sábado, 7 de junio de 2014

El celador del mar



Hay historias que las buscas y otras que te encuentran. Con la de A. hice como que no y ella se me puso delante. Vive junto al mar, con sus perros, con sus gatos, con las garzas que lo visitan, con los alcatraces que miran displicentes, a apenas doscientos metros de donde nació, en el exclusivo hotel Santa Clara. La vida de A. está llena de paradojas, a sus 56 cumplidos dio muchos tumbos, fue artesano, obrero, guía, desocupado, vendedor de mil productos, hasta que encontró el sitio donde ahora vive, un privilegio que le dio Dios, afirma, y que no todo el mundo sabe apreciar. No es pescador, no le gusta. Para qué, además, si los peces se los dan los pescadores por echar un ojo a sus barcas. Antes hacia collares, ahora recoge lo que le trae el mar, conchas, piedras, maderitas.. Las junta a granel en un cubo y las vende a los artesanos que llegan a elegir las formas más originales. Él no tiene que trabajar para vivir.
Ha hecho su casa, a dos metros de la orilla, con lo que le trajo el mar; vive de lo que le da el mar, y el mar le ha enseñado a vivir. Así lleva de felicidad cuatro años. Su título oficial, el que asume con gusto, es celador del mar, porque lo cuida, porque vigila los útiles de los pescadores, porque indica a turistas donde bañarse, porque sabe cuándo sube la marea, porque comparte tiempo y asueto con chicos de la calle. “Todo me lo da el mar, y debo agradecer a Dios que me diera este privilegio. Otros celadores no han sabido apreciarlo”. Tiene un pez globo. Él mismo lo ha disecado. Le ha inyectado formol y ha pintado con barniz las puntas afiladas. Lo tiene en un pedestal, a la puerta de su casa, formando parte de su particular jardín marino. Le preguntan, que cuánto vale el pez, pero no quiere vender. Hay otro pedestal, con una rosa roja en un vaso de agua y a su alrededor un collar hecho con las piedras más curiosas. “Por adornar un poco esto”, dice, como si hablara de un cuidado huerto. Y así es, los cinco metros de playa que rodean su casa, los tiene limpios, atendidos y ornamentados. “El mar me ha enseñado a limpiar. El no se queda con la porquería, la bota”. Y A. hace lo mismo. Antes tiraba sus desperdicios en cualquier sitio, ahora no. Hace como el mar.
Cada día pasaba a la vera de su casa. Cada tarde. Al atardecer, cuando se oculta el sol o está a punto de hacerlo, aparece el momento agradable de Cartagena de Indias. La brisa del mar acaricia la cara y se quitan del alma todos los trabajos, todas las dudas y todas las soledades. Debe ser un mágico efecto marino y nocturno. Hablé de esa particular morada ya hace días, cuando me dio por comparar su posición con la puesta de sol tan exclusiva que creían tener los clientes del Café del Mar. Hablé de una casa frente al mar, a ras de agua, con mejor puesta de sol, de espaldas al mundo y de dos tipos que compartían tiempo y cigarros. Algunas veces pasaba y no había  nadie,  o pululaba cuatro o cinco perros y otros tantos gatos entre los mil cachivaches, seguramente la familia doméstica de los tipos silenciosos.
Ahora sé que uno de los tipos es A. y el otro es su hijo o uno de los chicos de la calle que lo visitan. “Dicen que hay violencia, si el gobierno diera facilidades para trabajar a estos pelaos se acababa la violencia”, asegura A. en la exposición de filosofía vital que hace y que pasa por el mar, por la ecología, el arte de disecar, la situación política de Colombia, la violencia y lo confundida que anda la Humanidad. El tal pelao vende bolsitas de agua fría en la playa, en mercadillos y plazuelas. Asiente con la cabeza a todo lo que dice A. Lleva camiseta de la selección colombiana, gorra de béisbol, tapa sus ojos con gafas de sol y una cicatriz corta su cara. Se siente uno seguro a su lado porque está A.

Un día el tipo que vive de y con lo que le da el mar pareció saludar con un gesto. Al otro le pregunté por el pez globo disecado. Y así fue como la historia de A. me salió al encuentro. Su mujer vive al otro lado de la ciudad. Cada quince días él toma la bicicleta y va a visitarla. Pero a ella no le gusta el olor a pescado, así que A. se lo lleva ya cocinado. Y efectivamente, nació hace 56 en lo que hoy es el hotel Santa Clara, un lujo y exclusivo hotel en lo que fue un antiguo convento, una joya arquitectónica del siglo XVII. Cuando nació A. el sitio de cinco estrellas de hoy era el hospital Santa Catalina. 

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