Y
demuestra que no está enfadada por haberlos dejado a todos en el bar y haber
cambiado de postura tan lejos. Lo hace, dice, para dos cosas, primero para que le
cuente por donde ando y donde vivo. Segundo para contarme ella lo de Montoro
-Pero
que le ha pasado en Barcelona, buen hombre
Eso
parece que le preguntó Honorio cuanto el tipo se acercó a la barra y pidió su
Mirinda de siempre. Se ve que el ministro entendió que por fin era comprendido
por la España real, que aquel grupo del bar de Betty, al que él había elegido
para empaparse de pueblo y pulsar el verdadero estado de la cuestión, por fin
se había rendido a sus encantos, lo que demostraba que el goteo de su presencia
y su paciencia, empezaban a dar sus frutos. En principio de solidaridad con su
percance. Así que sonrió, hinchó el pecho, se atusó los rizos del cogote y dijo
en voz suficientemente alta como para que lo oyeran todos los presentes.
-Quiero
decirles señores que he sido apedreado y mi coche golpeado y que eso es una agresión intolerable al estado de derecho
y a los valores democráticos
El taxista, que seguía mirando obsesivamente el
fondo de su vaso, salió de su mudez:
-Aquí mítines, no.
La pelirroja levantó un momento la vista del
libro que seguía leyendo y sonrio. Paquí se puso a aplaudir. La chica de la ORA
se apartó hacia la puerta porque estaba con los del bar, pero su empleo dependía del presupuesto oficial. Los del
cable de fibra óptica de telefónica discutían a lo suyo. El portero se frotó
las manos. Betty miró de frente a Montoro, y fue Honorio quien tomó la palabra.
-Ya lo ha oído.
No esperaba algo así el ministro. Nunca se puede
fiar uno de quien viste mal, debió pensar. Pero empeñado en la conquista de la
España real, aguantándose las ganas de decirles cuatro cosas sobre su
declaración de la renta, todavía intentó
explicarse.
-Señores, no puedo creer que ustedes estén de
acuerdo con tal ataque.
Pero Honorio, exhibiendo sus chanclas encima de los
calcetines no lo dejó terminar.
-Mira, majete. Aquí no creemos nada. Lo único que
digo yo que el trabajo que haces algún disgusto tendrá que darte, ¿no?
El guardaespaldas, armario empotrado que se había
hecho hasta entonces el invisible, miró mal al jubilado despreocupado y se
acercó a él como con malas intenciones. El ministro con un gesto lo paró y sin
despedirse de nadie salieron los dos del bar de Betty.
Así fue, según me lo ha contado ella.
Y para ella diré que vivo en el Bellavista, un
hotel lleno de historias que acabaré contando. Que está al lado del mar, de
modo que muchas mañanas antes de desayunar me doy un baño en el Caribe. Que mi
cuarto tiene aire acondicionado que produce un ruido infernal y ventilador grande colgado del techo –abanico
lo llaman aquí- Cada mañana tras el baño marino y el desayuno voy en taxi a la
oficina. Luego por la tarde, recorro andando, ya oscurecido y con el aire de
mar en la cara, la media hora que me separa del centro histórico de Cartagena.
Ah, mi cuarto además tiene un patio encalado, con
sillas de madera y hortensias, y una estancia con una pila, una cocina de gas y
una nevera grande y vieja. Y al patio se asoman los gatos y los pájaros que
pululan por el Bellavista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario