sábado, 31 de mayo de 2014

Los arroyos de Barranquilla


Me fui para Barranquilla y no vi al caimán. Aunque estuve a punto cuando descubrí los arroyos. Me lo habían dicho varias veces, de Barranquilla lo más espectacular son los arroyos. Y no hice mucho caso pensando que me hablarían de alguna canalización, tal vez una ingeniosa manera de llevar el agua, seguro que una relativa curiosidad para guiris. Y no preste mayor atención. En la puerta del Bellavisa me recogió la buceta a las seis en punto de la mañana y a las ocho estaba presto para participar en la reunión de Investigadores de la Comunicación que se celebraba en la Universidad del Norte, en Barranquilla.
Un sistema de transporte cómodo y personalizado: una furgoneta con aire acondicionado te recoge a la puerta de tu hotel de Cartagena y te deja donde la digas de Barranquilla. 21.000 el pasaje. Solo que el conductor de la mia debió olvidarse de mi indicación y me dejó a tres cuadras de la universidad. De modo que tuve que caminar un rato por delante del cementerio, que está al lado.
No obstante llegue a tiempo. La cosa, el evento, se extendió hasta las doce, que la gente de la comunicación se explica mucho y tiene la capacidad de encontrar ciencia donde aparentemente no hay más que verdades de Perogrullo, pero ellos lo exponen mejor. El caso es que estaba sin desayunar. Jesús, uno de los profesores, me invitó a tomar algo y ese café de mediodía con una barra de queso fue reparador. Como no iba a tener mucho tiempo hasta la hora volver en la buceta,  la última a las ocho de la tarde, el colega me hizo un plan modesto de turisteo. La Cueva, un museo, visita al periódico local, el Heraldo y poco más. Tal un breve paseo por el centro.
Jesús volvió a decirme algo de los arroyos y me ayudó a ajustar el precio de un taxi. Conviene acordarlo antes para evitar circunstancias penosas: Diez mil pesos hasta la Cueva, en 43 con la 49. Es decir, carrera 43, calle 49. El taxista también quiso ser guía turístico, así que me preguntó de donde era y habló del tiempo, parece que va a llover. Pasamos una calle encharcada, como con un escape,  una rotura de  una cañería. No, es un arroyo, dijo el taxista. Y explicó que ya estaba lloviendo arriba y eso explicaba todo el agua que corría calle abajo, que iba a llover en pocos minutos y que cuidado con los arroyos. Era la cuarta o quinta vez que me hablaban de eso, así que el taxista preguntó cómo es que no sabía que era. Busque en Google y lo vera. Efectivamente, si en el buscador se escribe arroyos de Barranquilla  se ve lo que son.
Justo llegamos al destino cuando empezó a caer agua como sólo debe pasar en Barranquilla. Las calles se inundaron. No llegaron a los metros que se ven en las imágenes de Google pero hube de quedarme guarecido en el La Cueva, el sitio donde García Márquez se reunía con sus amigos, el Alejandro Obregón, Alvaro Cepeda Zamudio y Orlando ‘Figurita’ Rivera. Y la camarera me dio jugo de coroso y me contó la historia del sitio  que fue granero, luego lugar de reunión de cazadores, más tarde rincón de tertulia literaria y hoy Fundación. “Aquí los amigos le enseñaron al premio Nobel el periodismo”, dice la camarera sabia, leída y guapa. Hoy es un lugar de peregrinaje, con un recortable de Gabo a tamaño natural con el que hacerse fotos.
En la época de los cazadores no podían entrar mujeres en el bar y uno de ellos mandó hacer un retrato de su amada. Colgó el cuadro en lugar principal y fue como traspasar la norma. Una discusión, alguien sacó la pistola y soltó dos tiros que se alojaron en un lado del cuadro. De milagro no acertaron a la mujer pintada. Aun se pueden ver los impactos en el fresco.

