domingo, 29 de junio de 2014

Ensayo de bullarengue


Tiene 70 años, seis hijos, 19 nietos y seis bisnietos. Ninguno de ellos, salvo una nieta un poco. quiere aprender su arte. Y a ella le preocupa quien va a seguir, que se pierda todo lo que ella sabe, lo que ha aprendido de sus mayores. Se llama Ceferina y anda algo inquieta porque tiene que viajar a Bogotá para sacar la visa y poder entrar en los EEUU, porque va a actuar en Houston.
Estamos hablando de Ceferina Manquez una cantora poderosa de la costa Caribe colombiana, de la región de Guamanga, Premio Nacional y aplaudida por la gran Petrona, la referencia de la música afrocolombiana.
El viajero se encuentra con Ceferina en un parque, antes de las nueve de la mañana de un sábado caluroso de junio. Espera al lado a unos columpios, junto a un cubo de plástico morado que contiene una cola cola, agua en bolsitas de plástico  y unos envueltos en papel blanco que parece ser comida, tal vez arepas. Está allí por gusto, porque a falta de otro local, bueno es el parque para ensayar. Con ella están Vivian y Gina, que hacen los coros, Eris y Marlon, que tocan tambores, Giovani, el director musical que se encarga de las flauta, y David, el productor, director de todo, que ayuda además con las maracas.

Ceferina es una negra con carácter, no llega a ser engreída pero se muestra orgullosa de si y de su arte. Canta a su aire, no se sabe si con un plan  establecido por ella misma o a empujones de la inspiración. Canta y acciona con las manos como si así centrara el discurso de sus composiciones. Y baila al son de la tambora, descalza, como dentro de un mundo propio, alejado de los que miran, incluso de los músicos. Lleva las uñas de los pies pintadas de rosa, su collar, sus aretes dorados, cuatro pulseras en la muñecas, una roja, otra amarilla y otra azul, como la bandera de Colombia, y una más de todos los colores. Vestida de fiesta. Se le oye: “Callate Estebana”, mientras ajusta la pañoleta que adorna su cabeza. El vestido de listas, verde y blando, se mueve levemente al son de los pasos cortitos de sus pies.
De su mundo salen títulos como “No me dejen sola”, “Echando sangre”, “Apegadita”, “Estebana”,  o “Sin pantaleta”. Es decir, habla su canto de que no la dejen sola los tambores, de que la nariz le sangraba cuando su accidente de niña, de que Estabana, una de sus hijas, lloraba sin parar, de que Apegadita es Venezuela con Colombia, dos tierras juntas, o sin pantaloneta es como salió la abuela a la calle, que se olvidó de ponérsela. Historias en las que hay tradición, cotidianeidad, tragedia, arrullo, sentimiento y humor.
Porque Ceferina no estudió. Lo dice así ella misma, para explicar que no lee ni escribe. Pero tiene 33 composiciones que le salen por la noche, en la duermevela. Se despierta, se le ocurre, lo piensa y lo va trabajando en su cabeza. Y ahí las va dejando porque no tiene cómo apuntar. La idea le sale de la vida, de lo que ve, de lo que le pasa. Recoge cantos tradicionales afrocaribeños pero introduce en sus letras la problemática social que le aflige o las pequeñas vicisitudes domésticas. Cuenta que acaba de hacer una canción en la que habla de Obama y de Santos, y hermana en ella a los dos presidentes, el de los EEUU y el de Colombia. “Lo que pasa en el país, en la vida”, dice. Y da una clase de escritura y de métrica al aire libre cuando explica su método, siendo como es analfabeta. Primero se le ocurre la letra y la guarda en su cabeza, lo que supone una bien ensayada memoria. Pero no guarda cualquier cosa, porque le preocupa el estilo, así que el verso debe llevar un ritmo y una armonía: “me gusta que cuadren las palabras, que no se atranquen, que giren bien. Por ejemplo la a tiene que subir, pues que ninguna la pare”. Y así, en el parque caluroso de Cartagena de Indias Ceferina da un tutorial de poesía. Apliquense talleres y academias. A cuadrar, a no atrancarse.
Se explica Ceferina mientras se calienta la flauta y las pieles de los tambores. Llegó tarde a cantar en serio y tiene cierta prisa. Las primera copla la compuso cuando tenía seis años, precisamente la de botando sangre. Y fue aprendiendo de sus tias cantoras Maria de los Reyes Teheran y Maria del Carmen Teherán. Crio a sus seis hijos, “que tuve la desgracia de perder al marido muy pronto”, y solo cantaba en fiestas y celebraciones. Pero sigue la tradición afro de la gran Petrona que ha reconocido el poderío de las composiciones de Ceferina. Y en 2006 dejó el cultivo de la tierra y se puso a cantar con asiduidad, “ya siendo abuela”. La desaparición de Etelvina Maldonado dejó un hueco, y en 2009 fue nombrada Reina del Festival  de Bullerenque de Marialabaja. De ahí, formar el grupo, el proyecto y CD ‘Cantos ancestrales de Guamanga’, por el que el Ministerio de Cultura de Colombia le concede el Premio Nacional a la dedicación del enriquecimiento de la cultura ancestral de las comunidades negras, raizales, palenqueras y afrocolombianas. Y luego los festivales, y los conciertos, como el de Houston, para el que ensayan en el parque.
Las letras y los cantos transcurren en la voz grave de Ceferina por el bullerengue, la chalupa y el son negro. “El bullerengue me sale natural, oía de niña a mis tias“, dice.
En ensayo no es sencillo porque la artista es genial, intuitiva y entiende poco de repeticiones y de tiempos. A alguien que compone en mitad del sueño y trabaja en la cabeza que las letras no se atranquen no vas a pedirle método. Ella comienza, la sigue el coro y entran los timbales. No obstante el productor y manager sabe cómo estimular: “estamos planos, perdemos la lírica. Usted es la cantadora, la jefa, lúzcase, no corra, gústese, vibremos”. Y Ceferina vibra con 'Apegadita'.
Ceferina tiene un sueño: ir a África para quedarse. Le han dicho que África es como la Guamanga de su infancia, esa tierra de la que fue desplazada por la violencia hasta el barrio de El Recreo, en el municipio de Maríalabaja, donde vive ahora. Así que tiene idealizada la tierra de sus ancestros y le gustaría conocerla.

Quien entera al viajero de la existencia de Ceferina y de tantas cosas en su periplo cartagenero, y lo invita a la cita del parque, es David Lara, poeta, periodista, músico, profesor. Un hombre orquesta, un tipo del Renacimiento, sabio y generoso, que igual da una clase en la universidad que dirige un taller de escritura creativa, que arma un reportaje, que produce esos cantos ancestrales de Guamanga, que toca las maracas en el ensayo bajo su sombrero,  con un cierto aspecto de Indiana Jones caribeño.

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