Es
negra, grande, coqueta, engreída, atractiva, y va vestida con faldones de
colores chillones, básicamente amarillo, rojo y azul como la bandera de
Colombia. Vende fruta en la calle y lleva las uñas de los pies cuidadosamente
ornamentadas. Es así y va así, tenga 20 años o 60. Porque su orgullo de casta y
su porte de buen esqueleto hace que no se le vea la edad. Ni importa. El
tapercito de fruta que prepara a cambio de 3.000 pesos tiene tanto colorido
como sus vestidos. Sandía, papaya, mango, mamoncillo, curuba, guanábana,
guayaba, lulo, maracuyá, piña, banano, melón. Evidentemente muchos de los
nombres el viajero los sabe porque se los ha preguntado a la palenquera que se
sienta cada mañana en la esquina del parque Simón Bolívar que acerca a la
catedral. Ella los ha explicado con digna naturalidad, sin sonrisas, sin
ninguna intención de adular al posible cliente preguntón. A la orden. Con la
misma inflexión en la voz que cuando informa del precio de su fruta madura o indica
la dirección de una calle en el laberinto de la ciudad amurallada de Cartagena
de Indias.
Su
puesto es el más visible de los otros cuarenta y siete (sí, 47 negocios
contados uno a uno) está en el lado del
museo del Oro y la Plaza de la Proclamación. Destaca por los colores, los de
los ropajes de ella y de su hija, y por los de la fruta tropical que dispensan,
y porque la mesa donde desarrolla su comercio callejero mide un metro por un
metro. Todo un alarde si se compara con la superficie de que dispone el
vendedor de gafas de sol, cuyo muestrario lo expone en una torre formada por
tres cajas de zapatos, una sobre otra. O la chica que ofrece recargo de
tarjetas prepago o llamadas desde su celular, que se desenvuelve con un
taburete y una caja de cartón puesta al revés, ahí su oficina, porque es más
barato hacer una llamada desde ese teléfono público que recargar el propio. Más
liviano en cuando a espacio es aún el negocio del hombre que vende chicles, y
parecido el del limpiabotas, que acomoda
a su cliente en un banco del parque. Y comparte workspace con un músico
argentino que toca la guitarra y explica que es argentino y su música también;
el carrito del hombre que vende jugos de fruta recién hecho no ocupa más que la
oficina ambulante de la chica de los teléfonos.
En
realidad, no solo el parque, también las plazas, y la ciudad, están llenos de
carritos. Sobre esas ruedas precarias se asienta la vida que se buscan haciendo
arepas en una plancha rudimentaria o helados caseros, asando salchichas,
vendiendo saxos de juguete, o sombreros, o collares, o flores, o abanicos, o
reparando zapatos o componiendo
camisas…el arte de la venta como forma entusiasta de salir adelante. Y la forma
protocolaria no es qué desea usted, que le sirvo, miré que buen producto tengo.
No, es: “a la orden”. Uno que no tiene carrito ni necesita espacio entre los
bancos de los laterales del parque es el que vende cigarrillos sueltos. Le
basta con mostrar la cajetilla: a la orden.
De
modo que la palenquera grande es la reina del parque Bolívar. Lo es por
prestancia, por actitud vital, por atractivo, por poderío personal, por autoridad
y, claro, por el ventajoso y privilegiado puesto que regenta. Como ella, y su
hija, hay muchas por la ciudad. Son las
mujeres más fotografiadas, tanto que muchas ya han aprendido a pedir una
colaboración por dejarse hacer fotos. Esta de la que hablo, no pide nada. Mira
retadora o se da la vuelta. Tienen todas detrás una historia larga y dura que
se remonta a los negros cimarrones que llegaron a Colombia en tiempos de la
conquista, desde África, como esclavos. Se refugiaron en las montañas y allí construyeron
una suerte de corral con palos, los palenques. De ahí el nombre.
Están
debajo de la Torre del Reloj, en Las Bóvedas, en la Plaza de Santo Domingo, al
fondo de la calle, en cualquier cruce, o en las playas de Boca Grande. Mueven
sus anchas caderas y parecen navegar los largos faldones de colores. En la
cabeza sujetan en aparente equilibrio natural la ponchera, un recipiente donde
portan la fruta cortada en rodajas o los dulces caseros que también venden.
Algunas se protegen a sí mismas y a su mercadería con una también chillona
sombrilla. En la playa ofrecen a los turistas gringos una sesión de masaje o un
peinado de trenzas africanas con acabado de bolitas de colores. “Amiga,
masaje”, “amiga, trenzas”.
La
del Parque Bolivar, no. Ni trenzas ni masajes ni fotos ni sonrisas. Es la reina
altanera. A las ocho de la mañana está regentando su esquina y cuando el
viajero se despide del centro para buscar la brisa marina cuando cae el sol,
ella sigue en su trono. Abanicándose, desdeñosa y hermosa.
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