viernes, 16 de enero de 2015

Examen


Hay mil maneras de ponerse ante un examen, muchas más que alumnos. Serán los nervios, la expectativa, la tensión, la falta de estudio, el miedo, el riesgo, haberse fiado... el caso es que ni los ojos ni las manos ni los pies se pueden estar quietos. Adquieren vida, toman protagonismo o se paralizan.
Una profesora amiga tenía que hacer un examen en la universidad a más de cien alumnos, así que me pidió ayuda para cuidarlos. Esa fue la expresión, cuidarlos. Dije que sí y no me puse exactamente a vigilar sino a observar. No por evitar el rol de policía, que también, sino por curiosidad. No era la primera vez que lo hacía, lo de cuidar, pero en otras ocasiones me había dedicado a ojear el periódico en papel que porto, leer un libro, mirar en el ordenador la actualidad de los digitales, o deambular por Twitter o Facebook. Esta vez los miré a ellos. Reparé en sus gestos, sus movimientos, sus lenguajes no verbales, sus tics.
La del fondo a la derecha, pelo largo, morena, cinta blanca en la frente, hace estiramientos: cuello, hombros, brazos, muñecas, manos. Mira el folio en blanco, escribe algo, quizás una línea, y renueva el proceso cada vez que debe decidir una respuesta.
Uno con capucha negra se aplasta el pelo como si quisiera exprimir hasta la última gota de memoria. Pone las dos manos en la cabeza y aprieta hacia abajo, con fuerza. No debe sacar mucho jugo porque repite constantemente la operación.
La chica del pelo largo y claro tiene las uñas rojas y su mano parece pegada al mentón. Así se pasa la hora, pensando, es de suponer que intentando recordar. Bien podría haberse inspirado en ella Rodin. Tiene una compañera que mira las uñas, las propias, en esta ocasión de morado. Y otra que se retira constantemente el pelo de la cara, como si esa cortina rizada le impidiera escribir.
Una alumna de la primera fila, pendientes de perla, piercing en lo alto de la oreja, jersey ancho de lana, bufanda gris, también se ha obsesionado con las uñas. Parecen bien pintadas de blando pero ella debe haber descubierto alguna imperfección. Así que guarda las manos en las mangas del jersey, las vuelve a sacar, repara de nuevo en el fallo de las uñas. Se suela la coleta y cae sobre los hombros una cascada lisa, clara y densa. Mira el folio, ora las uñas, comprueba que el bolso sigue en su sitio. Pero lo que más parece preocuparle es el estado de sus uñas.
A su derecha, con un asiento libre de por medio como les indicó su profesora y mi amiga, hay un alumno de pelo corto, cazadora y reloj grande en la muñeca. Se estira, mira a los lados como ubicándose, como buscando algo, se rasca la cabeza, mira al infinito, se concentra y aprieta el boli. Pero no escribe. Y repite la operación de estirarse, mirar a los lados…
El zurdo de la barba hace una letra minúscula. Concentrado, escribe sin parar, como si prescindiera de las preguntas. La chica pelirroja de su misma fila no deja de beber agua, a chupitos.
Uno que lleva un jersey gris levanta la mano. Acudo y era para pedir un permiso un tanto grotesco: que si podía apagar el móvil, que le estaba vibrando.
Detrás de él una compañera tiene un piercing en la boaca y un moño muy alto en el pelo: apoya su mejilla en la mano y piensa. De vez en cuando chupa el boli. Está como en una fotografía fija, inmóvil, capturada.
Casi todos usan bolígrafo Bic, algunos de colores y unos cuantos borradores. Pero se descubren al menos cien maneras, el doble que alumnos, de estirarse, de tocarse el pelo, de quitárselo de la cara, de morderse el labio, de rascarse, de buscar la inspiración en espacios inusuales como la pared de enfrente, el techo, la ventana o la puerta entreabierta.
La rubia del pelo largo levanta la mano y es para pedir permiso para cambiar de bolígrafo. Este cronista no entiende bien esas peticiones pero le hace un gesto como de tu misma. Así que abre y cierra el plumier, le da la vuelta a la hoja, bebe agua. 
Observo que muchos de los alumnos que se examinan beben agua, aunque sean las nueve de la mañana. Cada uno ha dispuesto su botellita al alcance de la mano y de los nervios.
El de la sudadera con capucha gris mete literalmente la nariz en el folio para escribir cada vez que se le ocurre una respuesta a lo que se le pide. El resto del tiempo mira al cuidador.
Tres puestos detrás hay un alumno con perilla, camisa grande de cuadros y gorra visera que mira hacia atrás. La visera, no él. Él mira a los lados sin buscar. Lo hace  como controlando el espacio, con displicencia a veces y en ocasiones reto. Podría pensarse que perdona la vida a todo aquel que está fuera de su círculo y que ose o no entrar en él. En el círculo.
El de la cazadora y el reloj grande decide levantarse con movimientos lentos, como si quisiera darse tiempo a que llegara a alguna idea de última hora. Parece que llega y se vuelve a sentar. Y escribe.
Al principio de la fila, junto a la ventana, el de la camiseta gris tiene las muñecas llenas de pulseras. Por encima del reloj, por debajo, de cuero, de lana, de colores, delgadas, gruesas.. Las repasa una a una como si las contara con el dedo de la mano contraria, también se toca el cuello y mira por la ventana. Y tras realizar con meticulosidad esas tareas, hace verdaderos malabarismo con el bolígrafo entre los dedos. Nada fáciles. Lo hace girar, consigue que se quede un instante en equilibrio imposible. Eso sí, los folios se ven en blanco.
Una chica zurda con las uñas pintadas de rojo se muerde el labio con dureza, parece repasar las preguntas, luego recorre con su mirada el paisaje del aula, quita y pone el capuchón del bolígrafo. Tras ella hay una alumno con gafas de pasta y un jersey de lana de colores que chupa el boli. A veces se rasca. Lleva un rato mirando al techo, como buscando una grieta. Pero de pronto arranca a escribir, como si allí hubiera encontrado la inspiración o el dato que le faltaba.
El del móvil que vibraba ademas está constipado y sigue mirando por la ventana, El de las pulseras por un momento parece haber encontrado algo que escribir. La chica rubia recoloca sus bolígrafos. La del pelo largo y negro lo ahueca y la cambia a un lado y a otro de los hombros. El de la capucha con la nariz junto a la mano que mueve el bolígrafo sigue inspirado y no oyen que la profesora dice que vayan terminando.
El aviso de la profesora, cinco minutos, no ha inmutado a nadie. El que escribe, sigue escribiendo, el que mira la nada continua con ello, quien mira por la ventana, quien duda, igual.