La Cueva como Fundación también ha querido contribuir al homenaje de despedida de este mundo de su antiguo cliente. Así que invitó a Barranquilla al traductor de García Márquez al mandarín, Fan Yen. Fuera llovía a cántaros y los arroyos se iban llenando.

lunes, 26 de mayo de 2014

En el patio del Bellavista


La charla de Moncho siempre es interesante, ilustrativa. Suele estar más comunicativo al anochecer, cuando la brisa sopla debajo de los árboles del caucho, se cuela entre las sillas de madera del hotel y abanica las hojas grandes. A veces se le olvida un nombre o una fecha, pero su visión de la política colombiana es certera, documentada, lúcida y le duele. No entiende como sus compatriotas no denuncian la corrupción, cómo siguen apoyando a políticos y gobernantes que se sabe sin género de dudas que fueron los  responsables de los paramilitares, que han robado, que acordaron y favorecieron a los narcos, que organizaron el escándalo de los falsos positivos, el asesinato de civiles inocentes para hacerlos pasar por guerrilleros muertos en combate.
Así que decidió no ir a votar porque ninguno le daba confianza. Es más, pensó ir y romper el voto, para que sirviera de algo su postura. Suele hablar bien de Petro, el alcalde de Bogotá, asegura que ha llevado la cultura a las calles, que las ha abierto a las ciudadanías y que tiene descontenta  a la oligarquía y a la burguesía.
Había cinco candidatos, el actual presidente Juan Manuel Santos, derecha moderada; el derechista Oscar Iván Zuluaga, la mano del anterior presidente Álvaro Uribe; la conservadora y ex ministra Marta Lucía Ramírez; la cantidata de la izquierda Clara López Obregón; y el más o menos verde y ex alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa.
Me acerqué a la votación, por ver la manera de votar colombiana.  Acompañando a Adriana y a Lili pasé por el claustro de la universidad y por los soportales del colegio Salesiano, junto a las Bóvedas, la larga fila de portales convertidos en tiendas de artesanía junto a la muralla. Un enjambre de mesas pequeñas, bajas y redondas, se apiñaba en los dos lugares. Presidentes y vocales parecen jugar a las cartas mientras llega un cliente. El votante muestra su cédula, le dan una cartulina del tamaño de un doble folio con las fotos  y el nombre de los partidos de los candidatos, se acerca a una suerte de silla con respaldo alto de cartón, como un confesionario estrecho y abierto, y en él ejerce con discreción la tarea de marcar con una cruz la cara del preferido.
Como colofón de una campaña sucia, con acusaciones de corrupción y manejos que, como en otras partes del mundo, no parecen hacer mella, ganó Zuluaga por encima de Santos. Serán los dos que compitan en la segunda vuelta el 15 de junio.
Hay un voto útil que aconseja votar a Santos que lleva el empeño de un proceso de paz con la guerrilla. Otro voto útil habla de preferir a Zuluaga que promete seguridad y mano dura a la guerrilla.
Moncho sigue indignado, el que ha perdido ha sido el pueblo colombiano, dice. Asegura que son los dos iguales. Y está empezando a desear que gane Zuluaga, “a ver si revienta esto de una vez, a ver si despiertan los colombianos y luchamos”.
Mientras, los tertulianos y analistas especulan a quien prestarán el voto los tres que han quedado fuera. Apenas indican que la abstención ha pasado de 60 por 100. Será una prórroga dura de la campaña. Ya hay francotiradores que amenazan con tirar de la manta. De momento no se ve ningún Floriano.


