domingo, 21 de noviembre de 2021

El olivar de los muertos

 


La ARMH exhuma los cuerpos de siete personas asesinadas por los franquistas

Se llaman Florentino Recio Fernández, Jerónimo Cedillo Zurita, Gabriel Zurita Garillete, Juan Zurita Martín, Domingo Díaz, Pedro Díaz y José María Seseña. Una noche de noviembre de 1936 fueron sacados de sus casas en el pueblo toledano de Recas. Tras caminar dos kilómetros los asesinaron y sus cuerpos quedaron abandonados junto al camino que iba a Villaluenga de la Sagra. Una planicie de olivos.



Unos camineros los encontraron a la mañana siguiente, avisaron de lo que había pasado y pusieron tierra sobre los cuerpos fusilados. Los conocían y por eso reunieron los cuerpos de Gabriel y de Juan, padre e hijo, para que estuvieran juntos. Desde entonces, hace 85 años, se sabía que los siete muertos estaban allí y allí iban sus familias cada noviembre a poner flores.

En el bar de Betty siguen atentos los datos que aporta el viajero, que toma un café recién llegado de Recas. Completa los detalles de la crónica la pelirroja, que ha puesto su coche para viajar a donde el grupo de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) ha exhumado los restos de los siete.

Desde la carretera que va a Recas, a la izquierda, se ve el toldo verde, al grupo de la ARMH, observados por familiares y curiosos, afanados en un cuadrado de poco más de medio metro de profundidad. Raspan la tierra como cirujanos, con cuidado, con seguridad, hasta que aparece un resto que resulta ser un botón o una hebilla o un zapato o un hueso. Después, identifican un cuerpo que puede estar confundido, apilado con otros, y le asignan un número. Lo ponen en bolsas perfectamente etiquetadas. Así irán a las pruebas de ADN.

Sentada en una silla de plástico, resguardada por los coches aparcados del viento frio de noviembre en una mañana soleada, espera atenta Agustina Recio Martin. Es la hija de Florentino Recio. Junto a ella, cuidándola, interpretándola, presentándola, está su hijo Benedicto Sánchez Recio. Han llegado desde Bilbao, para estar en la exhumación. Es ciega, “la pena que tengo es que no puedo veros las caras y a lo mejor mañana os encuentro por la calle y no os digo ni adiós”, pero quiere estar tanto en el descampado que fue olivar como cuando el ADN diga cuál de los cuerpos es su padre. Iba con su madre, Ricarda, a poner las flores o mirar el sitio donde estaban los cuerpos.

-Me decía que no llorara, que no me vieran llorar.

La pelirroja cuenta lo que le paso a las mujeres de los asesinados. No las dejaban acercarse a sus muertos. Por hacerlo las mandaron llamar al ayuntamiento de Recas y allí les cortaron el pelo al cero y les pusieron en la cabeza la bandera nacional.

-Por traer flores. ¿Se puede hacer eso? ¿Son personas?- Pregunta Agustina limpiándose una lágrima del ojo.

La perversión, el odio, la banalidad del mal no tuvo límites. Y Agustina habla de todas las lágrimas que ha derramado durante 85 años, de sus cuatro hermanas que murieron con la pena de no haber sacado a su padre, de las penalidades de su madre trabajando sin cobrar, “solo por la comida” para sacar a su familia adelante.

La noche que sacaron de casa a Florentino para matarlo, Ricarda se encaró con uno de los victimarios: “ya le podías pagar lo que le debes”. Porque el padre de Agustina era tejero y el que se lo llevaba nunca pagó sus deudas. La mujer quedó viuda, con cinco hijos y el pelo rapado. Además, la echaron de su casa y nunca pudo reclamar nada.

Su nieto, Bene, recurrió a la ARMH para que sacaran a su abuelo de la cuneta. Está agradecido, lleva y trae a su madre de Bilbao a Rejas, y anda feliz: “es como si me quitara un peso de encima”. Pero no se le acaban las preguntas. No sabe si la casa donde vivía su abuelo era suya o no, ni por qué el alcalde de Recas pone tantas pegas a quienes quieren conocer la verdad.

-A muchos los mataron para quitarles las tierras y las casas. -Apunta Betty,

-Hay que mirar hacia adelante. Olvidar esas cosas- Dice la señora que mete monedas en la tragaperras.

-Eso es lo que llevan haciendo más de ochenta años, que olvidemos. Tenemos que saber qué pasó y además, quién lo hizo. -Contesta el hijo del zapatero que se ha vuelto habitual del bar de Betty.

 Pide detalles de lo que han visto a la pelirroja y al viajero, y propone visitar el próximo levantamiento de los cadáveres de las zanjas. Quiere saber qué familiares acuden a las exhumaciones, qué clase de gente son los voluntarios de la ARMH.

A la explanada que fue olivar ha llegado la familia de Jerónimo Cedillo. Han llevado a su tataranieta, de apenas unos días: una prueba de homenaje, de fortaleza, de homenaje, del cultivo de la memoria. También está Juan José Zurita del Cerro que honra a su abuelo y a su tío. Y cuenta de los trabajos de la mujer del primero, Dámasa Martín Nieto.

Los voluntarios duermen en un hotel de Illescas y comen unos bocadillos en el suelo, a la vera de la excavación. Entrenados, no los retrasa ni un testimonio, ni el frío ni una pregunta de los parientes, de los periodistas o de los curiosos. Son antropólogos, sociólogos, historiadores, empeñados en una misión justa, digna y necesaria. A todos tienen encantados. Serxio, David, Marco, León, Oscar, Nuria: rascan la tierra, la criban, cepillan un fémur antes de desprenderlo y ponerlo en una bolsa de plástico transparente y cuidadosamente rotulada con el número al que pertenece. Descubren aristas óseas, con una escobilla limpian el polvo aplastado hasta que abren una expresión de espanto, hasta mostrar la postura imposible de unos muertos amontonados, abandonados en una cuneta durante 85 años.

 

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