-Coño, Juan. Me alegro de verte.
El saludo de José Luis encierra mucho
más que una fórmula social. Lo dirige a alguien a quien se encuentra después de
que le aseguraran que había muerto. Lo creyó, lo asumió y le dolió. De ahí la
alegría al comprobar que no era cierto.
Juan y José Luis son lentejeros, es
decir, miembros de una comunidad amplia y heterogénea, aproximadamente
artística, que se junta todos los martes en un bar de la calle Limón, el Río Miño.
Con la disculpa de comer lentejas, piden cualquier otra cosa, se ven, conversan
y pasan el rato. Así llevan muchos años, viéndose cada segundo día de la semana.
En el grupo hay chicos y chicas, muchos entrados en años, actores, actrices,
directores de cine, directoras, escritores, periodistas, abogados, abogadas,
jubilados, técnicos, montadoras, poetas, desocupados, empresarios, empleadas,
aspirantes, profesoras, médicos. Comparten un wasap que sirve para convocarse y
reconocerse, aunque a veces suena en la madrugada con parrafadas muy largas y
chistes viejos.
Muchos van y vienen, pero el número de
los fijos es grande, tanto que en ocasiones se desborda la convocatoria y el
salón del restaurante. Últimamente, casi siempre. A los postres hay estreno
mundial, como dice el gran Julio Diamante. Eso significa que él improvisa un
solo de trompeta, o de clarinete, o de saxo -todo entre labios y boca, con un
swing increíble- o se inventa una canción o un villancico, siempre con verso
republicano e intencionado. Y todo termina con una suerte de himno que todos
corean. Pero además del maestro, puede haber un monólogo de Javier, o una copla
de Adela, o de Carmen o de Charo. O la actuación sorpresa de un invitado. Hay
tanto arte como ganas de juntarse en esa tertulia que no es tal.
Tras el menú y los chupitos, y las
actuaciones programadas o espontáneas, echan cuentas a ver a cuanto tocan: siempre
sale a 12 euros. La mayoría vuelve a sus quehaceres, pero hay un grupo que
suele seguir. Se van una calle más allá, al Bar sin nombre. Y siguen riendo. Pero
además organizan paellas republicanas, escapadas gastronómicas o van juntos a
estrenos y presentaciones de lentejeros. Todo por seguir juntándose. Por
continuar riendo.
En el barrio saben que los martes el
Río Miño se llena de una amplia banda de artistas o algo así. Los ven llegar e
irse, reconocen a algunas caras de la tele. Comentan y a lo que se ha visto,
inventan. La pasada semana un vecino le dijo a uno de los camareros que se
había muerto uno del grupo. Aunque no indicó cómo se había enterado, ni
circunstancias, ni detalles, sí aportó algunos datos identificadores.
-Uno que es alto y se llama Juan.
Altos hay muchos, y Juanes, también. Pero
en ese grupo, no. El camarero informó enseguida y se armó un revuelo importante
en el colectivo. Los datos eran mínimos, pero no cabían dudas. Ahí, a la hora de
confirmar, se produjo el dolor y el conflicto. Muchos tienen su teléfono y su
dirección, pero nada más. Cómo comprobar, con quién comunicarse ¿llamándolo a él?
¿a su propio móvil por si un familiar contestaba?
Nadie quería encargarse, no era una
llamada fácil de hacer. Pero había que hacerlo, eso o algo. Al final fue Adela
la que se atrevió, la que se decidió. Marcó el número varias veces y nadie
contestaba, lo que indicaba lo peor. Siguió marcando.
Finalmente contestó el propio Juan.
Oír su voz inconfundible, supuso para la lentejera un susto y un alivio. Con
ambas sensaciones al mismo tiempo, apenas acertó a balbucear una explicación
coherente: improvisó que se había equivocado, que pretendía hablar con Juana y
había marcado sin querer el número de Juan.
La noticia corrió en sentido contrario
y reconfortó. Era mentira lo que anunció el cliente del bar. El consuelo que
produjo la buena nueva tapó la ‘fake news’ que había dejado helados a los
lentejeros.
De ahí que José Luis, entre el humor
negro que suele gastar y la retranca charra, se alegrara de ver a Juan. Alguno
ya está pensando que esa historia de la falsa noticia merece un cuento. O una
película.
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