domingo, 30 de diciembre de 2012

De incógnito


El penúltimo día del año el bar de Betty estaba de bote en bote. O sea, hasta arriba. No había tocado la lotería, ni hubo convocatoria por parte de la propiedad ni se celebraba nada especial. El caso es que su aforo estaba al completo. No quedaban libres ni mesas, ni sillas ni taburetes. Casi ni baldosas. Los clientes habituales se habían multiplicado por diez o por doce, de modo que se daba una circunstancia inusual: tanto el narrador omnisciente como el narrador observador debía buscar, casi con lupa entre los presentes, las caras de los protagonistas cotidianos del bar de Betty. Tarea no sencilla entre tanta presencia que llenaba el local de voces, murmullos, cáscaras de gamba, huesos de aceitunas y servilletas de papel arrugadas

Una cámara cenital sin embargo habría descubierto un hecho curioso, salvo excepciones, los clientes de Betty se habían agrupado de manera natural, como defendiéndose de tanto desconocido. Ni el portero, ni la chica de la ORA, ni los empleados de la telefónica ni el hombre de la Cocola habían aparecido aquella mañana probablemente por ser domingo. Así que estaban Betty y su hija tras la barra, el taxista mirando el fondo de su vaso vacía, Paqui observándolo con un poco de lástima sin atreverse a acercarse, el zapatero sin su mandil y su traje de los domingos, Honorio con sus eternas chanclas a pesar del frío, la rubia del estanco, la mujer que prueba suerte con la tragaperras, la pelirroja metida en las páginas de su libro y Bernardo de nuevo aparecido. Sólo la pelirroja enfrascada en la lectura y la señora con las monedas, y Paqui por mantener las distancias, no se habían hecho lógica piña agrupándose en un extremo de la barra, como  amparando al taxista. El resto eran voces desconocidas atestando el bar y pidiendo otra.

Y en esto llegó Montoro. Tardaron en reconocerlo porque iba sin cartera, sin corbata, sin traje y casi sin rizos. Una gorra de marinero se los tapaba, lo que con cazadora y vaqueros suponía una aparición de verdadero incógnito. Se dio cuenta Honorio.

-Coño, si es el ministro.

No iba solo. Lo acompañaba una mujer alta, más que él, atildada con un gorro blanco de lana y un abrigo largo, casi hasta los tacones de aguja.

Se les acercó la hija de Betty y miró a los recién llegados que entendieron enseguida que estaba esperando que le dijeran qué iban a tomar.

-Un café con leche y una Mirinda, por favor.

-Con la leche muy caliente, por favor.

Y mientras los clientes de aquel último domingo del año seguían a lo suyo, los habituales empezaron a especular con la personalidad de la mujer alta que pedía la leche tan caliente.

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