domingo, 25 de mayo de 2014

La historia interrumpida de Alexandra


Lo primero que supe de ella, antes que el nombre, es que andaba en bicicleta llevando libros al pueblo indígena que vive en la Guajira, entre Colombia y Venezuela, los Wayuu. Luego, cuando me la presentaron, supe que se llama Alexandra Ardila y que  tenía una curiosa historia. Sí, ya sé que me falta contar la de la injertadora de rosas de Usaquén, pero en los viajes pasa como en la imaginación, y como con los pensamientos, unas experiencias se ponen por delante de otras, una idea se cruza, le quita el sitio de la fila, se adelantan. Es lo que tiene el deambular sin rumbo.
Sonriente, relajada, sin ningún miramiento por el  tiempo, se puso a contarme en el mismo atrio del centro de Formación de la Cooperación Española en Cartagena, pero allí estábamos para homenajear a Martín Murillo, el tipo que lleva siete años paseando su Carreta Literaria, exactamente un carromato de colores lleno de libros que empuja por las calles, plazas, esquinas y colegios. Tiene mérito porque su actividad hace más por el fomento de la lectura que muchas medidas de los gobiernos, que mucho planes demasiado meditados. Su Facebook tiene más de los 5.000 amigos admitidos, así que cada vez que le sale uno nuevo busca en la lista de qué amistad prescindir. Para ponerme a mí vi que eliminaba a una chica guapa, seguramente una admiradora.
El happy birthday se lo cantaron un montón de niños de los colegios de Cartagena de Indias, de barrios marginales y en claro peligro de exclusión. Chicos y chicas con un desparpajo y un talento, para la música, para el baile, para la comunicación, en algunos casos dignos de seguimiento. A mi lado Jaime Garcia Márquez, hermano del recién desaparecido premio Nobel, dijo “esto se llama estímulo a las vocaciones tempranas”. Increíble el donaire, la elegancia y el ritmo de una chica de poco más de diez años, sin mover los hombros, con apenas unos pasitos, el suave torbellino que era capaz de organizar, todo a base de caderas y cintura. Toda esa creatividad, ese talento, la salvación por la cultura, con las raíces de la lectura, es lo que ha ido desencadenando la carreta de Martín durante siete años. Empezó de aguador, pero su empeño en su proyecto de mover los libros le ha llevado a que se fijen en él desde el Hay Festival hasta la Feria del Libro de Madrid, a donde fue invitado el año pasado.
Así que le dije a Alexanda que mejor me contaba su historia de los libros en bicicleta por los pueblos indígenas a la tarde. Y quedamos en la librería céntrica Ábaco.

Allí estaba a las cinco en punto de la tarde, mirando libros de la estanterías de ese café-librería en compañía de sus hijos, Cesar, de 13 años y Luna Sofía, de 10. Ella un tinto y yo un refresco, y los chicos embebidos con los libros.

sábado, 24 de mayo de 2014

Sirenas operadas


Escribió García Márquez en una de sus Jirafas, a principios de los años cincuenta del pasado siglo: “La sirena era una criatura que tenía de mujer lo menos útil y de pez lo menos aprovechable. Es visa de lo cual, no hubo otra alternativa que dejársela a los poetas, las únicas personas capaces de sacarle partido a un ser que no ofrecía ningunas perspectivas ni como esposa amantísima ni como complemento del almuerzo”.


Hoy Gabo se fijaría en que en Colombia hay muchas sirenas operadas y todas hablan continuamente por el celular.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Ha escrito Betty


