LLegó sin hacer ruido, pasos lentos, como si se deslizara. Abrió la puerta del bar sin empujarla, como si alguien le franqueara la entrada, como si estuvieran esperando su aparición. Ni se detuvo ni buscó a nadie. Entró. Cruzó el corto y tortuoso pasillo cegado de sillas y de mesas y colillas como si hubiera una alfombra roja bajo sus pies. Delgada, estirada, armoniosa, guapa, misteriosa tras sus gafas oscuras que no se quitó, llegó a la barra. Se acomodó en un taburete y sacó un libro de su mochila.
Betty, Honorio el de las chanclas, la chica de la ORA, los dos operarios de Telefónica, el portero de la finca, Montoro y el tapicero siguieron con la mirada su aparición, su desfile mágico y elección aparentemente casual del espacio junto a la barra. La miraron todos menos el taxista, que para él hacía tiempo que no existía otro mundo que el que debía encontrar en el fondo de su vaso de vino vacío.
Lo extraño fue que Betty ni se acercó a ver qué quería tomar. La había mirado tan impresionada como los otros, tan arrobada por la visión como los demás, menos el taxista, ya se ha dicho, pero parecíó como si no le hubiera extrañado tanto, como si de alguna manera la esperara. Y le pareció natural que abriera su libro y se pusiera a leer sin percatarse de que era el centro de todos los ojos. Como si fuera una presencia familiar.
Nadie preguntó nada ni a Betty ni a la recién llegada, pero todos pensaron si tendrían algo que ver.
Tras pasar una hoja del libro, la recién llegada subió una mano lenta hasta el gorro de lana que la cubría y liberó su cabellera. Una llamarada se desparramó sobre sus hombros.
Montoro, embobado, pidió otra Mirinda.
Betty se la cobró antes de servirsela.
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