Lo
primero que supe de ella, antes que el nombre, es que andaba en bicicleta
llevando libros al pueblo indígena que vive en la Guajira, entre Colombia y
Venezuela, los Wayuu. Luego, cuando me la presentaron, supe que se llama
Alexandra Ardila y que tenía una curiosa
historia. Sí, ya sé que me falta contar la de la injertadora de rosas de
Usaquén, pero en los viajes pasa como en la imaginación, y como con los
pensamientos, unas experiencias se ponen por delante de otras, una idea se
cruza, le quita el sitio de la fila, se adelantan. Es lo que tiene el deambular sin rumbo.
Sonriente,
relajada, sin ningún miramiento por el
tiempo, se puso a contarme en el mismo atrio del centro de Formación de
la Cooperación Española en Cartagena, pero allí estábamos para homenajear a
Martín Murillo, el tipo que lleva siete años paseando su Carreta Literaria,
exactamente un carromato de colores lleno de libros que empuja por las calles,
plazas, esquinas y colegios. Tiene mérito porque su actividad hace más por el
fomento de la lectura que muchas medidas de los gobiernos, que mucho planes demasiado meditados. Su Facebook tiene
más de los 5.000 amigos admitidos, así que cada vez que le sale uno nuevo busca
en la lista de qué amistad prescindir. Para ponerme a mí vi que eliminaba a una
chica guapa, seguramente una admiradora.
El
happy birthday se lo cantaron un montón de niños de los colegios de Cartagena de Indias,
de barrios marginales y en claro peligro de exclusión. Chicos y chicas con un
desparpajo y un talento, para la música, para el baile, para la comunicación,
en algunos casos dignos de seguimiento. A mi lado Jaime Garcia Márquez, hermano
del recién desaparecido premio Nobel, dijo “esto se llama estímulo a las
vocaciones tempranas”. Increíble el donaire, la elegancia y el ritmo de una
chica de poco más de diez años, sin mover los hombros, con apenas unos pasitos,
el suave torbellino que era capaz de organizar, todo a base de caderas y
cintura. Toda esa creatividad, ese talento, la salvación por la cultura, con
las raíces de la lectura, es lo que ha ido desencadenando la carreta de Martín
durante siete años. Empezó de aguador, pero su empeño en su proyecto de mover
los libros le ha llevado a que se fijen en él desde el Hay Festival hasta la
Feria del Libro de Madrid, a donde fue invitado el año pasado.
Así
que le dije a Alexanda que mejor me contaba su historia de los libros en bicicleta
por los pueblos indígenas a la tarde. Y quedamos en la librería céntrica Ábaco.
Allí
estaba a las cinco en punto de la tarde, mirando libros de la estanterías de ese
café-librería en compañía de sus hijos, Cesar, de 13 años y Luna Sofía, de 10.
Ella un tinto y yo un refresco, y los chicos embebidos con los libros.
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