Y demuestra que no está enfadada por haberlos dejado a todos en el bar y haber cambiado de postura tan lejos. Lo hace, dice, para dos cosas, primero para que le cuente por donde ando y donde vivo. Segundo para contarme ella lo de Montoro
-Pero que le ha pasado en Barcelona, buen hombre
Eso parece que le preguntó Honorio cuanto el tipo se acercó a la barra y pidió su Mirinda de siempre. Se ve que el ministro entendió que por fin era comprendido por la España real, que aquel grupo del bar de Betty, al que él había elegido para empaparse de pueblo y pulsar el verdadero estado de la cuestión, por fin se había rendido a sus encantos, lo que demostraba que el goteo de su presencia y su paciencia, empezaban a dar sus frutos. En principio de solidaridad con su percance. Así que sonrió, hinchó el pecho, se atusó los rizos del cogote y dijo en voz suficientemente alta como para que lo oyeran todos los presentes.
-Quiero decirles señores que he sido apedreado y mi coche golpeado y que eso es una agresión intolerable al estado de derecho y a los valores democráticos
El taxista, que seguía mirando obsesivamente el fondo de su vaso, salió de su mudez:
-Aquí mítines, no.
La pelirroja levantó un momento la vista del libro que seguía leyendo y sonrio. Paquí se puso a aplaudir. La chica de la ORA se apartó hacia la puerta porque estaba con los del bar, pero su empleo  dependía del presupuesto oficial. Los del cable de fibra óptica de telefónica discutían a lo suyo. El portero se frotó las manos. Betty miró de frente a Montoro, y fue Honorio quien tomó la palabra.
-Ya lo ha oído.
No esperaba algo así el ministro. Nunca se puede fiar uno de quien viste mal, debió pensar. Pero empeñado en la conquista de la España real, aguantándose las ganas de decirles cuatro cosas sobre su declaración de la renta,  todavía intentó explicarse.
-Señores, no puedo creer que ustedes estén de acuerdo con tal ataque.
Pero Honorio, exhibiendo sus chanclas encima de los calcetines no lo dejó terminar.
-Mira, majete. Aquí no creemos nada. Lo único que digo yo que el trabajo que haces algún disgusto tendrá que darte, ¿no?
El guardaespaldas, armario empotrado que se había hecho hasta entonces el invisible, miró mal al jubilado despreocupado y se acercó a él como con malas intenciones. El ministro con un gesto lo paró y sin despedirse de nadie salieron los dos del bar de Betty.
Así fue, según me lo ha contado ella.
Y para ella diré que vivo en el Bellavista, un hotel lleno de historias que acabaré contando. Que está al lado del mar, de modo que muchas mañanas antes de desayunar me doy un baño en el Caribe. Que mi cuarto tiene aire acondicionado que produce un ruido infernal  y ventilador grande colgado del techo –abanico lo llaman aquí- Cada mañana tras el baño marino y el desayuno voy en taxi a la oficina. Luego por la tarde, recorro andando, ya oscurecido y con el aire de mar en la cara, la media hora que me separa del centro histórico de Cartagena.

Ah, mi cuarto además tiene un patio encalado, con sillas de madera y hortensias, y una estancia con una pila, una cocina de gas y una nevera grande y vieja. Y al patio se asoman los gatos y los pájaros que pululan por el Bellavista.

martes, 20 de mayo de 2014

Usaquén


Cuanto el viajero va solo y no conoce a nadie ni se le espera en parte alguna le da por merodear, vagabundear, mirar, curiosear cuando no preguntar. Todo por matar el tiempo.  Se fija más que si fuera acompañado, se expone más a que le pasen cosas. Y puede ocurrir que todos los meseros de la calle le ofrezcan su menú, todos los vendedores ambulantes se empeñen en que les compre lo que venden o una pareja puesta a rodar en la via pública por la cocacola le pida una sonrisa y le regale un separador de libros.

Piensa en sus cosas pero poco, de modo que cualquier detalle le distrae y va tan abierto que se cree el descubridor del Mediterráneo con agua, como si nadie antes que él se hubiera fijado en un hecho nimio pero definitivo para la humanidad, como si ningún viajero hubiera pisado antes esas mismas calles.

Estaba uno en Usaquén, un barrio singular al norte de Bogotá, la ciudad que se estira al borde de la montaña, la urbe que aparenta buena orientación y luego resulta incomprensible. Los lugareños amigos lo explican con paciencia, “o son calles o son carreras y todas están numeradas, y si el monte está a tu derecha estas mirando al norte y si queda a tu izquierda, es que miras al sur”. Eso es la teoría porque el crecimiento de la ciudad fue escapando al cartabón y no cabe hacer cuentas, primero porque del centro al norte hay más de trescientas calles y del centro al sur, otras tantas; segundo por que ni son rectas ni planas. Pero si el viajero camina sin ton ni son sólo por el placer de sorprenderse y de matar el tiempo hasta la hora de ir al aeropuerto, le da igual que sean calles, que carreras, que avenidas, que guarden en su organización una lógica matemática o una verdad de aluvión.

