A las nueve de la mañana el viajero sale de su
casa, toma el ascensor y piensa tirarse a la calle por comprobar qué va a deparar
el nuevo día. El descenso del artefacto se ve interrumpido en el piso diez y
entra una señora que desea buenos días. Sin tiempo a ser contestada se extraña
de lo que ve:
-Es raro ver a alguien con un libro en la mano.
Empieza a hablar y el viajero ignora que no va a callar
en la próxima media hora. Al principio sobre cultura en general, su importancia,
y la conveniencia de leer como actividad saludable. Es bajita, morena, de una
edad incalculable, entre los cuarenta y los cincuenta y muchos cualquier número
es posible. Habla mucho, sin comas y sin mirar a su interlocutor. Podría
parecer que no lo necesita, solo saber que alguien tiene al lado. Así que sigue
diciendo, sin inflexiones en el tono de
voz, sin introitos, sin encadenamientos, que pronto ya nadie va a
necesitar leer. Te ponen un chip en el antebrazo y ahí está todo. Ya lo están
haciendo. En el hospital de Alcorcón lo hacen. El problema es encontrar al
médico que se niegue porque lo despiden.
Se señala su propio antebrazo, en el interior, para
señalar donde dice que colocan el chip. Tu te puedes negar a ponértelo, pero entonces estás fuera. Vas al hospital,
si no tienes el chip no te atienden. Vas al banco, si no tienes el chip no te
dejan sacar el dinero. Vas a comprar al hiper, si no tienes el chip no puede
llenar el carro. Pero eso es sabido, no es que yo lo diga, puedes mirar las
noticias, está en Internet. Hay que estar informado, mucha gente no tiene idea
de lo que pasa. Pero claro, si te lo pones entonces saben lo que comprar, lo
que te gusta, a donde vas, con quien. Estás controlado. Que es lo que quieren.
Segura en su parlamento, enhebra casuísticas,
convicciones, descripciones y temores. No es un discurso, no busca confirmaciones
y tampoco parece admitir debate. Lo que dice parece un tutorial de cómo están
las cosas y cómo es el mundo. Esas coincidencias inexplicables hacen que
viajero y mujer caminen hacia la misma boca de metro, tomen la misma dirección,
se vean obligados a realizar el mismo cambio de línea en la misma estación, y,
para más inri, tomen la misma dirección. Casualidad que no parece extrañar a la mujer
que habla, al contrario, es como si formara parte de su plan del día. Sin
alterar el tono, sin extrañarse, sigue explicando donde, cómo y para qué se
pone el chip. Pero sobre todo insiste en que es perverso porque sirve para
tenernos controlados pero si no quieres ser controlado no puedes vivir. Y que
afecta igual a mujeres que hombres, ricos que pobres, gobernados y gobernantes.
Porque son los grandes bancos quienes controlan todo, los que mandan poner el
chip y los que dicen qué hay que hacer y qué no. El mismo Obama tuvo que
claudicar. Está en las noticias. El uno de julio de 2012, si no entraba el país
en bancarrota. No queda claro, a pesar del
arrojo y su seguridad en el decir si lo del presidente americano es el
chip que se tuvo que poner o la reforma sanitaria a la que tuvo que renunciar.
Porque el discurso es rotundo aunque confuso.
El viajero, en su tendencia a escuchar, a cambiar
de postura, a aceptar compañeros de viaje variopintos, a dejarse asombrar, no
acierta a interpretar ni intenciones ni equilibrio emocional o sentimental de
su compañera de ruta. Atiende como puede el granizo de palabrería que le va
cayendo e intenta ponerlo en un contexto de queja, reivindicación o muestra
sociológica. Entonces explica la mujer que el chip no es que contenga toda la
información sobre nosotros, que se imponga como imprescindible y sea inútil que
un médico bien intencionado y comprometido se niegue a implantarlo. Es que lo
tendremos puesto todos antes o después. ¿Pero qué pasa si se te estropea el
teléfono móvil?
La pregunta no es retórica, de modo que quizá
debería tener una respuesta, pero la aporta ella misma: por ejemplo si el móvil
te cuesta 30 euros y la reparación son 29 pues no lo arreglas. Lo tiras y
compras otro. Eso va a pasar en los hospitales. El chip dice la enfermedad que tienes
y cuánto cuesta repararte. Si no eres rentable, fuera. Y lanza otra pregunta
que a esas alturas del viaje en metro ya no se sabe bien si es retórica o tipo
test: ¿Cual es el eslabón más débil de la sociedad? No espera contestación: los
niños y los ancianos, o sea, la salud y la educación. Ahí tienes la prueba.
Y en medio de prevenciones, entre lo
inevitable y lo predestinado, siempre
con el chip implantado en el antebrazo como idea fuerza de su discurso
circular, va introduciendo datos e imágenes, como pinceladas abstractas a su
biografía: no quiere que sus dos hijos
se eduquen ante el ordenador ni el televisor; la señora marroquí que
trabajó en su casa no es de fiar; hay
mucha incultura entre los vecinos, la gente no se da cuenta de lo que pasa en
el mundo, el chip está más implantado de lo que parece, hay que fijarse…
-Adiós, ya seguiremos hablando.
Se despide con el mismo tono que ha hablado. Solo
se apura y sale a escape del tren porque se cierran las puertas del vagón y a
punto están de atraparla. Pero ni mira ni se despide con la mano. El viajero la
ve andar de prisa por el andén, como si llegara tarde a una cita o a una hora
de entrada. Hablar, hablar solo lo ha hecho ella, sin parar, casi sin respirar,
por lo que extraña esa primera persona del plural. La media hora transcurrida
desde el ascensor hasta su parada, le ha servido para pintar un paisaje apocalíptico,
donde todos los seres humanos tienen incrustado el chip bajo su piel, en el antebrazo.
Pero como ha ido mezclando datos con informaciones, con realidades, con fechas,
con noticias verdaderas, al viajero le queda la duda de si está a favor o en
contra del chip. Si lo detesta, lo comprende o lo teme.
Menudo pasaje el planteado. Lo peor de todo es que podría convertirse en futurible.
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