Hace tiempo el viajero hacía a todos
sus entrevistados la misma pregunta: ¿De qué se ríe Aznar? Era cuestión
imprevista para ellos y tiene coleccionadas las repuestas, curiosas, sabrosas,
sorprendentes y sorprendidas. Era en los tiempos en que el hombre de los
abdominales (entre 600 y 800, al día, ahora, antes 2000) y conferenciante
internacional estaba empleado como presidente del Gobierno de España.
Los interpelados, como no esperaban
una cuestión tan tonta, improvisaban respuestas a veces imprudentes, en
ocasiones precipitadas, casi siempre sin pensarlo mucho. Salvo excepciones.
Unos hablan del labio inmóvil, inquietante, o del bigote, inanimado; otros que
precisamente se había dejado el bigote para tapar belfo tan singular; otros se
referían a su sentido del humor, inexistente; o a su timidez o a su concepción
del mundo, ellos y los otros, él y los demás. Había quien se refería a su
estatura, a sus complejos, como si reírse así fuera una manera de conjurarlos. Claro,
hubo quien contestó de manera más simple: “pues será porque está contento, o
porque le va bien o porque está donde quería estar”. Alguno rizó el rizo y
respondió que se reía por responsabilidad. Evidentemente era de los suyos. Fue
divertido el juego sin sentido, evidentemente nada científico, hasta tal punto
que no se llegó a ninguna conclusión sobre aquel modo de reírse y menos al
conocimiento del objeto de aquella risa engañosa. Aunque no hubo unanimidad ni
en razones ni en descripciones, todos sabían perfectamente a qué se refería la
pregunta. Al menos nadie respondió por qué me preguntas eso. Todos manifestaban
su parecer de modo espontáneo, unos desde la ideología, otros desde el humor. De
modo que fue coleccionando, como sellos, frases, sentencias, carcajadas,
reflexiones, complicidades, exabruptos ….
El viajero estuvo viendo con Betty la
entrevista-masaje que le hizo el cantante metido a entrevistador de cabecera. Y
se acordó de aquellas explicaciones en cuanto vio a entrevistado sobrado reírse
y entrevistador-abanicador riéndose también. Betty tampoco entendía de qué coño
se reían los dos. En el bar estaba Honorio, dormido, cuando llegaba cierta hora
el jubilado se quedaba frito apoyado en el mostrador, aunque fuera en plena
noticia de alcance; el taxista, ensimismado con lo que sea que haya en el fondo
de su vaso de vino vacío; y estaba Paqui en el taburete, lo suficientemente
cerca como para acompañarlo en sus silencios, pero no tanto como para estar
juntos. Estos tres no seguían lo pasaba en la tele encendida.
Betty y el viajero tampoco, hasta que
empezó a babosear la pantalla. A pesar de la animada charla entre ellos, no
pudieron dejar de ver el almíbar que supuraba, la supuesta campechanería compartida,
la autosatisfacción con la que va vestido el personaje adoptando un aire de perdonavidas,
de pasmarse antes tan melindroso homenaje. Al principio nació en ellos un
conato de indignación, pero como se puede…, pero pronto pasaron al humor. A la séptima
vez que el preguntador dijo “joer macho”. Porque Betty se preguntó a sí misma
si eso era una puya, una confirmación, una repregunta, un homenaje, un signo de
admiración, una coma, un antisilencio estudiado, o qué. Acordaron que lo de “joer
macho” era un tic.
En realidad, toda la entrevista fue un
tic lleno de lugares comunes, de aspavientos y de buen rollismo gratuito. Una
entrevista no es un diálogo, ni una conversación. Es una representación teatral
en la que alguien hace preguntas a otro alguien que las contesta, nunca puede ser una charla de amiguetes. Una entrevista no tiene
que ser una competición, pero tampoco debe ser una sala de masaje. Una
entrevista que merezca tal nombre, antes de lo políticamente correcto, y sobre
todo de la posverdad, es el encuentro entre un personaje que tiene algo que
decir y otro preparado para preguntarle. El “joer macho” no indica ni
preparación ni ganas de saber.
En teoría, aquellas, las preguntas, se hacen
para saber lo que no se sabe, para descubrir un aspecto nuevo, para entender
una actuación poco clara del pasado o para aprovechar que el preguntado fue
testigo de hecho significativos.
No hubo nada de eso, a fuer de ser
amable, el tono más crítico y audaz estaba contenido en los “joer macho”. Así que
la dueña del bar y el viajero empezaron a tomarse a chacota buena parte del
largo masaje. Por ejemplo, cuanto el ex presidente habló de la su “contribución
revolucionaria (como suena) a la historia de España”. O cuando confesó que
nunca había tenido una relación especialmente intensa con Mariano Rajoy “y eso
que le he nombrado todo, y es mi sucesor”, que no habían sido pareja de salir a
cenar. Sí, repitió que lo hizo cinco veces ministro y que lo nombró portavoz de
todo. O cuando dijo que no tenía “mejor foto que la de las Azores”. O cuando
habló de Venezuela y dijo algo así como que, si mandaba no sé quien, ellos estarían
en la cárcel.
Ahí se despertó Honorio. No se sabe si
por estar en desacuerdo o porque ya había pasado su momento modorra. Quizá lo
primero porque dijo aun entre dos sueños:
-¿Pero esto qué es? Qué saque la foto donde
aparece él con Chaves.
Ahí Honorio se encendió. Como si no
hubiera estado más que traspuesto, completamente en el limbo, empezó a mover los
brazos, a hacer aspavientos. No siguió la retranca displicente que se traían
Betty y el viajero, y empezó a increpar a la pantalla, la casa con jardín del “joer
macho”.
-Pero que dice este tío con todo lo que
tiene detrás. ¿Y Bárcenas y Rato y Blesa?.
Y Betty, siempre sensata, le dijo a
Honorio recién despertado e indignado: “la pregunta no es qué dice este hombre con todo lo que
tiene detrás. La pregunta es de qué se ríe”.
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