sábado, 15 de noviembre de 2014

Sin antena parabólica


-No te jode. Que no tiene antena parabólica. Yo nunca la he tenido.
Y se hizo el silencio en el bar de Betty. No es que hubiera pasado un ángel, ni que ocurriera de pronto un apagón, ni que  tocara el gordo de la lotería con el décimo reservado por el camarero, ni que volviera a entrar Montoro, con las ganas que le tenían, no solo el zapatero.
Es que quien habló fue el taxista. Y todos se quedaron pasmados, Betty, su hija, Honorio, el zapatero, el portero, la chica de la ORA, los de la telefónica, incluso la pelirroja  levantó los ojos del libro que estaba leyendo. A Paqui se le soltaron las lágrimas. No dijo nada, pero sus mejillas se inundaron y al intentar secarlas con el dorso de la mano el rimel las convirtió en un barrizal.
El taxista llevaba tres meses sin decir palabra, mirando obsesivamente su vaso vacío. Llegaba al bar en cuanto abría Betty, a las siete de la mañana. Tomaba de un trago el chato de vino tinto que le servían, ya sin pedirlo, y se concentraba en aquel fondo de cristal, como si allí estuviera la explicación de sus desgracias. A veces se iba a comer, nadie sabía dónde, o aparentaba tomar el taxi. Y volvía al mismo taburete como un náufrago. A mirar el fondo del vaso.
Aquella mañana de noviembre todos miraban la tele, más o menos atentos a las explicaciones de Morago. “Vaya morro”, decía Honorio tocándose con insistencia su propio rostro con la mano abierta, como si el presidente de Extremadura pudiera entenderle que lo acusaba de tener mucha cara. El mismo gesto en cada justificación de los viajes a Canarias desde Mérida, en todo el repaso a su curriculum, a su papel de víctima perjudicada.
Pero cuando dijo que no tenía antena parabólica en su domicilio fue cuando el taxista saltó. Lo que no habían conseguido ni Betty ni los demás, unas veces compadeciéndolo, otras animándolo, incluso en ocasiones provocándolo, lo consiguió la queja de Monago. Y repitió:
-No te jode.
Noventa días sin decir una palabra, sin escuchar las de quienes le hablaban, concentrado en el fondo de un vaso vacío.
Antes no era así. Betty cuenta que el taxista era un hombre campechano y hablador, pero se ensimismó cuando lo de Paqui.
Lo de Paqui es una historia que se sabe a medias, porque el taxista, al no hablar, no la ha contado. Paqui ha explicado algo pero de manera queda e incoherente, el portero afirma que conoce bien al taxista y a su mujer, y también ha aportado. La propia especulación de la barra del bar ha contribuido, de manera que lo que se sabe de cierto es poco. Comprobado está que Paqui tuvo un problema gordo con un cliente y que, desesperada y asustada, llamó al taxista. También que este acudió, recogió a la mujer maltratada, semidesnuda y aterrorizada, la montó en su taxi y la llevó a su casa. La casa del taxista. Las diferentes versiones coinciden en estos extremos y salvo matices y redondeos así ocurrió. A partir de aquí es cuando no queda claro casi nada. Parece que a la mujer del taxista le pareció mal que su marido llevara a Paqui a su casa, o que vio lo que parecía pero no era, o que no creyó, o ni escuchó, la historia del héroe salvador desinteresado.
El caso es que puso de patitas en la calle, primero a Paqui y luego a su marido. Betty dice que el orgullo del taxista le impidió explicarse bien y que entró en un bucle raro que lo llevó a mirar obsesivamente el fondo del vaso. Y que, claro, cuanto menos decía peor se ponían las cosas. Su esposa tampoco ha consentido que Paqui se lo explique, parece que llegó a decir que no quería ver a la rubia de bote ni en pintura. Aunque esto último tampoco está comprobado. Lo que sí está visto es que el hombre no ha aceptado nunca los acercamientos y consuelos de la rubia, por más que esta lo ha intentado con toda la paciencia del mundo.
Nadie sabe exactamente, por ejemplo, donde duerme el taxista. Algunos aseguran que en el taxi, que en casa de una hermana que no vive lejos. Se ha llegado a decir que, en realidad, de extranjis en la pensión donde vive Paqui.

Tres meses sin abrir la boca, sin dejar de mirar el vaso vacío. Y quien sacó por un momento al taxista de su bucle fue una queja de Jose Antonio Morago.

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