Honorio sigue yendo en chanclas al notario. Desde que hizo lo del anuncio le entró una suerte de seguridad en si mismo que le hace sobrado, incómodo, pesado y genial. Así que también pasa por el bar de Betty en chanclas, se acoda al otro extremo de la barra, justo enfrente del taxista y pontifica. Le pregunten o no, sea escuchado o no, venga a cuento o no.
-Hay que seguir la pista del Curita.
Nadie sabía a qué se refería. Salvo Betty, a quién no se le escapa una.
-Deja al curita, que lo han declarado inocente.
-No culpable, que no es lo mismo. Manda huevos, con lo que se ha oido, que le comía de la mano al Bigotes y que no lo empapelan. No sólo le ha regalado trajes, también relojes y lujos para la farmaceútica. Es que no hay vergüenza.
Nadie escucha a Honorio el de las chanclas, cada uno a lo suyo. El taxista mirando el fondo del vaso, la chica de la ORA poniendo un mensaje en su Blackberry; el portero en su portería, es decir, por una vez fuera del bar; los del garaje líados con el juego del Madrid en Barcelona.. Sólo Betty puntualiza de vez en cuando.
Así que Honorio se encara con el único quea parece sin protección: en el centro del bar, encorbatado e ignorado por todos.
-¿Y usted, qué? Sí, el de la Mirinda. ¿Es que no tiene opinión del escándalo de Valencia?
Y Montoro se pone rojo, mira al infinito y no sabe donde meterse.
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