Usaquén es singular por sus calles llenas de diseño: en los restaurantes, en los hotelitos, en las tiendas de artesanos, en el mercadillo de cada tarde y en el del domingo. Como si sus habitantes se hubieran puesto de acuerdo en el buen gusto, en la importancia de los detalles. Así que el viajero se hace la idea de que ha descubierto él solito un pequeño paraíso de paz, de cultura, de arte y de sabiduría en la peligrosa Bogota.

Hay una cierta sicosis que seguramente parte de certezas. Un periodista de El Espectador fue asaltado la semana pasada en el autobús, a golpe de cuchillo, para robarle el celular. Un americano salió de un bar de copas, tomó un taxi y le entraron dentro del vehículo para sacarle el dinero. Así se ve en el centro de la ciudad a la gente sacando de las entretelas el teléfono, miradas huidizas. Y cada conocido insiste en reclamar precaución al viajero.

En Usaquén, no. Sobre las calles 116, 117 y 118 se produce una suerte de milagro. Las cuentas salen y las calles se cruzan con las carreras y todo tiene sentido. La gente camina sin miedo, los viajeros sacan las cámaras y retratan cada rincón del diseño.


Todo para contar la historia de la injertadora de rosas. Pero eso quedará para otro post.

viernes, 16 de mayo de 2014

Lección de periodismo en el segundo piso


Me asomo al salón Siam, en el segundo piso de un hotel de Bogotá, y me encuentro con una gran mesa en forma de U atestada. La ocupan unos veinte periodistas jóvenes, atentos a las lecciones de la maestra. Entro con sigilo, que el avión que me trajo de Cartagena ha hecho que llegue cuando el evento ha comenzado, y mientras me acomodo observo cómo anotan en cuadernos de anillas, tablets y pantallas de ordenador una lección: “Debemos preguntarnos de dónde salen las historias”.

Reconforta que alguien se cuestione eso desde la misma base del periodismo. Acostumbrado a tantas noticias de declaraciones, tantas notas salidas de un comunicado oficial, tanta novedad interesada, tanta verdad a medias, es aire fresco pararse a pensar  de dónde nacen salen las cosas que contamos. Si las vimos, si las sospechamos, si las intuimos, si la sufrimos, si nos las soplaron al oído.

Hay periodistas de Panamá, México, Nicaragua, Venezuela, Costa Rica, El Salvador, Honduras, Colombia, Ecuador, Bolivia, Argentina y Brasil. Los convoca un taller de la Fundación García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano que lleva el título de ‘Periodismo de Investigación especializada en la cobertura de la seguridad ciudadana’. Lo dirige una buena y experimentada periodista colombiana María Teresa Ronderos.

Todos tienen alguna experiencia de reporteros en el campo de los sucesos, del crimen, de la violencia, y llegan para aprender a hacer un periodismo de calidad. La maestra da sus lecciones y ellos toman nota. Maria Teresa, precisa y amena, logra mezclar con eficacia las vivencias propias con los argumentos exigibles al buen periodismo: la búsqueda de la verdad, el rigor en ese empeño, la elección de las fuentes, los escenarios en los que han de fijarse, las dudas que tienen que provocarle las versiones de la autoridad.  Y al mismo tiempo relata cómo solventó una dificultad, cómo se hizo con un dato, cómo resolvió alguna de sus grandes investigaciones de narcotráfico o guerrilla.

