
tantos de los fusilados.
Y la amiga de la hija de
Betty, tras explicar los pormenores de la actuación del grupo, su presencia dispuesta
en el cementerio se pone a nombrarlos, encantada, empática, como si hubiera
descubierto a un grupo de amigos. Habla de Malena, la historiadora que indica a
los descendientes qué pruebas sencillas pueden determinan el ADN o apunta teléfonos
de quien se acerca a echar una mano o anota en una hoja el bocadillo que cada
uno va a tomar como comida o va descubriendo con paciencia un esqueleto apenas
usando una lima y un cepillo.
-Porque llegan a las nueve
de la mañana y están hasta las seis de la tarde y paran una hora para tomar juntos el bocadillo. Sábados y domingos incluidos.
Cuenta que si llueve ponen
un plástico azul sobre la excavación y siguen arañando la tierra, descubriendo
los cuerpos; que a los tres días aparecen los tres primeros y los meten
en pequeñas bolsas, cada uno en su caja de cartón. Y se los llevan al laboratorio
improvisado en la capilla del cementerio, donde se hacen cargo de ellos dos jóvenes
antropólogos portugueses, Gonzalo y Flavia. Limpian cada hueso y por ellos
conocen el sexo, la altura, su complexión, la causa de la muerte.
Habla la que fue chica
de la ORA de Marco, el encargado del grupo que indica a los operarios de la
excavadora donde ahondar o se mete en el espacio descubierto a quitar tierra
con una pala y un pico o apunta los datos que aportan los familiares. Nombra a Emilio
Silva, el presidente de la asociación, que se acerca y no para de hablar por
teléfono, y entre llamada y llamada describe que había invitado a los embajadores
de Alemania y de Italia, que el primero no ha contestado y el segundo ha dicho
que tiene una agenda muy apretada. Cuenta de Oscar, con su cámara al cuello fijando
cada movimiento, cada hallazgo, presentando a todos los que llegan, explicando
las intenciones y afanes de la asociación. Relata de David, enfrascado con su
pincel limpiando la tierra entre dos calaveras que asoman. Recuerda a Serxio,
el arqueólogo e historiador que se ha ganado la vida como repartidor de Amazon.
Nombra a León, a Eugenio, a Jesús, a Julia.
Son sociólogos,
historiadores, arqueólogos, antropólogos, profesores, que se juntan en sus días
libres, alrededor de un proyecto como el de la exhumación de la fosa 4. Lo
hacen de manera altruista, convencidos de que su trabajo es necesario, por la
dignidad de los enterrados, por el descanso de sus familias. Han investigado, husmeado
en archivos, recogido testimonios, ubicado el lugar. Todos arriman el hombro,
retiran la tierra, acarrean carretillos. Y entre ellos, mezclados, andan curiosos
y familiares. Todos con idea de aportar, de ayudar. María Ángeles que ya ha
encontrado a un tío y busca a un abuelo y se pasea con su foto colgada del
pecho, como un collar reivindicativo. May Borraz que ha viajado a Guadalajara
aprovechando que presenta en Madrid su libro 'El último cuento. De abuelos y
cunetas'. Ahí relata la historia de su propio abuelo, Sebastián Blasco Aznar: lo
mataron junto a las tapias de un cementerio el 17 de abril de 1939. A su abuela,
Manuela, le dijeron que su marido se había suicidado pero ella nunca lo creyó.
May cuenta la verdad en su novela y agradece a la asociación su labor. Tanto que
destina a ella los derechos del libro.
La señora de la
tragaperras parece no escuchar la historia apasionada de la chica de la ORA,
pero se va enterando porque dice:
-No hay que desenterrar
los rencores, mejor dejar las cosas como están.
Le contesta la hija de
Betty
-En las cunetas o en las
tapias de los cementerios no hay rencores, hay personas.
-Mejor no removerlo.
El grupo que tiene
encantado a curiosos, deudos, periodistas y visitantes del rincón del
cementerio de Guadalajara sí remueven, pero transmiten paz, buen rollo, están convencidos
de la necesidad del trabajo que hacen, de la dignidad de sacar a esos restos de
una fosa común, de la justicia que supone que dejen de ser olvidados. Jesús va
cada día que puede a ayudar, a estorbar, dice. Lo hace empujando el cochecito
de su niña que no ha cumplido un año. Lo aparca junto a una tumba, pide al
grupo que bajen la voz y toma un carretillo o un andamio o un cubo de tierra o
una criba. Así le explica a su otra hija los trabajos de exhumación.
-Los sacamos para que tengan
un sitio al que se le pueda llevar flores.
viernes, 22 de mayo de 2020
Golondrinas entre los libros
Entraban y salían en vuelo rasante, haciendo tirabuzones en el aire, esquivándome, recorriendo de extremo a extremo el espacio: por encima de las cajas de libros apiladas, de las herramientas, de la motosierra, de las tablas, de la caldera de gasoil. Salían y volvían a entrar, Y se paraban en la barra paralela el techo. Me miraban y parlotean entre ellas. Me quedé inmóvil por no molestar su proyecto, ya fuera hacer un nido en mi garaje o defender a las crías ya nacidas. Permanecí en silencio, mirándolas a veces directamente o simulando que no reparaba en ellas. En mi posición inerte y atenta creí percibir unos débiles sonidos en alguna parte, como respuesta a sus cotorreos. Volaban por el garaje, se paraban en la barra, pero no me daban la oportunidad de saber qué defendían, ni ubicar su domicilio dentro de mi cochera.