Hay mil maneras de ponerse ante un examen, muchas más que alumnos.
Serán los nervios, la expectativa, la tensión, la falta de estudio, el miedo,
el riesgo, haberse fiado... el caso es que ni los ojos ni las manos ni los pies
se pueden estar quietos. Adquieren vida, toman protagonismo o se paralizan.
Una profesora amiga tenía que hacer un examen en la
universidad a más de cien alumnos, así que me pidió ayuda para cuidarlos. Esa
fue la expresión, cuidarlos. Dije que sí y no me puse exactamente a vigilar
sino a observar. No por evitar el rol de policía, que también, sino por
curiosidad. No era la primera vez que lo hacía, lo de cuidar, pero en otras
ocasiones me había dedicado a ojear el periódico en papel que porto, leer un libro, mirar en el ordenador la actualidad de los digitales, o deambular por Twitter o
Facebook. Esta vez los miré a ellos. Reparé en sus gestos, sus movimientos,
sus lenguajes no verbales, sus tics.
La del fondo a la derecha, pelo largo, morena, cinta blanca en la
frente, hace estiramientos: cuello, hombros, brazos, muñecas, manos. Mira el
folio en blanco, escribe algo, quizás una línea, y renueva el proceso cada vez
que debe decidir una respuesta.
Uno con capucha negra se aplasta el pelo como si quisiera exprimir
hasta la última gota de memoria. Pone las dos manos en la cabeza y aprieta
hacia abajo, con fuerza. No debe sacar mucho jugo porque repite constantemente
la operación.
La chica del pelo largo y claro tiene las uñas rojas y su mano
parece pegada al mentón. Así se pasa la hora, pensando, es de suponer que
intentando recordar. Bien podría haberse inspirado en ella Rodin. Tiene una
compañera que mira las uñas, las propias, en esta ocasión de morado. Y otra que
se retira constantemente el pelo de la cara, como si esa cortina rizada le
impidiera escribir.
Una alumna de la primera fila, pendientes de perla, piercing en lo
alto de la oreja, jersey ancho de lana, bufanda gris, también se ha obsesionado
con las uñas. Parecen bien pintadas de blando pero ella debe haber descubierto
alguna imperfección. Así que guarda las manos en las mangas del jersey, las
vuelve a sacar, repara de nuevo en el fallo de las uñas. Se suela la coleta y cae
sobre los hombros una cascada lisa, clara y densa. Mira el folio, ora las uñas,
comprueba que el bolso sigue en su sitio. Pero lo que más parece preocuparle es
el estado de sus uñas.
A su derecha, con un asiento libre de por medio como les indicó su
profesora y mi amiga, hay un alumno de pelo corto, cazadora y reloj
grande en la muñeca. Se estira, mira a los lados como ubicándose, como buscando
algo, se rasca la cabeza, mira al infinito, se concentra y aprieta el boli.
Pero no escribe. Y repite la operación de estirarse, mirar a los lados…
El zurdo de la barba hace una letra minúscula. Concentrado,
escribe sin parar, como si prescindiera de las preguntas. La chica pelirroja de su misma fila no deja de beber agua, a chupitos.
Uno que lleva un jersey gris levanta la mano. Acudo y era para
pedir un permiso un tanto grotesco: que si podía apagar el móvil, que le estaba
vibrando.
Detrás de él una compañera tiene un piercing en la boaca y un moño
muy alto en el pelo: apoya su mejilla en la mano y piensa. De vez en cuando
chupa el boli. Está como en una fotografía fija, inmóvil, capturada.
Casi todos usan bolígrafo Bic, algunos de colores y unos cuantos
borradores. Pero se descubren al menos cien maneras, el doble que alumnos, de estirarse, de
tocarse el pelo, de quitárselo de la cara, de morderse el labio, de rascarse, de
buscar la inspiración en espacios inusuales como la pared de enfrente, el
techo, la ventana o la puerta entreabierta.
La rubia del pelo largo levanta la mano y es para pedir permiso
para cambiar de bolígrafo. Este cronista no entiende bien esas peticiones pero
le hace un gesto como de tu misma. Así que abre y cierra el plumier, le
da la vuelta a la hoja, bebe agua.
Observo que muchos de los alumnos que se
examinan beben agua, aunque sean las nueve de la mañana. Cada uno ha dispuesto
su botellita al alcance de la mano y de los nervios.
El de la sudadera con capucha gris mete literalmente la nariz en
el folio para escribir cada vez que se le ocurre una respuesta a lo que se le
pide. El resto del tiempo mira al cuidador.
Tres puestos detrás hay un alumno con perilla, camisa grande de
cuadros y gorra visera que mira hacia atrás. La visera, no él. Él mira a los
lados sin buscar. Lo hace como controlando el espacio, con displicencia a
veces y en ocasiones reto. Podría pensarse que perdona la vida a todo aquel que
está fuera de su círculo y que ose o no entrar en él. En el círculo.
El de la cazadora y el reloj grande decide levantarse con
movimientos lentos, como si quisiera darse tiempo a que llegara a alguna idea
de última hora. Parece que llega y se vuelve a sentar. Y escribe.
Al principio de la fila, junto a la ventana, el de la camiseta
gris tiene las muñecas llenas de pulseras. Por encima del reloj, por debajo, de
cuero, de lana, de colores, delgadas, gruesas.. Las repasa una a una como si
las contara con el dedo de la mano contraria, también se toca el cuello y mira
por la ventana. Y tras realizar con meticulosidad esas tareas, hace verdaderos
malabarismo con el bolígrafo entre los dedos. Nada fáciles. Lo hace girar,
consigue que se quede un instante en equilibrio imposible. Eso sí, los folios
se ven en blanco.
Una chica zurda con las uñas pintadas de rojo se muerde el labio
con dureza, parece repasar las preguntas, luego recorre con su mirada el
paisaje del aula, quita y pone el capuchón del bolígrafo. Tras ella hay una
alumno con gafas de pasta y un jersey de lana de colores que chupa el boli. A
veces se rasca. Lleva un rato mirando al techo, como buscando una grieta. Pero de
pronto arranca a escribir, como si allí hubiera encontrado la inspiración o el
dato que le faltaba.
El del móvil que vibraba ademas está constipado y sigue mirando
por la ventana, El de las pulseras por un momento parece haber encontrado algo
que escribir. La chica rubia recoloca sus bolígrafos. La del pelo largo y negro lo
ahueca y la cambia a un lado y a otro de los hombros. El de la capucha con la
nariz junto a la mano que mueve el bolígrafo sigue inspirado y no oyen que la profesora dice que vayan terminando.
El aviso de la profesora, cinco minutos, no ha inmutado a nadie.
El que escribe, sigue escribiendo, el que mira la nada continua con ello, quien
mira por la ventana, quien duda, igual.
Es la chica de los estiramientos la primera que entrega su examen.
Y salen todos después ,transcurridos quince minutos tras el aviso de los cinco.
Todos menos el de la nariz metida en el papel, que sigue escribiendo y parece que no
puede parar salvo que se le arranque directamente el folio.
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