El bar de Betty estaba atestado. Se encontraban
todos los habituales más los que éstos habían arrastrado: no cabía un alfiler. Todos
apiñados como en un fin de fiesta, como si hubiera tocado la lotería. Los de
siempre y los de algunas veces, y con ellos los familiares, amigos, conocidos y
espontáneos que habían recogido por el camino.
No era el mejor momento para hermanarse,
pero en cuanto Betty contó lo del hijo de Paqui se olvidaron todos los
resquemores y se juntaron todos frente a la barra. El buen ambiente del bar,
con sus bromas, el magisterio de Honorio vigilado por la dueña, las críticas y
las miradas de entendimiento en cuanto aparecía Montoro, se había ido
diluyendo. De hecho se produjo una visita que en otro tiempo habría provocado
hilaridad y condena y sin embargo concitó resquemores tapados.
Entraron juntos los dos Hernando, Pili
y Mili, dijo Honorio. El bar se quedé en silencio y los dos se acercaron a la
barra como dos pistoleros. El del Gobierno con la chaqueta al hombro, la mano
derecha sujetándola como si fuera una percha. Y pidió un Pipermín. El otro, el
de no es no pero luego si, llevaba la corbata suelta, colgando sobre la camisa
blanca como un fular. Pidió una cerveza Sin.
-Eso. Sin chicha. Sin salsa. Sin
huevos. Sin vergüenza.
Es cierto que los parroquianos miraron
en silencio, y atónitos, cómo la pareja pedía, tomaba y pagaba sus
consumiciones -pagó el primero- y se despedía con un, buenas tardes, señores. Y
que apenas se sacó punta a la aparición. Pero la primera consecuencia de la inesperada
visita fue que el zapatero se encaró con Honorio. No le gustó nada el comentario
y le espetó que últimamente le daba mucha caña a los socialistas y ninguna al
PP, que parecía mentira.
Es verdad que, desde la gestora y la
abstención, en el bar de Betty el PSOE tiene mala prensa, y no solo por parte
de Honorio. Aunque eso no era la causa única de las relaciones enfriadas. La
hija de Betty y la chica de la ORA, por ejemplo, ya no viven juntas, hay quien
dice que la primera es pablista y la segunda errejonista. Antes de su distanciamiento
ambas reprochaban al zapatero que los suyos fueran unos vendidos. A lo que el
aludido solía repetir, que sí, pero que si los de ellas se hubieran abstenido
en su momento, hoy no gobernaría Rajoy. Instante en el que solía intervenir
Honorio para indicarle que no fuera iluso, que para los barones eso nunca fue
una posibilidad.
Unos casos y otros habían llevado al
bar unas considerables dosis de mal rollo, que no se resolvía por más que Betty
los pusiera ante un espejo.
-Seguir así. Como siempre. Luego os extrañáis
de que gane Rajoy.
Pero el 28 de diciembre Betty logró que
se olvidaron casi todos los desencuentros y enfriamientos. Dijo que fueran
todos al bar y que llevaran a cuantos pudieran. Al hijo de Paqui le iban a
cortar la luz porque llevaba siete meses sin pagar la factura y ella, Betty,
había decidido que toda la recaudación que se hiciera durante la mañana iría para
esa causa. Así que fueron todos y atiborraron el local. Honorio tomó un vermú y
dijo que le cobraran tres. La pelirroja hizo lo mismo con las cocacolas. El
portero pidió un gin tonic a las diez de la mañana, qué pagó y no tomó. El
zapatero, igual con el vino. Visto el gentío desde fuera y el ritmo de la caja,
pudría parecer que había caído el gordo. Casi nadie sabía ni quien era el hijo de
Paqui -pocos lo habían visto- ni a qué se dedicaba ni cuál fue su desgracia.
Pero sabían de Paqui y de su rubio platino y de sus labios primorosamente
pintados de rojo cada mañana, antes del trabajo.
Mas el milagro del 28 no ha sido la
solidaridad de tanta gente, ni la recaudación lograda, ni siquiera que la
convocatoria y el motivo sirvieran para que se abrazaran los desencontrados, ni
que alguien pidiera Pipermin. El prodigio de este cuento fue el taxista. Los
lectores de este blog saben que permanece en la barra del bar de Betty, cada día,
ensimismado, mirando obsesivamente el fondo del vaso de vino que ha vaciado de
un trago nada más llegar. Que nadie ha logrado sacarlo de ahí. También que algo injusto le pasó con su mujer
a cuenta de Paqui. Que ésta respeta su abstracción y que a lo más que llega es
a ponerse a su lado, no demasiado cerca, sin decir nada. Tanto clientes como
lectores sospechan que lo del taxista es grave y no tiene remedio. Y lo
respetan.
El portento fue que salió de donde estuviera absorto dos veces. Él
fue quien contó a Betty lo que le pasaba al hijo de Paqui y provocó tal cadena
de ayudas. Y cuando la dueña del bar le dijo a Paqui lo que había recaudado
para su hijo, ésta se hizo un mar de lágrimas. Lloraba de manera incontenible
sin saber a quién mirar, a quien agradecer, dando pasos sin compás, alrededor
de sí misma, a punto de caer. Entonces el taxista la abrazó. El bar rompió en
un aplauso cerrado.
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