-Y qué le va a decir Rajoy a Merkel?
La pregunta la hizo la mujer de Honorio, el de las chanclas. Estaba cansada de que su marido se pasara el día en el bar de Betty. A veces hasta se llegaba la hora de comer y ni se acordaba de subir. Y por las tardes, igual. Se daban las nueve, estaba la cena y el señorito, en el bar. Así que para no tener más peloteras había decidido acodarse ella también en la barra del bar. Si él se pasaba ahí las horas, ella también. Si no había comida hecha, pues se abría una lata de sardinas. Así llevaba desde que volvieron del pueblo, es decir, toda la semana. Le dijo a Honorio que no estaba dispuesta a pasarse las horas muertas y sola. Betty no había vuelto todavía y a su hija no le estrañó la presencia de la señora. Es más, pensaba que era habitual.
Montoro se encogió de hombros y dio un trago a su vaso largo de Mirinda. Al ser por la mañana, se le veía repeinado, los caracoles sobre el cogote frescos, y un poco adormilado. Como si hubiera pasado por el bar recien levantado y antes de decidir qué hacer con su vida en el día.
-Pues como no lo sepa él...
El que contestó a su mujer fue el propio Honorio, como si interpretara el sentimiento del resto de los presentes en el bar. El portero, la chica de la ORA, el taxista mirando el fondo de su vaso y los dos operarios de la telefónica que seguían con lo de la fibra óptica.
-Este qué va a saber, el que sabe es Guitos. Dijo la mujer, que poco a poco había ido asumiendo, incluso superando, la insolencia y despreocupación de Honorio.
No gustó nada el comentario al ministro, pero no lo dejó traslucir. Su educación y sus maneras le habían dado entrenamiento suficiente para no desvelar sentimientos o incomodidades, y menos las relacionadas con el orgullo. Asi que como si oyera llover dio un mordisco a la porra que tenía entre los dedos, tocó el borde del vaso y continuo leyendo el ABC.
Honorio y su mujer se miraron, no con cariño, no con animadversiòn, con complicidad, como diciendo, se está haciendo el tonto.
Justo la actitud que más podía encenderlos. El impertinente no se conforma con que no le hagan caso, si no obtiene respuesta inmediata a sus comentarios abstractos, entonces apunta con el dedo, muerde y no suelta. Y estando su mujer, Honorio se solía callar.
-Oiga, una pregunta. Dijo la mujer llamando la atención del hombre serio y repeinado que leía con atención el periódico conservador.
-Digame usted. Contestó solícito, cerrando el diario y dispuesto a no perder oportunidad de acercarse a la España real.
-Le va a decir Merkel a Rajoy que nos baje las pensiones?
O porque no tenía respuesta, o porque le incomodaba la pregunta, o porque le entró prisa, apuró la Mirinda, apretó su cartera y enfiló la puerta. Se le oyó decir, pero casi con medio cuerpo fuera del bar:
-Ni idea, señora.
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