Es la chica de los estiramientos la primera que entrega su examen. Y salen todos después ,transcurridos quince minutos tras el aviso de los cinco. Todos menos el de la nariz metida en el papel, que sigue escribiendo y parece que no puede parar salvo que se le arranque directamente el folio.

sábado, 10 de enero de 2015

Diálogos con policías

Honorio, la propia Betty y el zapatero decidieron ir juntos a la manifestación. Los dos primeros no lo dudaron, aunque en realidad quien lo propuso el sábado por la noche fue el tercero. Conoce muy bien el asunto porque su cuñado es enfermo de hepatitis C y le ha explicado cómo si dispensan el fármaco Sovaldi se curarían, pero que la farmacéutica que lo comercializa cobra un dineral y el gobierno no avanza ni en convencer a la farmacéutica ni en solucionarlo. De manera que los tres se integran en la marcha hacia la Moncloa que ha convocado la Plataforma de Afectados por la Hepatitis C (PLASFH)
Betty dice que abrirá el bar cuando vuelva, Honorio que se apunta a cualquier manifestación que vaya contra “este gobierno que va contra el pueblo” y el zapatero por su cuñado. Los tres se incorporan a la marcha cuando la marea roja pasa por Moncloa. Entre los tres van contando los eslóganes y los colectivos. No se ponen de acuerdo, Betty que poca gente, Honorio que mucha y el zapatero que así no se consigue nada. ‘Los recortes matan’, ‘Provida nuestra’, ‘Recortan salud y vida’. ‘Hepatitis, tratad a todos ya’, ‘Menos corrupción más medicación’, ‘Recortar en Sanidad, corrupción mortal’, ‘No se trafica con al vida’, ‘PP, vergüenza de España’, ‘No son muertes, son asesinatos’, ‘Nada, nada, nada para las privadas’



Los tres van alegres, sintiendo el sol tibio de enero, coreando ‘Si se puede’ o ‘Vergüenza’, avanzando hacia el túnel que lleva a la ciudad universitaria, comentando con compañeros de marcha cómo no se levanta todo el mundo ante semejante muestra de privatización de la sanidad.
-Hoy son los de la hepatitis, mañana serán los del cáncer, pasado  quien sabe. Tenía que estar toda la gente en la calle, dice el zapatero.
-Diga usted que si”,  afirma  una señora de sudadera roja. Para añadir, “Si se puede”
Betty da con el codo a Honorio para señalarle los policías que acompañan la marcha, como acordonándola.
-Como si fuéramos terroristas.
Durante todo el camino han circulado en paralelo, con cierta discreción, como acompañando. Cuando la marcha encara la avenida Complutense, su presencia es mayor, más descarada, y pasada la Facultad de Ciencias de la Información los tranquilos manifestantes observan carreras de policías y presencia de lecheras. Se colocan al final de la avenida para impedir que la marea roja llegue al Palacio de la Moncloa torciendo a la izquierda por la calle Profesor Aranguren y luego otra vez a la izquierda por la calle Eduardo Saavedra.
Vuelan helicópteros, llegan más lecheras, se agrupan los policías, el lado oeste de la ciudad universitaria esta acordonada. Han ido constriyendo un embudo que cierran dos lecheras de la policía nacional. Allí han decidido que termina la marcha, al principio de la calle Eduardo Saavedra, a quinientos metros largos del palacio de la Moncloa. A ese portillo va llegando el rio de la marea, imposible desembocar por tan estrecho pasillo de un metro. “Estas son nuestras armas”, corean levantando las manos lo que llegan y los que se agolpan ante los vehículos, junto a la fila que forman fornidos policías.