En el mundo está la profesión de capa caída, desprestigiada, deprimida y mal pagada. Los lectores en desbandada, los periodistas dudando de su futuro, los empresarios sin dar con la tecla del negocio. En el salón Siam hay entusiasmo y el convencimiento de que el periodismo es posible. Cada uno de los alumnos lleva pensada una historia y entre todos y la maestra ayudan a ponerla en marcha. Porque el modelo pedagógico parte de unas ajustadas lecciones teóricas y mucha práctica.

Durante cuatro días en el salón y en el bar y en las habitaciones del hotel se produce una suerte de milagro: se convierten en improvisadas salas de redacción. Algo que no ocurre ni en las redacciones de los periódicos. Aquí se discute, se aporta, se sugiere, se crean alianzas, de modo que cada uno puede descubrir, perseguir, agarrar y contar la historia que lleva dentro. Entre todos logran pulir las ideas brutas que entraron agarradas por los pelos de la ilusión y salen armadas y enfocadas a ocupar las portadas de los medios.

Ahora hay veinte reporteros en acción. Están siguiendo otras tantas propuestas potentes de investigación sobre bandas violentas, niños sicarios o acuerdos secretos entre gobernantes y narcos; se proponen pintar las radiografías del horror, relatar las penurias de los desplazados, indagar en la perversa relación de víctimas y verdugos. Son crónicas y reportajes que podremos leer en los próximos meses. Atentos.


martes, 13 de mayo de 2014

Coincidencias


Cuenta John Lee Anderson que García Márquez viajó por primera vez en avión intercontinental a los 28 años. Fue en 1955 y el vuelo lo llevó, cruzando el Atlántico, de Colombia a Ginebra. Lo leo en el libro Gabo periodista, durante el vuelo que me lleva de Cartagena de Indias a Bogota. Me pongo a echar cuentas y compruebo que la primera vez que monté en avión fue también en un viaje transoceánico que me llevó de Madrid a Lima, en noviembre de 1984. Y tenía 28 años. Punto, hasta ahí las coincidencias.

Había cerrado la revista Actual y pensé que la mejor inversión de aquella indemnización era un viaje. Recorrimos durante dos meses largos el Perú, con buenos contactos, de modo que fue una inmersión muy aprovechada tanto por Lima como la costa, la puna o la selva. No es del todo casual que vuelve a pensar en aquel viaje porque de allí salieron algunos personas, ciertas vivencias, sensaciones que se quedaron para siempre. Y tenia 28 años.

Un nombre se me quedó, el de una periodista lista, inteligente, atractiva. No recuerdo bien quien la presentó pero me acuerdo perfectamente de ella. Seguro que aportó claves para entender la política peruana de entonces, que regaló direcciones y contactos. Se llamaba Sonia Goldenberg.

El sábado pasado asistí a una maratoniana reunión de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano en un hotel de Cartagena. Todo el equipo, liderado por Jaime Abelló y el control gerencial de Ricardo Corredor, trató estrategias, proyectos y planes de futuro tras la muerte de su fundador y valedor. De pronto en uno de los paneles apareció el nombre de Sonia Goldenberg.


Ahora sé que hace documentales que le premian. Y somos amigos en Facebook.

lunes, 12 de mayo de 2014

La mano del policía



En casa de los poetas, baño en la piscina. Su desocupación creativa les lleva a decir que van todos los días, en realidad bajan, a la ‘ofipiscina’. Así juegan con las palabras o hablan al revés. El remojón nocturno sabe a gloria, como en un oasis, en el centro bochorno de Cartagena. 

Me atrevi con una tortillla y parece que les gustó, no dejaron ni rastro. Sería el hambre. Entre traguitos de wisky y el descubrimiento de letras impagables de ballenatos –una dedicada a Bin Laden, otra que habla de amor, de un pintor que quiere ser Miguel Ángel y con sus pinceles pintarle a su amada la misma sonrisa que la Monsa Lisa (como suena)- repasamos las próxima elecciones. El mismo día, las colombianas, y las europeas. Ambas desde el descreimiento, ambas sucias. Y de las campañas de los candidatos pasamos a la Transición no tan modélica y a las historia del narcotráfico. Curiosamente los poetas colombianos se interesan mucho por los nombres de la familia real, seguramente por eso en su desvarío decían que andan entre la monarquía y la anarquía.

