A las nueve de la mañana los vecinos pernoctadores ya se han puesto en marcha. Efectivamente, aunque llegar en noche tan cerrada puede confundir es el área recomendada por la aplicación. No tiene las mejores vistas, pero es limpia, tranquila y cómoda. Además, es espaciosa, incluso si hubiera muchos vehículos concentrados, aún habría sitio. El pueblo es grande y blanco, en los bordes de Sierra Morena, entre Extremadura y Andalucía, puerta de ambas. El museo del jamón aparece en las guías como su mayor atractivo, la iglesia de ladrillo restaurada resulta una mole que imponte, con dos torres ocupadas por nidos de cigüeñas y las casas bajas que la rodean conforman un barrio de calles estrechas y casas encaladas de pueblo tranquilo.
El mercado municipal tiene muchos puestos abandonados, cerrados. y otros abiertos a medias, en los que están, o no, sus administradores. El problema de la España vaciada son los servicios, que desaparecen o se pierden o no se tienen en cuenta o no se cuidan por encima de la rentabilidad. Monesterio es un poblachón de más de 4.000 habitantes. Una ubicación estratégica que ofrece parada reponedora y aspira a ser referente no solo de paso. El disponer de espacio hace que las casas bajas abunden, que el término municipal se extienda y que puedan tener un área cómoda y acogedora. Espacio y voluntad de acogimiento. Cada pueblo que propone un área para reposo y toma de aguas de las autocaravanas muestran voluntad solidaria y rentable. Es el caso de Monesterio. Ahora los viajeros consumen en el pueblo y deben colaborar en la limpieza del lugar.
Antes de partir en
dirección a Isla Cristina gestiono con Easy toll el asunto de las autopistas
portuguesas. Así no tendré problema de atasco y de dudas en los pagos de los
peajes.
En manos del navegador,
nos ponemos en marcha, pero este decide no llevarnos por Sevilla sino por el
interior, cruzando la sierra de Aracena. Viajar sin tiempo y sin planes propone
la sorpresa de que el azar te lleve por carreteras estrechas y empinadas, se
crucen bosques de alcornoques, se asome uno a precipicios y descubra paisajes
imponentes. Así que en Santa Olaya la casualidad nos lleva a Zufre, Higuera de
la Sierra, Campofrío y a las Minas de Riotinto. Bordeando el espectacular
agujero a cielo abierto, en el fondo del cual siguen pululando camiones
afanados. Luego Zalamea la Real, Valverde del Camino y bordear Huelva para
llegar a la siguiente etapa, ya pasadas las tres de la tarde,
En Isla Cristina no hay
áreas, la aplicación park4night propone algunas posibilidades de aparcamiento
no muy seguras ni por espacio ni por lugar. Una de ellas nos lleva a un
descampado polvoriento y lleno de basuras. Hay coches destartalados aparcados,
y camiones y mucho espacio tras las dos entradas, una por el muelle y otra por
la calle Castillo, sin que quede claro cuál es la entra y cual la salida. Nada
apetecible el lugar. La clave de quedarse en un sitio es el filin, el aspecto,
la seguridad intuida. Y ahí nada anima. Sin embargo, saliendo al Muelle
Martínez Catena, al otro lado de la pared que delimita el solar abandonado,
aparece un sitio ideal. Está al lado, pero parece otra cosa distinta. Al final
son sensaciones. En línea del muelle, a un lado la pared, al otro el agua del
puerto y los barcos y los pescadores con sus cañas.
Tras comer, un largo
paseo alrededor de la isla, la longa, el muelle marino, el puerto, la avenida
Ria Carreras, a la vera de las barcas amarradas. Manuel es un pescador jubilado
que tiene la suya propia, pero no la ata a la orilla, deja que flote a cien
metros al final de un cabo largo, no se fía si queda demasiado cerca de la
orilla, del paseo. No sería la primera que desvalijan, dice. Sale cada día, al
pulpo, al camarón, y vuelve cargado, sus hijos no lo acompañan, no tienen la
afición, pero sí que van a su nevera a ver que pescado hay. Y cuenta de las
trampas de las compañías y de los cupos de pesca, cómo llevaban otro barco para
descargar en el mar las capturas y que la comisaria en el puerto midiera otra
cosa. Pero que tampoco era tonta y se percataba de lo que pasaba, luego ponía multa
o no. Vive tranquilo, con mucho que contar de su vida marinera y con mucha
afición por salir con su barca cada día.
Luego por la Ronda Norte, mirando las marismas, hasta el camping Giralda Isla Cristina, un espacio amplio que supone otra solución estacional para la zona. Miramos las parcelas por si acaso, son amplias y en octubre no hay tantas vacías. Una usuaria simpática hace de cicerones y las muestra y va contando algo de todas las caravanas que están permanentes, algunas a punto de cumplir el máximo permitido de acampada, seis meses. El siguiente alto seria la playa Casita Azul y más allí Islantilla, pero vamos hacia la playa inmensa para volver al centro del pueblo.
Por la arena y
por las pasarelas de madera supone un muy largo paseo que merece un descanso para saborear unos pescaditos fritos
reponedores, unas puntillitas abundantes en una terraza de la Gran Via atestada
de familias que hacen lo mismo. Las nubes parecen haber pasado y la gota fría
que amenazaba descargar no lo ha hecho. Ya dice el pescador jubilado al que
miro como lanza la caña en busca de pulpo, que aquí nunca descarga, que las
nubes siempre pasan de largo. El pueblo es grande, está en un lugar privilegiado,
con el mar, las marismas y los pinares como paisaje. Un paraje natural, una
playa interminable, merecía un cuidado mayor. No solo el solar destartalado que
nos da inseguridad, las calles, las orillas están descuidadas. Un afán serio de
limpieza sería suficiente para, por un lado, hacer justicia con lugar tan
mimado por la naturaleza y, por otro, hacer la visita agradable a tanto turista
como pasa por Isla Cristina. Efectivamente la acera del muelle es segura, no
hay demasiado tráfico, quizá por ser octubre, y proporciona una noche plácida
en la furgo. No despiertan los gritos de las gaviotas peleando por un pescado.
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