Montoro se metió en un lío aquella tarde. No
porque De Guindos le tuviera comida la moral y el hombre no supiera qué hacer
para ganar su espacio. No porque en su intento de llegar a la España real se
pusiera a prometer cosas imposibles. No porque se le pusiera la cara colorada
por los comentarios que debía de escuchar en cuanto se bajaba del coche oficial a
cuenta de los defraudadores.
Algo de todo eso se extendió por la atmósfera del
bar de Betty en cuanto el ministro apareció. Pero es que se dieron algunas circunstancias
nuevas, ciertos hechos inesperados. Puede que todo contribuyera.
Lo primero es que apareció por la tarde, pasadas
las nueve y el ambiente del bar estaba más denso que de costumbre.
Lo segundo que llegó con el nudo de la corbata
aflojado, como acalorado, harto o cansado.
Lo tercero que mezcló la Mirinda con
un lambrusco y no está investigado lo que puede salir de esa combinación.
Lo pidió así, mi Mirinda y un lambrusco, por
favor.
Betty, ni se inmutó. Estaba acostumbrada a peores
combinaciones, a peticiones mucho más estrambóticas. Como tampoco le produjo extrañeza el hecho de que
liquidara las dos bebidas de un trago y pidiera, lo mismo.
-Joder, y pide Lambrusco. No tenemos vinos aquí. Este
es un pan pringado. Tanto traje y tanto rizo en el cogote y pide Lambrusco. No me
jodas.
Lo dijo Honorio, el de las chanclas, que ya había dado muestras de que
no sentía demasiada simpatía por el personaje.
Lo cuarto es que era la hora Paqui y encima estaba
presente el taxista, mirando el fondo de su vaso vacío.
Aquella tarde después de las nueve estaban en el
bar, la propia Betty, Honorio, el portero, Paqui y el taxista. Los testigos y
los protagonistas.
Paqui tenía un cliente fijo por la mañana antes
de comer y otro a la hora de la siesta. Eran ocupaciones cotidianas, pero por
lo poco que se sabía eran visitas más piadosas que rentables. El de la mañana era impedido y el de
la tarde pasaba de los ochenta. Se decía que se trataba de antiguos clientes
que ya no le pagaban nada, ni demandaban ningún favor, pero que por alguna
razón Paqui se sentía obligada.
El caso es que el trabajo de Paqui empezaba a partir
de la nueve y podía no acabar hasta cuando volvía a abrir el metro por la
mañana. Las más de las veces sin ningún resultado.
Así que Montoro mezcló y la mujer debió entender
que por qué no iba a ser su noche. El tipo parecía panoli pero dinero tenía que
tener. De modo que se acercó a él. Y él vio la oportunidad de llegar por fin a
la España real. Y se puso rumboso: pidió para él otra Mirinda y otro lambrusco
y para los señores presentes, lo que estén tomando.
Nadie quiso nada. El portero, que ya se iba, que
gracias. Honorio que a él no hacía falta que lo invitara por mucho ministro que
fuera. El taxista ni dijo nada.
Y Paqui se acercó a la barra y dijo:
-¿Donde me vas a llevar luego?
A lo que el hombre contestó, un poco por
educación, mitad por política, medio por la mezcla de bebidas:
-A donde usted quiera, señorita
Así que el taxista salió del su marasmo, lo que
indicaba que aunque mirara obsesivamente el fondo del vaso vacío, se enteraba
de cuanto ocurría a su alrededor. Y sin decir nada tomó el tercer envase vacío
de Mirinda y lo estampó en la cabeza de Montoro.
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