Tiene
70 años, seis hijos, 19 nietos y seis bisnietos. Ninguno de ellos, salvo una
nieta un poco. quiere aprender su arte. Y a ella le preocupa quien va a seguir,
que se pierda todo lo que ella sabe, lo que ha aprendido de sus mayores. Se
llama Ceferina y anda algo inquieta porque tiene que viajar a Bogotá para sacar
la visa y poder entrar en los EEUU, porque va a actuar en Houston.
Estamos
hablando de Ceferina Manquez una cantora poderosa de la costa Caribe
colombiana, de la región de Guamanga, Premio Nacional y aplaudida por la gran Petrona,
la referencia de la música afrocolombiana.
El
viajero se encuentra con Ceferina en un parque, antes de las nueve de la mañana
de un sábado caluroso de junio. Espera al lado a unos columpios, junto a un
cubo de plástico morado que contiene una cola cola, agua en bolsitas de
plástico y unos envueltos en papel
blanco que parece ser comida, tal vez arepas. Está allí por gusto, porque a
falta de otro local, bueno es el parque para ensayar. Con ella están Vivian y
Gina, que hacen los coros, Eris y Marlon, que tocan tambores, Giovani, el
director musical que se encarga de las flauta, y David, el productor, director
de todo, que ayuda además con las maracas.
Ceferina
es una negra con carácter, no llega a ser engreída pero se muestra orgullosa de
si y de su arte. Canta a su aire, no se sabe si con un plan establecido por ella misma o a empujones de
la inspiración. Canta y acciona con las manos como si así centrara el discurso de
sus composiciones. Y baila al son de la tambora, descalza, como dentro de un
mundo propio, alejado de los que miran, incluso de los músicos. Lleva las uñas
de los pies pintadas de rosa, su collar, sus aretes dorados, cuatro pulseras en
la muñecas, una roja, otra amarilla y otra azul, como la bandera de Colombia, y
una más de todos los colores. Vestida de fiesta. Se le oye: “Callate Estebana”,
mientras ajusta la pañoleta que adorna su cabeza. El vestido de listas, verde y
blando, se mueve levemente al son de los pasos cortitos de sus pies.
De
su mundo salen títulos como “No me dejen sola”, “Echando sangre”, “Apegadita”,
“Estebana”, o “Sin pantaleta”. Es decir,
habla su canto de que no la dejen sola los tambores, de que la nariz le
sangraba cuando su accidente de niña, de que Estabana, una de sus hijas,
lloraba sin parar, de que Apegadita es Venezuela con Colombia, dos tierras
juntas, o sin pantaloneta es como salió la abuela a la calle, que se olvidó de ponérsela. Historias en las que hay tradición, cotidianeidad, tragedia,
arrullo, sentimiento y humor.
Porque
Ceferina no estudió. Lo dice así ella misma, para explicar que no lee ni
escribe. Pero tiene 33 composiciones que le salen por la noche, en la
duermevela. Se despierta, se le ocurre, lo piensa y lo va trabajando en su
cabeza. Y ahí las va dejando porque no tiene cómo apuntar. La idea le sale de
la vida, de lo que ve, de lo que le pasa. Recoge cantos tradicionales
afrocaribeños pero introduce en sus letras la problemática social que le
aflige o las pequeñas vicisitudes domésticas. Cuenta que acaba de hacer una
canción en la que habla de Obama y de Santos, y hermana en ella a los dos presidentes,
el de los EEUU y el de Colombia. “Lo que pasa en el país, en la vida”, dice. Y
da una clase de escritura y de métrica al aire libre cuando explica su método,
siendo como es analfabeta. Primero se le ocurre la letra y la guarda en su
cabeza, lo que supone una bien ensayada memoria. Pero no guarda cualquier cosa,
porque le preocupa el estilo, así que el verso debe llevar un ritmo y una armonía:
“me gusta que cuadren las palabras, que no se atranquen, que giren bien. Por
ejemplo la a tiene que subir, pues que ninguna la pare”. Y así, en el parque
caluroso de Cartagena de Indias Ceferina da un tutorial de poesía. Apliquense
talleres y academias. A cuadrar, a no atrancarse.
Se
explica Ceferina mientras se calienta la flauta y las pieles de los tambores. Llegó
tarde a cantar en serio y tiene cierta prisa. Las primera copla la compuso
cuando tenía seis años, precisamente la de botando sangre. Y fue aprendiendo de
sus tias cantoras Maria de los Reyes Teheran y Maria del Carmen Teherán. Crio a
sus seis hijos, “que tuve la desgracia de perder al marido muy pronto”, y solo
cantaba en fiestas y celebraciones. Pero sigue la tradición afro de la gran
Petrona que ha reconocido el poderío de las composiciones de Ceferina. Y en
2006 dejó el cultivo de la tierra y se puso a cantar con asiduidad, “ya siendo
abuela”. La desaparición de Etelvina Maldonado dejó un hueco, y en 2009 fue
nombrada Reina del Festival de
Bullerenque de Marialabaja. De ahí, formar el grupo, el proyecto y CD ‘Cantos
ancestrales de Guamanga’, por el que el Ministerio de Cultura de Colombia le
concede el Premio Nacional a la dedicación del enriquecimiento de la cultura
ancestral de las comunidades negras, raizales, palenqueras y afrocolombianas. Y
luego los festivales, y los conciertos, como el de Houston, para el que ensayan
en el parque.
Las
letras y los cantos transcurren en la voz grave de Ceferina por el bullerengue,
la chalupa y el son negro. “El bullerengue me sale natural, oía de niña a mis
tias“, dice.
En
ensayo no es sencillo porque la artista es genial, intuitiva y entiende poco de
repeticiones y de tiempos. A alguien que compone en mitad del sueño y trabaja
en la cabeza que las letras no se atranquen no vas a pedirle método. Ella
comienza, la sigue el coro y entran los timbales. No obstante el productor y
manager sabe cómo estimular: “estamos planos, perdemos la lírica. Usted es la
cantadora, la jefa, lúzcase, no corra, gústese, vibremos”. Y Ceferina vibra con 'Apegadita'.
Ceferina
tiene un sueño: ir a África para quedarse. Le han dicho que África es como la
Guamanga de su infancia, esa tierra de la que fue desplazada por la violencia
hasta el barrio de El Recreo, en el municipio de Maríalabaja, donde vive ahora.
Así que tiene idealizada la tierra de sus ancestros y le gustaría conocerla.
Quien
entera al viajero de la existencia de Ceferina y de tantas cosas en su periplo
cartagenero, y lo invita a la cita del parque, es David Lara, poeta,
periodista, músico, profesor. Un hombre orquesta, un tipo del Renacimiento,
sabio y generoso, que igual da una clase en la universidad que dirige un taller
de escritura creativa, que arma un reportaje, que produce esos cantos
ancestrales de Guamanga, que toca las maracas en el ensayo bajo su
sombrero, con un cierto aspecto de
Indiana Jones caribeño.
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