Hacía algún tiempo que estaba fuera del mundo, que no
recordaba, que no conocía, pero el 17 de abril del año pasado, Jueves Santo, se fue
definitivamente entre un chaparrón de mariposas amarillas. Y desde esa partida
se desbocó la Gabomanía. Si en vida era mediático, pasó a ser mito. Posters,
posavasos, imanes de nevera, marcapáginas, tazas, pegatinas, fotos y autógrafos
llenaron los mercadillos colombianos y del mundo casi al instante. Lectores ya
tenía, y se multiplicaron. No debe existir persona en el mundo que no lo tratara,
que no coincidiera con él, que no tenga una historia que contar.
Quien suscribe, también: Lo conocí y seguí sus pasos. El
encuentro se produjo en 1989 de la manera más casual y periodística. Era un
tiempo en el que el periodismo era posible: un reportero, éste, propone a su
director en la revista Tiempo, Pepe Oneto, un sueño: le gustaría hacer una
entrevista a García Márquez. El director da su visto bueno, “inténtalo”, el periodista
llama por teléfono a México y el premio Nobel dice que sí. La
historia de la entrevista y cómo Gabo llamó tímido al periodista está
contada hace justo un año. Me temo que hoy no sería tan fácil: ni un medio está
dispuesto a esos gastos ni un director contempla semejante oportunidad ni a un
joven periodista se le ocurre plantearlo porque sabe que le dirán que no.
Luego seguí sus huellas en la fundación que él mismo pensó y
creó para defender y hacer mejor al periodismo, la FNPI. Llegué a su sede, en la
calle San Juan de Dios de Cartagena de Indias, apenas diez días después.
Encontré a su gente en pleno duelo creativo: habían transformado la página web
en un homenaje de continuo agradecimiento, se habían puesto a reunir todos los periódicos
del mundo que hablaban de él y con ellos hicieron un libro gordo amarillo.
Para preparar el libro en tiempo récord empapelaron el amplio
rellano del segundo piso del edificio colonial. Un periódico mural en el suelo,
en todos los idiomas del mundo, con todas las fotografías posibles y todos los cumplidos
imposibles del autor de ‘Cien años de soledad’. La imagen del suelo empapelado resultó
una metáfora reveladora: el oficio que tanto amó, el mejor del mundo según
proclamó, es posible.
En los
tres meses que pasé con su gente aprendí muchas cosas pero sobre todo comprobé
su mejor legado: el del periodismo. Toda su vida lo practicó, con él aprendió a
escribir, pronto se dio cuenta de que se ponía en peligro y entonces se puso a inventar
una escuela para protegerlo, para mejorarlo, justo hace ahora veinte años. Así
que pude observar que por su escuela pasan los mejores periodistas del mundo que
se juntan con los periodistas jóvenes más prometedores. Sigue siendo la fórmula.
De esa interacción salen historias brillantes que buscan una mirada diferente,
no evidente, no trillada, bien investigadas y excelentemente escritas.
Las enseñanzas,
los deseos, los sueños periodísticos de García Márquez están presentes en el
piso de la calle San Juan de Dios. En forma de talleres, de carteles con sus
frases, de libros. Confesó que “el periodismo me ha proporcionado un contacto
con la realidad, una capacidad de interpretación que no hubiera tenido si no me
hubiera dedicado al periodismo”. Y dijo cosas tan necesarias como esta: “uno de
los fallos más grandes que encuentro en el periodismo actual es que le falta
una base cultural; los periodistas no tiene tiempo para leer, ni siquiera de
leer el periódico. Tampoco tienen tiempo para hacer su trabajo; hay trabajos
que necesitan tres días y no se les da más que uno, como mucho”.
Su
colaborador principal y director general de la FNPI, Jaime Abello, me entregó
nada más llegar, junto con su abrazo, un libro: ‘Gabo periodista’, que se
convirtió en libro cartagenero de cabecera. Ahí están sus peripecias pero también
sus lecciones. Enseñanzas y exigencias
imprescindibles para una profesión que necesita un tratamiento de choque para
recuperarla, para demostrar que es posible, para denunciar que demasiadas prácticas
que vemos en medios escritos y audiovisuales no son periodismo.
De modo
que fui a Cartagena de Indias a seguir los pasos de García Márquez y esos pasos
llevaban al periodismo. Lo que ocurre es que la ciudad amurallada está llena de
huellas del escritor. Si la recorres del brazo de su hermano, Jaime García
Márquez, te lleva por los escenarios de ‘El amor en los tiempos del
cólera’, al Portal de los Dulces, al banco del parque Bolívar donde se
encontraron y desencontraron Florentino Ariza y Fermina Daza, al de la plaza Fernández
de Madrid, donde Florentino hacía que leía.
Cada rastro lleva a un hecho reporteable,
periodístico. Los cocheros de Cartagena no
tienen bien cuidados a sus caballos, muchos se caen, enfermos, mal alimentados.
Todos pasan cada día cientos de veces por la puerta de la casa del escritor, en
la calle del Curato, junto a la muralla; y van a Bocagrande, donde Gabo
escuchaba vallenatos; o al hotel las Américas, donde jugaba a tenis. Todos
aseguran haberlo llevado. Si fuera cierto lo que dicen el escritor no habría
hecho otra cosa. Habría que preguntar a los caballos. Igual que los meseros de Cartagena,
todos lo atendieron.
Pero
ya dijo Gabo que la vida no es la que
uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo recuerda para contarla. Pocas
personas habrá en el mundo sin una vivencia, aunque sea lectora, con él. En Cartagena
y el Caribe, ninguna.
Esta crónica postátil se habría titulado ‘Un año sin García Márquez’
si pretendiera recordar una pérdida. Como es aniversario de hallazgo, de descubrimiento,
de muestra de un legado, parece más apropiado hablar de un año con él.
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