Un taxi me devolvió pasada la media noche al Bellavista. En una calle solitaria, las olas del mar al otro lado, la brisa nocturna, pago al taxista sin resquemores. Y al bajar de coche se acercan dos policías. Siempre es una aproximación que trae cierto desasosiego. Uno de ellos extendió su mano hasta chocar con la mía. Se produjo un roce que aun ahora no sé si fue saludo, amonestación, aviso o qué.  Dijo:

-¿Todo bien?

Respondí que sí, porque no se me ocurrió otro tema de conversación ni pude saber muy bien a qué se refería su pregunta.


Se lo conté al portero de noche del Bellavista y le pareció  muy raro que me diera la mano el policía.

sábado, 10 de mayo de 2014

Destinos, misterios, casualidades

Conocí a Juan una noche que Ricardo me llevaba a descubrir lugares entrañables y obligados de Cartagena de Indias, de Gtsemani, mejor dicho: Quiebra Canto, Habana... Una presentación atenta, un saludo desde el otro lado de la barra mientras la música cubana sonaba en directo, unos comentarios via twitter y una cerveza en una terraza, junto a la Torre del Reloj. 

Al Bellavista llegué como última opción, porque habían fallado otros intentos, porque mi red de colaboradores en busca de apartamento no dio con uno apropiado a mis presupuestos. Así que me acomodé de manera provisional una noche calurosa y a la mañana siguiente, todavía con el cambio de horario sin resolver, descubrir patios irrepetibles llenos de árboles centenarios y gatos y frescor, y gente que pasaba o se quedaba. Y la confidencia de Mónica, doña Mónica: aquí no vienen ejecutivos. 

Juan vivió en el Bellavista mucho tiempo, en su época de estudiante y allí vuelve como náufrago cada vez que regresa a Cartagena después de deambular o trabajar en otro lugar. 

Tras la cervezas de la tarde llegamos a casa de Juan, con sus amigas Nena y Maria Socorro, agradables, simpáticas, inteligentes, amenas, la primera una cocinera magnífica, sabia e imaginativa, y mejor poeta. Y Juan me muestra su libro, La voz desconocida. Se trata de un recopilatorio de su blog en el que hay poesía y novela y cuento y música y amigos. Y uno lo toma, se interesa, manipula, y hace correr las páginas, hojeando y ojeando. Abre al azar y lee algo. Y coincide que cuenta una historia del Bellavista

viernes, 9 de mayo de 2014

Como el diablo cojuelo

Las casas están abiertas de par en par, aunque tengan reja, para buscar el aire que apacigüe el calor pero también para mostrarse. Muchas casas de Cartagena de Indias parecen tiendas de muebles, de manera que lo que se ve al pasar es un escaparate de tumbonas, sofás, sillones, butacas, aparadores, sillas, mesas, lámparas, tapices, salvamanteles, centros de mesa, mesillas, reposapies, macetas. La calidad, cantidad y prestancia dependen de las posibilidades de los dueños. Unas casas son venidas a menos y muestran su pasado esplendor, otras parecen estar en un obsceno pleno apogeo y las hay, ni siempre en las calles estrechas y traseras, las que enseñan sus miserias y carencias presentes. Todas abiertas de par en par. Aquellas atestadas de objetos sin usar, cuidados, elegidos. Estas con los miserables materiales gastados y rebañados hasta miseria.

Los dueños en camiseta, las dueñas en bata, todos se abanican y se tumban junto a la puerta. El escaparate consiste en una largo pasillo hacia el interior con la pretensión de formar una chimena de aire fresco. Las paredes gruesas contribuyen lo que pueden pero el sopor de la tarde tiene paralizado al viento de manera que los cuerpos rotundos, tumbados o recostados o atravesados, rebosan sudor.

