D.
tiene los ojos verdes, acuosos, el pelo cano enredado. Es una copia caribeña,
desmejorada, de Chico Buarque. Se le traban las palabras y gesticula con las
manos para ordenarlas, para que fluyan, pero no siempre lo consigue.
Por
su aspecto, anda entre príncipe y mendigo, aunque parezca más lo último. Parece
deambular por el Bellavista y es que vive ahí. Se le ve por el comedor, por los
patios, por los pasillos, sonriente y saludando. También se le encuentra por la
avenida Santander, pero no en la acera del mar, la de la playa, sino en la otra,
la de los estancos, los bares y los colmados enrejados.
Al
viajero se lo han presentado varias veces, diferentes huéspedes, y D. empieza a
pararse y conversar a pesar de su timidez. Antes saludaba con sus aparatosos
gestos de manos y brazos, como aspas de molino, siguiendo su camino. Porque es muy flaco y los
movimientos de las extremidades parece que lo van a llevar volando.
Los huéspedes del Bellavista cambian mucho, van y vienen. Responden a un canon
heterogéneo, que ni es turista ni gente de negocios exactamente, que pasan por
Cartagena por alguna otra razón que tiene que ver más con lo artístico, o lo
laboral. Aunque hay una categoría de fijos, de gente que tiene el Bellavista como
domicilio más o menos habitual. Gente que lleva años viviendo allí. En esa esta D.
Pero unos y otros, fijos y ambulantes, se miran, se saludan, se conocen, hacen
tertulia, y a veces coinciden en fiestas que surgen, organizadas o espontáneas.
Silvia mueve mucho, es una de esas relaciones públicas innatas, capaces de poner en
contacto a personalidades imposibles. Invitó al viajero a una barbacoa que
resultó que no era suya, sino del profesor francés. El viajero fue a comprar
unas cosas que hacían falta para las ensaladas y aportó lo que tenía a mano. Allí
fue donde habló más con D., mientras el francés no se entendía con la socióloga
a la hora de mantener el fuego, ni de colocar los pescados en el mismo, ni
alentar las brasas, la diseñadora de interiores fumaba, el marido de Silvia
miraba y un escritor tímido, amigo de D. callaba, sonreía y abría la botella de
aguardiente de Antioquía sin azúcar.
D.
había bebido antes, de manera que llevaba ventaja a todos, y seguía agitando los brazos, cada vez más,
para explicarse. Resultó ser profesor de latín y hermenéutica. Habló mucho de
su mamá y de su ex pareja. Las dos lo habían dejado unos cuantos meses atrás.
La primera se fue de este mundo, la segunda de su lado. Así que D. liquidó lo
que tenía en su apartamento, muebles y enseres, y se trasladó al Bellavista.
Entre los vapores del alcohol el viajero le oyó decir que tenía pena por su
mamá y por su pareja. A aquella la cuidó todos los últimos años de vida,
impedida. Al final se dejó morir, no tomó las medicinas, dice D. que porque no
quería ser carga. De su ex no tenia sino palabras de agradecimiento, es mucho
mérito lo que hizo, podía estar por ahí de rumba con gente de su edad, “y
prefirió quedarse conmigo y atender a mi mamá”. Agradecido se le veía, antes de
terminarse la botella de aguardiente.
Se
le ve a menudo en su deambular con una botella en la mano, accionando con los
brazos para decir algo. Otro día estaba el viajero en el patio, con su
ordenador, escribiendo una historia del Bellavista. Pasó D. y saludó con sus
largos brazos. Se paró a conversar, confiado. Volvió a hablar de su mamá, que decidió irse de la vida. De su ex también volvió a decir, pero ya no con más dolor. Encogiendo los hombros, accionado con sus brazos.
Acertó a decir que no dormía
bien, que había probado todos los métodos sin resultados. En realidad padecía insomnio desde que se fue su mamá y lo dejó
su ex pareja. Que se ayudaba con el alcohol para dormir pero que no lograba
dormir más que unas tres horas. Tras ese corto tiempo de descanso, de nuevo debía
buscar el alcohol. Eso es un círculo vicioso.
Comprende D. que tiene un
problema de adicción. Dice que está con el propósito de hacer algo para
desintoxicarse. Incluso pedir ayuda a un especialista.
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