jueves, 10 de septiembre de 2015

Tras la huella de Inés Luna en Niza


El viajero lleva tiempo investigando, imaginando, siguiendo, soñando, explicándose, interpretando la existencia de Inés Luna. Su nombre y la historia de esta misteriosa, contradictoria, apasionada, rara, elegante, controvertida y manipulada mujer se le metió en el alma y se convirtió en proyecto literario hace años. Se prendó de ella y cuantas más trabas se le han puesto para enterarse de quien fue realmente, más creció su empeño.
Inés Luna fue niña rica en la España de la Regencia. Aprendió idiomas y ortografía en caros colegios madrileños de finales del XIX; repartió el tiempo de joven casadera ejerciendo la caridad o paseando en carruaje por la Casa de Campo; su estampa se ve en las fotografías de ABC, del brazo de las jóvenes marquesas, condesas y duquesas de aquella la corte.
Pero la señorita educada en colegios de monjas relacionada con la más rancia aristocracia madrileña consiguió romper el corsé que gobernaba su vida, no se casó y se dedicó a vivir, a administrar su hacienda, a viajar por Europa y el norte de África, a tener amantes, acudir a fiestas, a jugar en el casino, a leer y a hacer cosas impensables para una mujer de su condición. A su alrededor se fue fraguando una leyenda hecha de jirones de realidad y pinceladas de fabulación popular. Novia de quien sería jefe de prensa de Franco en la guerra civil, amante del dictador Primo de Rivera, habitual del hotel Palace, derrochadora, absorbida por las mesas de juego.




En la dehesa salmantina se construyó un paraíso lleno de libros y discos y cisnes y jardines babilónicos para descansar de sus escapadas. Su mito no hizo más que crecer. Cuentan de ella que enamoró a mozos y mozas de los capataces de sus fincas, que cabalgaba desnuda para escándalo de los moralistas de la rancia sociedad de Salamanca, que fumaba, también tabaco, que vestía pantalones, que hablaba en siete lenguas o que portaba armas.
Según quien hable de ella era una caprichosa, una extravagante, una excéntrica, una adelantada a su tiempo, una mujer leída amiga de Unamuno, siempre una rara avis en la España que le tocó vivir, entre 1885 y 1953. Basilio Martín Patino incorporó su sombra en su película Octavia.
Murió sin descendencia y el Estado y sus representantes, las fuerzas vivas de la ciudad y de la época, repartieron su hacienda, sus dineros y su patrimonio. En vida fue incomprendida, envidiada, admirada, deseada y temida. De muerta fue pisoteada su fama, convertida su figura en la dama piadosa que seguramente nunca quiso ser y repartidos a la rebatiña sus recuerdos, sus joyas y sus peligrosos diarios. El viajero viene pensando titular su historia Las muertes de Inés Luna.
Los gestores de la fundación que lleva su nombre, las autoridades que debieron tramitar su legado en lugar de expoliarlo, los funcionarios archiveros que se creyeron guardianes antes que empleados de la cultura, los estudiosos que saquearon sus legajos, algunos de sus antiguos empleados, todos la mataron. Se han ido confabulando, por torpeza, por cortedad de miras, por censores, para borrar sus pistas, para embrollarlas, para tacharlas a brochazos, y así impedir su conocimiento, confundir su memoria.
Pero el viajero sigue buscando, juntando, desbrozando. Inés Luna tuvo una vida de novela con mucho más vuelo del que le otorgan quienes guardan entre polillas su fama. Y así llegó a Niza, buscando el hotel Atlantis, donde sabe que se alojó en marzo y abril de 1926. La Costa Azul, la Riviera francesa, el glamour, la aristocracia europea, una villa en Cannes, la dehesa salmantina, la arcaica y comprimida sociedad madrileña, las obras de caridad con las hijas de la nobleza… una mezcla imposible en una mujer libre y apasionante.


Y sí, hasta hace ocho años estaba en pie el Atlantis, en el número 12 del Boulevar Victor Hugo. Un monumental edificio construido en 1913 por el arquitecto Charles Dalmas. Le puso fachada típica de la Belle Epoque y lo llenó de lujo bajo espectaculares lámparas de cristal de bohemia. Hoy se llama Exedra y se conservan las paredes, la estructura, el espacio, el lujo y las lámparas. A cuatro calles del Promenade des Aglais, junto al mar, donde el viajero creyó ver por un instante a Inés Luna, paseando bajo su sombrilla blanca en compañía de su amiga inglesa.

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