Honorio, con Betty pegada a él y el zapatero a unos metros, se acerca a un policía serio bajo su casco, alto como armario, de barba rubia. El jubilado con sus eternas chanclas y los calcetines desparejados quiere saber por qué no los dejan pasar. El policía se encoje de hombros como si no tuviera información, aunque explica que son 200 el cupo establecido, que ya han pasado y que no puede pasar nadie más.
-Establecido por quien. Pregunta, Betty
-Eso no lo sé, señora. Solo cumplo mi trabajo.
-Vaya un trabajo.
-Es lo que hay. Dice el policía con cierta displicencia.
-Anda que no hay sitios donde meterse. Sin pensarlo mucho le decía ahora una docena de trabajos, antes que policía. Asegura Honorio
Una señora se anima a participar en la tertulia, aprovechando que el policía parece aproximadamente dialogante.
-Es una vergüenza, defienden a los que nos recortar hasta las medicinas.
Pero al policía aparentemente conversador le sale una vena poco diplomática
-Señora, yo no tengo la culpa de sus problemas. Ni yo le cuento a usted los míos.
Ahí Honorio se enfrenta con el policía sin importarle ni la diferencia de envergadura ni la situación.
-Parece mentira. Estáis defendiendo un sistema corrupto y encima se pone chulo. Señor mío que esta señora y yo, y esta, somos los que le pagamos el sueldo.
-Pues cuando venga otro sistema tendremos que defenderlo igual. Es nuestro trabajo.
A la charla se une entonces otro espontáneo, más joven que Honorio y la señora pero menos que el policía.
-Pues vaya trabajo de mierda que tienes, majete.
Ante lo que se observa la reacción de otro policía que aparta a Honorio
-Cuidado, sin tocar.
-Caballero le digo por las buenas que se aparte.
-Cómo que por las buenas. Y por qué me tocas. Y por qué me tengo que apartar.
El policía primero, el que ya había parlamentado algo, hace un gesto a su colega, como diciendo, yo me encargo, y vuelve a explicar que es cosa de la organización, que son 200 los que ya han entrado y por eso el compañero le invita a que se vaya. Cosa que no convence a Honorio, que dice que tiene derecho a protestar por lo que está haciendo este gobierno con la sanidad en general y con los enfermos de hepatitis C en particular y que tenía que darle vergüenza a su compañero venir encima empujando.
Llega la sábana blanca y los que la portan cantan, “oee oee, oe oa, al señor presidente le queremos preguntar, cuantos Sovaldi se podrán comprar con los recortes de la Sanidad”. Son del comité organizador y afirman que no hay ningún acuerdo de 200, que es una manifestación pacífica. A lo que el policía más cercano responde: “estoy haciendo mi trabajo, me dicen que no pase nadie y no pasa nadie”.
Las dos lecheras están paradas y en marcha, sus tubos de escape además de impedir el paso están atufando la cabecera de la manifestación. Así que Betty pregunta si no pueden apagar esos coches.
Un policía contesta con un lacónico, “no”. Y otro añade que si lo apaga tendrá que comparar una nueva batería.
-Pero si la pagamos nosotros, gilipollas, todos los que estamos aquí manifestándonos. Se oye decir a otro manifestante.

El espontaneo asiste a los diálogos con policías y no deja pasar ocasión de participar. Observa que el cronista los está apuntando y que el policía preocupado por la batería, está mirando lo que escribe. Así que lo avisa
-Te está leyendo.
-¿Está leyendo lo que escribo? Es privado
-No, no lo estoy leyendo. ¿Qué pasa? ¿tiene algún problema?.
-No. ¿Y usted?
El espontáneo ha tomado claro partido y le dice al policía
-Ves, él te habla con educación y tú ya estas contestando agresivo.
Honorio también apoya:
-Este hace lo que le mandan, pero le gusta lo que le mandan: putear a los trabajadores.
El policía resopla. El cronista sigue tomando notas. Pero se coloca de manera que aquél no pueda leer lo que escribe.