Estaban aquella tarde casi todos.
Como cada día, pero además querían felicitarse las fiestas y desearse suerte
con la lotería, así que era una reunión multitudinaria y especial. Y el
ambiente era festivo, alegre, no en vano Betty había abierto un par de botellas
de sidra. Brindaron todos. Menos el taxista, que aunque le llenaron el vaso de
sidra él lo siguió mirando como si estuviera vacío.
Incluso la pelirroja cerró su
libro para participar de la alegría y buen humor reinante. Honorio incluso
ensayó unos torpes pasos flamencos en mitad del bar, que fueron aplaudidos por
todos.
Así que la llegada del ministro
los cogió por sorpresa, por inesperada y porque cortó el buen rollo.
-Buenas tardes, señores. Me
gustaría desearles felices fiestas.
Además no llegaba solo. Lo
acompañaba el guardaespaldas de la cara cortada que no dijo ni el saludo. Era
una máquina perfecta en lo suyo, seguro
que no le quedaba entendimiento para ninguna otra cosa.
Así que entre que no les hizo
gracia la aparición y lo mal encarado que sabían que era el de seguridad, pues
optaron, como si se hubieran puesto de acuerdo, por no contestar.
El silencio no arredró al
ministro, que ya llevaba tiempo en su empeño de conseguir llegar a la España
real.
Así que le dijo a Betty:
-Ponga usted a estos señores lo
que quieran
Betty avisó por si había dudas
-Os invita el ministro
Todos se quedaron mirándolo como
si fuera un marciano con orejas salidas, de soplillo, y él hizo además de
brindar con su vaso mediado de Mirinda.
Casi todos dijeron, muchas
gracias. Pero ninguna era de aceptación, porque extendieron la mano ante Betty
para que ella entendiera que no pusiera nada.
Y siguió diciendo, a Betty y a
los parroquianos, incluso al taxista que seguía buscando razones en el fondo
del vaso y la pelirroja que había vuelto a las páginas de su libro, que no
recorte tanto. De qué va, no tiene vergüenza, hace los recortes y deja en paz a
los que defraudan. A qué coño viene aquí con esa sonrisita. Que se dedique a
encontrar trabajo para los españoles, no a perseguir a los pobres y a
despedirlos.
El portero solía ser más
condescendiente, actitud que ha aprendido en el oficio, pero desde que
despidieron a su hermano, no han renovado la beca a su hija, su hijo no logra encontrar
trabajo, y a su mujer le han quitado la ayuda por cuidar a su madre, se ha ido
haciendo más radical. Sobre todo en el bar de Betty.
El ministro tuvo un ataque de
autoridad, la propia de su rango y de su educación, así que decidió que no era
el momento de hablar de eso. Pero al
carecer de la sabiduría innata de la España real, se dirigió directamente al
portero, evidentemente sin saber si era portero o no.
-Como comprenderá no es el sitio
ni el lugar. Yo solo quería desearle felices fiestas.
Y el portero no perdió los
papeles porque estaba en su sitio y en su ambiente. Siguió hablando a Montoro y
de Montoro y del gobierno sin concederle el detalle de considerarlo
interlocutor.
-Las felices fiestas las tendrá
él, que le pregunte a los parados, o a los desahuciados, o los discapacitados.
El guardaespaldas abstemio notó
la tensión de su jefe y, acostumbrado a actuar sin pensar, dio un paso adelante
y se puso entre el ministro y el portero. Es decir, entre el gobierno y el pueblo
Y en ese instante Monoro entendió que no había sido buena idea
presentarse en el bar de Betty el día antes de la lotería. Y peor llegar acompañado.
Y quiso arreglarlo.
-Espéreme fuera, por favor.
Y el que reaccionó fue Honorio, que
se había olvidado ya de sus pasos flamencos
-Así son, los empleados a la puta
calle. Espéreme ahí fuera que ahora iré yo.
Y el ministro ve que no sabe cómo
acertar. Empieza a convencerse de que
haga lo que haga no le entienden
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