Betty ha abierto el bar, con mucho miedo. Y con dolor porque ni el zapatero ni el amigo de Honorio van a volver, Se los llevó el Covid. Por ella no habría vuelto, porque el establecimiento no tiene posibilidad de terraza ni ella ganas de que la tenga. Pero su hija la empujó y los parroquianos se lo agradecen.
Fue el hijo del zapatero
el que contó lo de su padre, que no lo habían dejado despedirse de él y que pasó justo cuando estaba calculando dejar de trabajar.
-Una putada.
Casi le producía más
rabia eso, dijo apurando un botellín, que la puta pandemia. Y Honorio refirió
lo de su amigo, a quien tampoco pudo decirle adiós.
La pelirroja lee sentada
en el taburete de la esquina, el taxista mira ensimismado su vaso vacío, la
señora prueba suerte como cada día con la tragaperras, los de la fibra óptica
hace tiempo que terminaron su trabajo pero siguen acudiendo a desayunar a lo de
Betty, la chica de la ORA parece que ha vuelto, el portero se asoma como para
comprobar que están los que deben estar, Paqui se repinta los labios mirando de
reojo al taxista.
La chica de la ORA ya no
lleva ese uniforme, está en ERTE y a lo que parece que ha regresado es a la hija
de Betty. Se las ve contentas y entrando y saliendo sonrientes por detrás de la
barra. Cuenta que viene de Guadalajara, del cementerio.
-Y eso?
Le explica al portero que
ha ido a ver como buscan a 26 fusilados del franquismo; que lo hace la
Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y que vuelve
emocionada. Por el hecho de saber que fueron personas asesinadas ante la tapia
del cementerio una vez terminada la guerra: los detuvieron, les hicieron un
consejo de guerra y los condenaron por “adhesión a la rebelión”.
-Es alucinante, los
golpistas juzgan y condenan por “adhesión a la rebelión”.
Pero lo que más ha emocionado
a la chica es el grupo que se ha encontrado en el cementerio. Gente voluntaria
que se afana por escarbar la tierra y dar con los huesos de esa veintena de ejecutados.
Exactamente una docena de entusiastas que atienden a las familias y a los
curiosos, que están atentos a los movimientos de la excavadora, con sus
chalecos fluorescentes, que responde las preguntas de quien mira su trabajo.
La que más pregunta en
el bar de Betty es la pelirroja, los otros escuchan, salvo la señora que mete
monedas en la tragaperras. Se enteran de que, al fondo del cementerio, entrando
por la puerta principal, a la izquierda, se ve un grupo atareado, mirando la tapia,
atentos a las evoluciones de la máquina, preparados para hacerla parar en cuanto aparezca un rastro. Un cubo abierto, de tres por tres por tres
metros, de tierra oscura, removida, húmeda. Ahí estaban las fosas números 2 y 3
y desde ese boquete, tras colocar unos andamios se va retirando poco a
poco, con cuidado, cada grano, cada cascote, cada resto. Hasta llegar a lo que
quede de esos 26 hombres que fueron ajusticiados entre el 16 de marzo y el 3 de
mayo de 1940. Es la cuarta acción del grupo, tras sacar los cuerpos de las tres
fosas anteriores. Una intervención que han solicitado diez familias de otros
tantos de los fusilados.
Y la amiga de la hija de
Betty, tras explicar los pormenores de la actuación del grupo, su presencia dispuesta
en el cementerio se pone a nombrarlos, encantada, empática, como si hubiera
descubierto a un grupo de amigos. Habla de Malena, la historiadora que indica a
los descendientes qué pruebas sencillas pueden determinan el ADN o apunta teléfonos
de quien se acerca a echar una mano o anota en una hoja el bocadillo que cada
uno va a tomar como comida o va descubriendo con paciencia un esqueleto apenas
usando una lima y un cepillo.
-Porque llegan a las nueve
de la mañana y están hasta las seis de la tarde y paran una hora para tomar juntos el bocadillo. Sábados y domingos incluidos.
