-Vengo de despedir a Blázquez. Dice el viajero a
Betty
La mujer deja los vasos, se seca las manos, se aparta
el pelo de la cara, se acoda en la barra y escucha.
Blázquez era el más fuerte, el más grande, el más
veloz. Ganaba las carreras de atletismo y metía goles como jugador de balonmano. Formaba parte
de un casual grupo de niños inocentes, asustados, listos y pueblerinos que se
juntaron con once años y convivieron en el internado hasta los dieciséis. Unos
becarios, otros no, todos se fueron descubrieron dentro de aquellas paredes
encaladas al lado del río. Crecieron sin darse cuenta, aprendieron,
espabilaron.
Luego pasaron casi cuarenta años y apenas llegaron
noticias aisladas de qué fue de los componentes de aquel grupo. Quien siguió,
quien se perdió. Y de pronto alguien tuvo la idea de reencontrarse. Los
teléfonos, correos electrónicos y WhatsApp ayudaron y
quedó organizada una comida en el pasado mes de septiembre. Un encuentro de
reconocimiento, entre la expectación y la duda, entre el para qué y el quizá:
todos habían cambiado. Ni se reconocieron al principio. Aunque a medida que
transcurrieron los primeros apretones de manos, los asombros, el aperitivo, el
menú compartido, los breves discursos en los que cada uno resumía qué había
sido de su vida, se podía ir comprobando que no habían cambiado tanto. Eran los
mismos chicos inocentes y listos, tal vez menos asustados, quizá no tan
pueblerinos. Se habían convertido en médicos, profesores, funcionarios,
empresarios del campo, periodistas, comerciantes o regentaban restaurantes o
eran músicos. Y cada uno era lo que de alguna manera se tenía que haber visto
entonces. Como si una cierta lógica demostrara que cada cual había acabado
siendo lo que apuntaba por más que todos parecieran igual de perdidos. Además,
fijándose bien, más allá de los evidentes cambios físicos, cada uno se reía
igual, o era igual de avispado o miraba igual o era igual de torpe que en aquel
tiempo
Blázquez había vuelto al pueblo y parece que se
organizó bien. Estaba contento con la vida, con el trabajo, con la familia, y
no tenía motivos para quejarse si no fuera por la maldita quimioterapia.
Llevaba un tiempo y le quedaban algunas sesiones más. Hablaba sereno,
tranquilo, cachazudo, sin miedo. Y enseguida preguntaba detalles de la vida de
los otros. Curioso, solidario, encantado de saber qué hizo cada uno. Si estaba
bien. En la foto del grupo de diecisiete aparece a la izquierda, en la segunda
fila, sonriente, camisa de cuadros blancos y azules, las manos en los
bolsillos.
El 16 de febrero el grupo de WhatsApp
dio la voz de alarma: Perdemos a Blázquez. Oncología, planta 4ª, habitación
488. Pasó una semana escasa. Cada día estaba un poco peor a pesar de su
fortaleza, de aquella fortaleza del más grande. Sedado y sin dolores, le
reconfortaban las llamadas de aquellos chicos que se habían hecho grandes
después de cuarenta años. Decía su mujer que se acordaba de todos, que
reconocía a todos. Cogía el teléfono y contaba cómo fue su Nochebuena, en el
hospital, y su Nochevieja, en casa. Repetía que estaba bien, que no tenía
dolores. Y todos se iban alegrando de que no sufriera
La iglesia del pueblo estaba
atestada, el camino hasta el cementerio fue una procesión multitudinaria, se
trataba de acompañar en su último paseo a un buen tipo que se ha ido demasiado
pronto. Una de las coronas de flores rezaba: “Tus compañeros del Fabrés”
Blázquez tiene hoy una mujer apenada y dos hijos
llorosos, uno de ellos clavado a él. Idénticos. Lo miras y aunque triste ves la
cara de aquel chico grande, bueno, y un poco menos asustado que el resto.
Los chicos del Fabrés abrazaron a los tres, los
tres agradecieron las atenciones, el haberlos acompañado. No, ha sido Blázquez
quien los ha acercado, quien los ha unido, quien ha sacado sensaciones y
sentimientos que no sabían que estaban.
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