Cuanto el viajero
va solo y no conoce a nadie ni se le espera en parte alguna le da por merodear,
vagabundear, mirar, curiosear cuando no preguntar. Todo por matar el
tiempo. Se fija más que si
fuera acompañado, se expone más a que le pasen cosas. Y puede ocurrir que todos
los meseros de la calle le ofrezcan su menú, todos los vendedores ambulantes se
empeñen en que les compre lo que venden o una pareja puesta a rodar en la via
pública por la cocacola le pida una sonrisa y le regale un separador de libros.
Piensa en sus cosas
pero poco, de modo que cualquier detalle le distrae y va tan abierto que se
cree el descubridor del Mediterráneo con agua, como si nadie antes que él se
hubiera fijado en un hecho nimio pero definitivo para la humanidad, como si ningún
viajero hubiera pisado antes esas mismas calles.
Estaba uno en Usaquén,
un barrio singular al norte de Bogotá, la ciudad que se estira al borde de la
montaña, la urbe que aparenta buena orientación y luego resulta incomprensible.
Los lugareños amigos lo explican con paciencia, “o son calles o son carreras y
todas están numeradas, y si el monte está a tu derecha estas mirando al norte y
si queda a tu izquierda, es que miras al sur”. Eso es la teoría porque el
crecimiento de la ciudad fue escapando al cartabón y no cabe hacer cuentas,
primero porque del centro al norte hay más de trescientas calles y del centro
al sur, otras tantas; segundo por que ni son rectas ni planas. Pero si el viajero
camina sin ton ni son sólo por el placer de sorprenderse y de matar el tiempo
hasta la hora de ir al aeropuerto, le da igual que sean calles, que carreras,
que avenidas, que guarden en su organización una lógica matemática o una verdad
de aluvión.
Usaquén es singular
por sus calles llenas de diseño: en los restaurantes, en los hotelitos, en las
tiendas de artesanos, en el mercadillo de cada tarde y en el del domingo. Como
si sus habitantes se hubieran puesto de acuerdo en el buen gusto, en la
importancia de los detalles. Así que el viajero se hace la idea de que ha
descubierto él solito un pequeño paraíso de paz, de cultura, de arte y de
sabiduría en la peligrosa Bogota.
Hay una cierta
sicosis que seguramente parte de certezas. Un periodista de El Espectador fue
asaltado la semana pasada en el autobús, a golpe de cuchillo, para robarle el
celular. Un americano salió de un bar de copas, tomó un taxi y le entraron
dentro del vehículo para sacarle el dinero. Así se ve en el centro de la
ciudad a la gente sacando de las entretelas el teléfono, miradas huidizas. Y cada conocido insiste en reclamar precaución al viajero.
En Usaquén, no.
Sobre las calles 116, 117 y 118 se produce una suerte de milagro. Las cuentas
salen y las calles se cruzan con las carreras y todo tiene sentido. La gente
camina sin miedo, los viajeros sacan las cámaras y retratan cada rincón del
diseño.
Todo para contar la
historia de la injertadora de rosas. Pero eso quedará para otro post.
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