Y pasar por esas casas abiertas de par en par, aunque antepongan la seguridad de la verga de hierro forjado, es convertirse en el diablo cojuelo que husmea sus afanes y construye mentalmente sus biografías. Casas y muestrarios señoriales, expositores de olvidadas grandezas, visiones pos crisis con tumbonas y sillas de plástico.


Lo que las diferencia es la clase, lo que las equipara es la búsqueda de una corriente de aire fresco, la exposición al paseante. Todas en Getsemaní, el barrio donde vivían los esclavos, al otro lado de la Torre del Reloj, hoy un lugar lleno de vida, de color, de música, bullangero, joven. Como el sitio más de verdad, más nativo, por fuera de la ciudad turística.

jueves, 8 de mayo de 2014

Puesta de sol


Sobre la muralla, desde un lugar llamado el Café del Mar, en Cartagena de Indias,  dicen que  se ve la mejor puesta de sol del mundo. La brisa del mar,  el trago,  y el sol engullido como una moneda de oro por el tragaperras del océano. Precipitado sobre el agua para abrir en un instante el telón de la noche. Cada tarde, poco después de las seis, se llena la terraza para ver el espectáculo.  Turistas, curiosos, poetas, parejas de enamorados, hombres de a saber qué negocios, se asoman al fin de la jornada y creen tender la mejor localidad. Entre ellos y la visión,  la carretera tapada por la elevación del muro. Es decir, en primera fila. Aseguran que merece la pena pagar por mirar.


Hay otra visión, a ras de agua, sobre el mar. Son dos tipos que viven en una casa con vistas pegada a la orilla, hecha con lo que han traído las olas, de un metro por un metro.  Un espacio mínimo atestado de cachivaches porque el Caribe es generoso y les regala maderas, cuerdas, latas, hilos, botellas, incluso peces.  Detrás de ellos, la carretera, y un poco más atrás la terraza privilegiada. Por delante, la puesta de sol. No se pierden ni una. Silenciosos, comparten cigarros y miran, de espaldas al mundo.

jueves, 1 de mayo de 2014

Historias del Bellavista

Betty se va a mosquear. Dijo que quería seguir saliendo, ella y su bar, que aunque me empeñara en cambiar de postura, eso no quitaba para que siguiera contando de los de su barra. Nos olvidarás, sentenció. Lo negué. Más de tres veces. Aseguré que no, que estuviera donde estuviera ella y la gente de su bar iba a salir, de una manera o de otra. Que la imaginación no está reñida con la creatividad, sólo con la verosimilitud. Y no quedó nada convencida. Miró retadora, como diciendo, tú mismo.
Y efectivamente todos ellos están, ella la primera, y de alguna forma, no sé cual ahora, van a aparecer. Pero el Bellavisa está lleno de historias, y de gatos, y de palomas, y de años, y de achaques, y de ventiladores que gotean y apenas aciertan a mover el aire caliente y húmedo. Mónica lo comanda junto a su hermano y parece no escaparsele nada de este caos aparente que es el Bellavista. Te pones con un libro en el patio colonial, bajo un magnolio gigante, con el ruido de palomas que parecen buitres, de hojas que caen con estrépito como si fueran piedras, y quienes pasan saludan en español o francés o ingles. Son gente que lleva años acudiendo al lugar o viviendo en él, y pintan, o escriben o contemplan. 
Mónica, hija de francesa y de catalán republicano, de los que pudo huir en barco cuando llegaron los franquistas, los conoce a todos, acoge a todos. Gobierna, doña Mónica, un ejército de agradables operarios que hacen ingeniería manual para entablillar los miembros  de un lugar que se cae a pedazos por los años y por la humedad y la salitre del Caribe. Y sabe de las vidas de los empleados tanto como de la de los huéspedes.