En
urgencias del hospital de Bocagrande. Una ventanilla estrecha sirve igual para
administración, admisión, asociación, cobro y consulta. Tres mujeres jóvenes al
otro lado, enterradas en papeles, aturdidas por los teléfonos que no dejan de
sonar y los pacientes y visitantes, que no cesan de llegar. Una hace cobros,
otra, fotocopias, otra, atiende al público. Las tres desbordadas, asfixiadas,
ineficientes de tantos frentes al mismo tiempo. Porque además el teléfono no
para de sonar y se lo pasan unas a otras.
La
sala de espera, llena. Enfermos, familiares, reclamantes y acompañantes. Es un
nuevo hospital privado-público. El viajero ya estaba avisado, vaya por urgencias,
si no nunca lo van atender, le había dicho la dueña del Bellavista. Hay dos
hombres de piel oscura, junto a una de las tres chicas aturdidas. Quieren saber de su familiar
pero también desean ver la posibilidad de llevárselo. No obtienen respuesta
satisfactoria. Por un lado, aún no hay diagnóstico, ya que deben hacerle más
pruebas. Pero antes deben reunir 200.000 pesos. Ellos no tienen ese dinero,
entonces no se pueden hacer las pruebas. Y los hombres dicen que prefieren
llevárselo porque cada día que pasa sube la deuda. Sin embargo quien decide
cuando se va el enfermo es el médico. Y mientras no se hagan esas pruebas que
faltan no dejará que se vaya. Círculo vicioso. Perverso. Los hombres se miran
desesperados.
Hay
una mujer joven. Está con sus padres enfadados. Cada uno de los dos hace una
reclamación, contradictoria, y no avanzan, así que se pelean entre ellos y
reprochan al otro que no se entera. La señorita de la ventanilla agradece la
bronca conyugal, se evita la suya. Lo que dice el hospital, sus normas, es que deben
pagar el 10 por 100 de los servicios prestados. La chica cuyos progenitores no
se entienden y parece que tienen instaladas las disputas en sus
personalidades, es decir que no se aguantan, se defiende diciendo que tiene la
categoría plus en su seguro y que no le toca pagar nada. El padre afirma al
respecto una cosa y su madre la contraria. En la discusión a banda múltiple se
une otra mujer, tiene a su marido mareado, febril, con los ojos perdidos, lleva
más de una hora esperando y nadie los atiende. La auxiliar recepcionista para
todo explica que tienen demora, y al tiempo mueve papeles que se le caen. Al
tiempo dice a la pareja que se tranquilicen, y a la hija que han entrado por
urgencias, y que esa es la razón de tener que pagar el 10 por ciento y a los dos
hombres que lo primero es reunir los 200.000. Y al viajero le pide el pasaporte.
La
chica de los padres que no se aguantan habla por teléfono con su compañía. De
la conversación se colige que le dicen que es mejor que pague y luego reclamar.
Así que decide pagar, para que termine esta pesadilla, dice. El padre está de
acuerdo con la decisión. La madre, no. Se abre la puerta de urgencias de pronto
y entra el tipo de seguridad que ha preguntado antes al viajero donde iba. Tras
él, una camilla, encima de ella una señora visiblemente enferma, diferentes
cables la tienen conectada a otros tantos elementos que la mantienen
penosamente en la vida. Paso, paso. Y los enfermeros conducen a la señora con
los goteros la dirigen a un ascensor. Pasado el instante del revuelo se acercan a la
ventanilla la mujer del marido mareado, los hombres del familiar de las
pruebas, la pareja que no se soporta, una madre que espera con el hijo en
brazos, alguien que necesita un justificante de pago, una anciana que necesita
atención…
La
ventanilla de nuevo se colapsa y las tres chicas que la sirven se aturden. En
su intento de echarse una mano se atropellan y no resuelven. Es como si lo
complicaran más. Las instalaciones son nuevas. Una madre llega asustada, en un
taxi, con su hijo. Se ha caído. Espere, por favor. Se abre la puerta tras el
tipo de seguridad, otra camilla con gotero, que pase. Las tres empleadas
cambian papeles de sitio, triplican tareas, contestan al teléfono. Parecen
desbordadas, la cola no disminuye, la sala de espera no se vacía, el teléfono
no deja de sonar. Los hombres tristes, la familia mal avenida, la mujer con el
marido mareado, el viajero, la madre del hijo roto.
Cuando
pasa hora y media, una médica joven recibe al viajero. Tiene apuntado que se
llama Miguel Bravo. Su madre lo agradecería.
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