El penúltimo día del año el bar
de Betty estaba de bote en bote. O sea, hasta arriba. No había tocado la
lotería, ni hubo convocatoria por parte de la propiedad ni se celebraba nada
especial. El caso es que su aforo estaba al completo. No quedaban libres ni
mesas, ni sillas ni taburetes. Casi ni baldosas. Los clientes habituales se
habían multiplicado por diez o por doce, de modo que se daba una circunstancia
inusual: tanto el narrador omnisciente como el narrador observador debía buscar, casi con lupa entre los presentes, las caras de los protagonistas
cotidianos del bar de Betty. Tarea no sencilla entre tanta presencia que
llenaba el local de voces, murmullos, cáscaras de gamba, huesos de aceitunas y
servilletas de papel arrugadas
Una cámara cenital sin embargo
habría descubierto un hecho curioso, salvo excepciones, los clientes de Betty se
habían agrupado de manera natural, como defendiéndose de tanto desconocido. Ni
el portero, ni la chica de la ORA, ni los empleados de la telefónica ni el
hombre de la Cocola habían aparecido aquella mañana probablemente por ser
domingo. Así que estaban Betty y su hija tras la barra, el taxista mirando el
fondo de su vaso vacía, Paqui observándolo con un poco de lástima sin atreverse
a acercarse, el zapatero sin su mandil y su traje de los domingos, Honorio con
sus eternas chanclas a pesar del frío, la rubia del estanco, la mujer que
prueba suerte con la tragaperras, la pelirroja metida en las páginas de su
libro y Bernardo de nuevo aparecido. Sólo la pelirroja enfrascada en la lectura y la señora
con las monedas, y Paqui por mantener las distancias, no se habían hecho lógica
piña agrupándose en un extremo de la barra, como amparando al taxista. El resto eran voces
desconocidas atestando el bar y pidiendo otra.
Y en esto llegó Montoro. Tardaron
en reconocerlo porque iba sin cartera, sin corbata, sin traje y casi sin rizos.
Una gorra de marinero se los tapaba, lo que con cazadora y vaqueros suponía una
aparición de verdadero incógnito. Se dio cuenta Honorio.
-Coño, si es el ministro.
No iba solo. Lo acompañaba una
mujer alta, más que él, atildada con un gorro blanco de lana y un abrigo largo,
casi hasta los tacones de aguja.
Se les acercó la hija de Betty y miró
a los recién llegados que entendieron enseguida que estaba esperando que le dijeran
qué iban a tomar.
-Un café con leche y una Mirinda,
por favor.
-Con la leche muy caliente, por
favor.
Y mientras los clientes de aquel
último domingo del año seguían a lo suyo, los habituales empezaron a especular
con la personalidad de la mujer alta que pedía la leche tan caliente.
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