Cuenta que si llueve ponen
un plástico azul sobre la excavación y siguen arañando la tierra, descubriendo
los cuerpos; que a los tres días aparecen los tres primeros y los meten
en pequeñas bolsas, cada uno en su caja de cartón. Y se los llevan al laboratorio
improvisado en la capilla del cementerio, donde se hacen cargo de ellos dos jóvenes
antropólogos portugueses, Gonzalo y Flavia. Limpian cada hueso y por ellos
conocen el sexo, la altura, su complexión, la causa de la muerte.
Habla la que fue chica
de la ORA de Marco, el encargado del grupo que indica a los operarios de la
excavadora donde ahondar o se mete en el espacio descubierto a quitar tierra
con una pala y un pico o apunta los datos que aportan los familiares. Nombra a Emilio
Silva, el presidente de la asociación, que se acerca y no para de hablar por
teléfono, y entre llamada y llamada describe que había invitado a los embajadores
de Alemania y de Italia, que el primero no ha contestado y el segundo ha dicho
que tiene una agenda muy apretada. Cuenta de Oscar, con su cámara al cuello fijando
cada movimiento, cada hallazgo, presentando a todos los que llegan, explicando
las intenciones y afanes de la asociación. Relata de David, enfrascado con su
pincel limpiando la tierra entre dos calaveras que asoman. Recuerda a Serxio,
el arqueólogo e historiador que se ha ganado la vida como repartidor de Amazon.
Nombra a León, a Eugenio, a Jesús, a Julia.
Son sociólogos,
historiadores, arqueólogos, antropólogos, profesores, que se juntan en sus días
libres, alrededor de un proyecto como el de la exhumación de la fosa 4. Lo
hacen de manera altruista, convencidos de que su trabajo es necesario, por la
dignidad de los enterrados, por el descanso de sus familias. Han investigado, husmeado
en archivos, recogido testimonios, ubicado el lugar. Todos arriman el hombro,
retiran la tierra, acarrean carretillos. Y entre ellos, mezclados, andan curiosos
y familiares. Todos con idea de aportar, de ayudar. María Ángeles que ya ha
encontrado a un tío y busca a un abuelo y se pasea con su foto colgada del
pecho, como un collar reivindicativo. May Borraz que ha viajado a Guadalajara
aprovechando que presenta en Madrid su libro 'El último cuento. De abuelos y
cunetas'. Ahí relata la historia de su propio abuelo, Sebastián Blasco Aznar: lo
mataron junto a las tapias de un cementerio el 17 de abril de 1939. A su abuela,
Manuela, le dijeron que su marido se había suicidado pero ella nunca lo creyó.
May cuenta la verdad en su novela y agradece a la asociación su labor. Tanto que
destina a ella los derechos del libro.
La señora de la
tragaperras parece no escuchar la historia apasionada de la chica de la ORA,
pero se va enterando porque dice:
-No hay que desenterrar
los rencores, mejor dejar las cosas como están.
Le contesta la hija de
Betty
-En las cunetas o en las
tapias de los cementerios no hay rencores, hay personas.
-Mejor no removerlo.
El grupo que tiene
encantado a curiosos, deudos, periodistas y visitantes del rincón del
cementerio de Guadalajara sí remueven, pero transmiten paz, buen rollo, están convencidos
de la necesidad del trabajo que hacen, de la dignidad de sacar a esos restos de
una fosa común, de la justicia que supone que dejen de ser olvidados. Jesús va
cada día que puede a ayudar, a estorbar, dice. Lo hace empujando el cochecito
de su niña que no ha cumplido un año. Lo aparca junto a una tumba, pide al
grupo que bajen la voz y toma un carretillo o un andamio o un cubo de tierra o
una criba. Así le explica a su otra hija los trabajos de exhumación.
-Los sacamos para que tengan
un sitio al que se le pueda llevar flores.
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