Miraban las dos con
desconfianza, a todas partes. Agarradas a la barra que cuelga del techo, cambiaban
de postura, se fijaban en cada rincón, cada sombra. Observaban. Movían el
cuello mucho, me miraban. Estoy convencido de que hablaban entre ellas. No
entendía nada de su conversación, pero observé que era continuo su parloteo, que
había matices en sus tonos -unos largos, otros cortos, altos, bajos, sonidos
monosilábicos y otros dilatados como frases- y que hablaban de mí. Seguramente
del temor que les producía mi presencia, posiblemente se enseñaban estrategias para
evitarme, para defenderse o parar proteger lo que seguramente no querían que
descubriera.
Cada mañana abría la
puerta del garaje, como una costumbre, fuera o no necesario. A veces, las
menos, era para coger algo o subir y bajar la calefacción, pero casi siempre se
trataba de una apertura gratuita. Lo mismo que hacía cada noche, de forma
mecánica: cerrar. Aquella mañana hice lo mismo que todas las que llevaba en el
campo, desde el confinamiento: abrí y salieron las dos golondrinas como de
estampida. Pensé que habían pasado la noche. Pero volvieron a entrar. Así que
me di cuenta de que no era un encierro casual. Algo tramaban ocupando mi
garaje.
Entraban y salían en vuelo rasante, haciendo tirabuzones en el aire, esquivándome, recorriendo de extremo a extremo el espacio: por encima de las cajas de libros apiladas, de las herramientas, de la motosierra, de las tablas, de la caldera de gasoil. Salían y volvían a entrar, Y se paraban en la barra paralela el techo. Me miraban y parlotean entre ellas. Me quedé inmóvil por no molestar su proyecto, ya fuera hacer un nido en mi garaje o defender a las crías ya nacidas. Permanecí en silencio, mirándolas a veces directamente o simulando que no reparaba en ellas. En mi posición inerte y atenta creí percibir unos débiles sonidos en alguna parte, como respuesta a sus cotorreos. Volaban por el garaje, se paraban en la barra, pero no me daban la oportunidad de saber qué defendían, ni ubicar su domicilio dentro de mi cochera.
Entraban y salían en vuelo rasante, haciendo tirabuzones en el aire, esquivándome, recorriendo de extremo a extremo el espacio: por encima de las cajas de libros apiladas, de las herramientas, de la motosierra, de las tablas, de la caldera de gasoil. Salían y volvían a entrar, Y se paraban en la barra paralela el techo. Me miraban y parlotean entre ellas. Me quedé inmóvil por no molestar su proyecto, ya fuera hacer un nido en mi garaje o defender a las crías ya nacidas. Permanecí en silencio, mirándolas a veces directamente o simulando que no reparaba en ellas. En mi posición inerte y atenta creí percibir unos débiles sonidos en alguna parte, como respuesta a sus cotorreos. Volaban por el garaje, se paraban en la barra, pero no me daban la oportunidad de saber qué defendían, ni ubicar su domicilio dentro de mi cochera.
Les hice una foto, las
dos paradas en lo alto, una cerca de la otra, comunicándose. Me
miró una de ellas, al percibir el click de la cámara del móvil. Y dijo algo, un
sonido puede que irritado, que no entendí. Pensé enviar la imagen de los dos
pájaros a Betty, que se la enseñaría a su hija y ésta me pediría adoptarlos. Había
hablado con ella por teléfono y dudaba si abrir o no abrir el bar. Es verdad
que no reúne las condiciones para respetar la distancia social, y tampoco sería
fácil explicar a sus parroquianos dónde ponerse.
-Cómo le dices al taxista
ensimismado que se corra medio metro para allá.- Se preguntó riendo.
No, no es fácil. Aunque
los clientes de Betty se cuenten con los dedos de las manos. Me dijo también,
con algo de reproche, que los tengo abandonados. Y es verdad. Hace tiempo que
no me ocupo de sus historias, pero sabe que estoy. Contó que, antes de la pandemia, había
empezado a ir por el local alguien que me podía interesar, de quien podía sacar
juego. Le insistí y se hizo de rogar, seguro que para que me presente en el bar
en cuando me diga que abre.
El garaje es un caos
donde orientarse es dificil si no se tiene costumbre. Aunque por lo visto las
golondrinas sí. Forrado de cajas de libros, se mezclan herramientas con bicicletas,
la caldera, el depósito de gasoil, las cadenas para la nieve que nunca he
puesto, tablas, cartones, mucho polvo, herramientas que ignoro su uso,
barricas, una mesa de camping, cubos con pelotas de tenis, puertas, somieres, trozo
de maderas por si acaso. Un desconcierto atestado en el que no es fácil
aclararse. Ellas, se veía que sí. Evolucionaban en sus vuelos rasantes hacia mí
y hacia la puerta, y vuelta. Quizá no estaban disimulando sus intenciones sino que
me invitaban a irme.
Yo entraba y salía a
veces sin motivo, como para dar un aire de normalidad a mis movimientos. En
ocasiones me paraba y las observaba durante un rato. Pero una cosa y otra quizá
las confundía. Se quedaban en la barra fija y parloteaban entre ellos. Sus
cabezas negras, como sus alas, los pechos y la panza blancos. El macho era un
poquito más grande y en el pecho tenía una pincelada medio marrón medio roja.
Supuse que había podido
más mi paciencia que su disimulo. Porque en una de mis entradas sorpresivas las
vi por una de las cajas, una vez a una y otra vez a otra. Era la 47. Ignoro si
la habían elegido por el contenido o porque era la situada más cerca del techo,
por tanto, la más inaccesible y escondida. Enterado de donde estaba su rincón elegido
para domiciliar su nido, procuré dejarles libre el espacio, no interrumpir sus
parlamentos ni su quehacer.
Acudí a mi base de datos
de Acces, la única manera de tener al menos ubicados los libros, y comprobé que en esa caja 47 están libros de Javier Tomeo, Luis Landero, Tereci Moix, Toni
Morrison…. Y también ‘Hablemos de langostas, de David Foster Wallace. Por esas casualidades
que parecen señales, resulta que estoy leyendo ‘La broma infinita’, del mismo
autor. Quedé pasmado. Esas coincidencias artísticas dan que pensar. Quise
comprobar, confirmar, así que me hice con una escalera larga y trepé hasta la
caja 47.
No había sido tan listo
ni tan perspicaz, no había podido más que las golondrinas. Allí no había nada
ni nido ni rastro. Tampoco en el altillo vecino, sobre la caldera. Ni en el que
cubre el paso a la bodega.
Me volví a sentar en la
hamaca, derrotado. Ellas me miraban posadas en la barra del techo, cuchicheando.
Entraban y salían atareadas al garaje. Sin darme ni una pista de donde se
habrían aposentado.
Seguiré indagando. Aunque
tenga que mirar caja a caja. Pero, ¿lo de David Foster Wallace?
Una magnífica narración! Amo a las golondrinas , porque? No se, las veo desde niña , me gustan sus chillidos , sus vuelos que interpreto como un jolgorio, siempre quise que vinieran a mi terraza a anidar pero me tengo que conformar con verlas volando desde mi terraza engañandome con sus giros y sus quiebros. Quizás un día !
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