Cartagena
se llena de color, música y sudor las noches del sábado. Toda la ciudad, pero
si ponemos el foco en el barrio de Getsemaní entonces notamos un estallido. En
la plaza de la Trinidad, a los once de la noche se concentra una multitud. Como
cada sábado, cerrada la puerta de la iglesia del mismo nombre tras la última boda
del día, gente de todas las edades y condición se dan cita en ese gran atrio.
Aposentados en los escalones que la bordean, escuchan al showman o comen en los
tapers que han traido de saca o comprado en los puestos ambulantes.
El
artista se llama Álvaro y se queda con el personal. Lleva consigo su
espectáculo, ingenioso, rápido, simpático, atrevido, a veces con chistes que
llevan algo de sal gruesa, pero muy capaz y muy flexible por las plazas de
Cartagena. Es un caleño, de Cali, que con un micrófono y una batería es capaz
de encantar a un público de todas las edades. Se ríen con ganas, la función es
gratis aunque pasa la gorra y avisa de que no se anden con moneditas, que eso
no cotiza, que si quieran le den billetes, pero no como caridad. Se enerva al
hablar de “el podre cómico”. No, él hace
su trabajo, dice, si consideras que es bueno, lo financias. “No me jodan con la
caridad, yo no pido limosma”.
En
la plaza quedan todos, después de cenar o antes de cenar o en el caso de no
cenar, o como destino o como lugar de paso. En cualquiera de los casos se piden
una litrona en loso bares de los alrededores, se mira el espectáculo y se
abanican. Y se van sumando almas al grupo que ha convocado Silvia, que también
vive en el Bellavista. Silvia tiene tiene rizos afro y una capacidad asombrosa
de juntar gente y hacerlos amigos. Te puede abordar en el patio encalado del
hotel, o ante la caja del supermercado Éxito, como es el caso, y proponer de
una vez: viene un socio también español, cenamos en un hindú, que son amigos, y
luego a beber y a bailar. ¿Te apuntas? Y el viajero se apunta a casi todo, que
anda solo, está abierto y dispuesto a comprobar, a ver, a entender.
Y
aparece un español emprender que
pretende vivir la noche cartagenera y exportar su negocio o al
contrario, eso no le quedó claro al viajero.
Y llegan tras la cena hindú a la plaza de la Trinidad, donde el show callejero
de Álvaro, y presentan a L. a D. a W. Y también a F. a Y. a M. y más nombres
que no llegan a prender en la memoria. Y hablan de libros, de cine, de García Márquez, y
comparten los chupitos de la litrona. Y Silvia presenta a más gente y empieza
una procesión por las calles de Getsemani, en busca de un lugar donde bailar. La primera opción es la Tasca Maria, al lado
de Habana, pero la calle se ha quedado a oscuras y parece que no es prudente
entrar. Silvia tiene más opciones, así que empieza a navegar por el mar colorista
y bullanguero de gente con ganas de fiesta que atesta la calle Larga, poblada
de discotecas. Elige Leblon, la más atronadora, y la de peor aire
acondicionado. Así que el calor, el sudor y la magia de todas la músicas que pasan
del merenge a la salsa, el reggaetón, la bachata, el rock. Se nota la habilidad,
la costumbre, el talento, el gusto y el calor por bailes de los cartageneros.
El viajero hace lo que puede con la ayuda de L. y queda contento. Entre todos
pagan una botella de ron y el trago ayuda mucho. No se trata de mover el
esqueleto, son la cintura y las caderas las herramientas que intervienen en ese
juego. El español empresario dispara a todo lo que se menea, pero se menea tan
bien que les resulta fácil esquivar su poco flexible esqueleto.
La
botella de ron se termina pronto y se pide otra. El grupo que sigue la música y
la adopta, la siente o la atraviesa está compuesto por una docena de personas
que ha convocado Silvia. Hablando con cada uno resulta que casi todos la acaban
de conocer. Los más viejos amigos son de la noche anterior, pero los rizos de
Silvia, su risa franca y su móvil son capaces de hacer esa convocatoria y otras
cinco en la misma noche. A las cuatro
sudoroso, el viajero, L. y J. se van a que el primero conozca otra discoteca, Mister
Babilla, con mejor aire, con sus mesas para comer. Aquí hay más Carlos Vives, y
más salsa, más Rubén Blades e igual de
Merengue. Silvia ha encontrado a su marido canadiense, el español se ha perdido en busca de algo a lo
que disparar, parte del grupo queda en Leblon. A las cinco de la mañana toca ajustar
con un taxista el precio de la carrera.
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