jueves, 1 de mayo de 2014

Historias del Bellavista

Betty se va a mosquear. Dijo que quería seguir saliendo, ella y su bar, que aunque me empeñara en cambiar de postura, eso no quitaba para que siguiera contando de los de su barra. Nos olvidarás, sentenció. Lo negué. Más de tres veces. Aseguré que no, que estuviera donde estuviera ella y la gente de su bar iba a salir, de una manera o de otra. Que la imaginación no está reñida con la creatividad, sólo con la verosimilitud. Y no quedó nada convencida. Miró retadora, como diciendo, tú mismo.
Y efectivamente todos ellos están, ella la primera, y de alguna forma, no sé cual ahora, van a aparecer. Pero el Bellavisa está lleno de historias, y de gatos, y de palomas, y de años, y de achaques, y de ventiladores que gotean y apenas aciertan a mover el aire caliente y húmedo. Mónica lo comanda junto a su hermano y parece no escaparsele nada de este caos aparente que es el Bellavista. Te pones con un libro en el patio colonial, bajo un magnolio gigante, con el ruido de palomas que parecen buitres, de hojas que caen con estrépito como si fueran piedras, y quienes pasan saludan en español o francés o ingles. Son gente que lleva años acudiendo al lugar o viviendo en él, y pintan, o escriben o contemplan. 
Mónica, hija de francesa y de catalán republicano, de los que pudo huir en barco cuando llegaron los franquistas, los conoce a todos, acoge a todos. Gobierna, doña Mónica, un ejército de agradables operarios que hacen ingeniería manual para entablillar los miembros  de un lugar que se cae a pedazos por los años y por la humedad y la salitre del Caribe. Y sabe de las vidas de los empleados tanto como de la de los huéspedes.

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